viernes, 22 de mayo de 2020

Capítulo 9: Fin de Fiesta


Después de navidad pude estudiar a fondo la información que había encontrado en el departamento de Marcelo. Una de las carpetas tenía un rótulo que decía MTP. Contenía transcripciones de conversaciones con Jorge Baños, un reconocido abogado de derechos humanos que integraba un grupúsculo de izquierda llamado Movimiento Todos por la Patria. Había también una foto en la que aparecían Menem, Lorenzo Miguel, Seineldín y otro hombre que yo desconocía. Detrás de la foto, la caligrafía adolescente de Marcelo había consignado “CS Menem, L Miguel, Cnel.Seineldín y Dr. Ferrari. 2-12-1988”. Volví a mirar la imagen. Identifiqué entonces a un escribano de Castelar que había visto un par de veces en Olleros conversando con Marcelo. ¿En qué estaban estos tipos? Baños había denunciado que los “carapintadas” no eran unos meros amotinados sino que estaban tramando un golpe. Pero, ¿qué tenía que ver con Marcelo? ¿Marcelo los estaría operando?
En la carpeta había una fotocopia del esquema de guardias del Regimiento de Infantería de La Tablada y unos planos del cuartel. Había un borrador con una proclama de los “carapintadas” y una cifra que parecía una fecha: 23-1-89. Encontré también un recibo por algunos FAL retirados del arsenal del servicio penitenciario bonaerense. Otro sobre contenía un número, que coincidía con una anotación en la agenda de Marcelo: “enviar sobre 25674 a Provenzano”. El sobre contenía fotocopias de cartas supuestamente firmadas por Seineldín, referidas a un golpe en esa misma fecha, 23 de enero. Y fotocopias de las mismas fotos que había visto en la carpeta. ¿Quién era Provenzano, y qué tenía que ver con Marcelo y los “carapintadas”?
Otros sobres numerados aparentemente ya habían sido enviados a Baños y a un tal Puigjané. Sólo conocía a un cura con ese nombre. No era muy claro lo que debería interpretar de esa información, así que decidí guardarla bajo siete llaves y esperar que los acontecimientos terminaran de revelar sus misterios.
Claudia aceptó mi invitación a pasar un par de semanas en las sierras de Córdoba después de año nuevo. Además de descansar quería disfrutar de mi auto en la ruta. Para mi desgracia Claudia le tenía terror a la velocidad, así que solamente pude manejar como yo quería en los pocos tramos en que ella se durmió. Villa Carlos Paz estaba llena de porteños y santafecinos, pero encontré un hotel lejos del centro que tenía una terraza con piscina desde donde se dominaba todo el paisaje del valle. Fueron días de descanso y sin novedades, hasta el 16 de enero.
Esa noche bajamos a cenar y en el restaurant, mientras esperábamos la comida, una nota en la televisión daba cuenta de una denuncia de un golpe inminente por parte de Seineldín para instalar a Menem en el poder. La conferencia de prensa mostraba a Baños, a un tal Felicetti, un hombre llamado Provenzano y el cura Puigjané, miembros del MTP. Con que ése era Provenzano, y el cura es el que yo había pensado. ¿Quién sería el otro? De todos modos ya había demasiados rumores sobre la relación entre Menem y Seineldín, de modo que la denuncia de estos cuatro lunáticos caería previsiblemente en saco roto.
Pero comenzaba a entender el rompecabezas. Marcelo les había estado dando información (exacta o no, era igual) a estos tipos. Si esto se conocía estaríamos en problemas. ¿Con qué idea decidieron darles esos datos a los del MTP? ¿Acaso porque nadie los tomaría en serio y de este modo relativizarían todos los rumores? Nadie en su sano juicio volvería a denunciar lo mismo que había denunciado un minúsculo comité de delirantes, porque el temor al ridículo parecía envolver a todos los actores de la política argentina.
Volvimos a Buenos Aires unos días después. Estábamos terminado de reacomodar nuestras cosas en mi departamento porque Claudia había decidido mudarse conmigo. El televisor estaba encendido en un canal cualquiera y no le prestábamos atención. Pero en un momento vimos tipos de uniforme y un cuartel ahogado en humo espeso.
- ¡Gordo vení, mirá esto! ¿Son los carapintadas otra vez?
Fui a los tropezones, esquivando valijas y mesas de luz hasta ubicarme frente al televisor.
- No sé, no parece, tendrían que estar haciendo declaraciones Rico o Seineldín o alguno de ese grupo. ¿Qué dice la tele?
- Que no se sabe, creen que son carapintadas.
- Es raro, mirá, han bombardeado. ¿Dijeron cuándo comenzó esto? Es raro que no hayan intentado negociar primero.
Lo raro en realidad era que no me hubiera enterado. Aún si quedaba afuera del círculo de Astiz yo tendría que haber sabido en qué andaban. Y de la información que había conseguido en lo de Marcelo tampoco había nada que hiciera pensar en otro levantamiento.
- Doctor Arias, ¿cómo le va? Le habla el ingeniero Carré, ¿me puede decir qué está pasando en La Tablada?
- Mire, no se sabe bien, nosotros no tenemos nada que ver.
- No me venga con pelotudeces...
- Le digo en serio, Carré. Estamos acá con Carlos Cañón y dice que no son del ejército, que tienen que ser los subversivos.
- Le dije, no me venga con pelotudeces. Dígame quiénes son estos tipos.
- ¿Qué quiere que le diga, que le mienta? ¡No tenemos la más puta idea de quiénes son! Si hubiésemos tenido algo que ver usted estaría adentro, ¿qué se cree? A mí no me va a hablar en ese tono porque...
Corté indignado.
¿Cabía la posibilidad de que Arias no me estuviera tomando por estúpido?, ¿podía ser posible que no fuera gente del ejército la que se metió en el cuartel? Por lo que podía ver la policía había rodeado la entrada y repartían balas sin medida. Es inaudito que la policía se tirotee con el ejército. Cuando anunciaron la llegada inminente de unos tanques para reprimir ese levantamiento mi perplejidad aumentó. En los episodios anteriores los tanques leales al gobierno nunca llegaban o se demoraban agónicamente. Y desde luego las dos facciones del ejército no se habían disparado entre sí más que un par de balazos para salvar la cara.
Anunciaron que había algunos policías muertos, y que los atacantes habían entrado en el cuartel a sangre y fuego matando a los milicos de la guardia. Habían entrado en vehículos civiles y en el acceso había quedado un camión repartidor con enormes letreros de Pepsi. Era muy extraño que los “carapintadas” hubieran ingresado de ese modo a un cuartel al que podrían haber entrado caminando y con la escolta de honor de casi todo el regimiento. En un momento la televisión registró la detención de un muchacho con una cabellera de rulos frondosos y el espanto y la decepción de quien ha visto de cerca los siete círculos del infierno. Ese chico, con esa mata de rulos en la cabeza, no podía ser un militar. Inmediatamente después la televisión enfocó otro muchacho cuyo cadáver ardía lentamente. También tenía pelo largo, hasta los hombros.
“La carpeta de Marcelo”, pensé. Corrí hasta el escritorio y abrí la gaveta donde guardaba esas cosas. Revisé los papeles y comencé a redondear una intuición.
- Hola, ¿Escudero? Sí, volví anoche, ¿cómo le va? Oiga, ¿tiene idea de qué es lo que está pasando en La Tablada?
Decidí guardarme mis presunciones en parte para no evidenciar que tenía el material de Marcelo, a quien ya creían “limpiado” por gente de alguna otra fuerza. Llegué a la oficina de Astiz y encontré allí a Arias, Cañón y Eduardo Menem. Todos parecían sorprendidos por un ataque extraño que debería haber salido de sus filas. ¿Quién, si no ellos, podrían haber armado otro cuartelazo? Sólo Astiz parecía poseer algunas claves que a los otros se les escapaba, y yo lo conocía lo suficiente para saber que su perplejidad era impostada. Cuando los peronistas se fueron le pregunté, en confianza, qué pensaba sobre todo esto. Me miró glacial.
- Lo mismo que puede saber usted.
Levanté mis cejas sorprendido por la estocada, pero alcancé a responderle que estaba confundido, que la ferocidad de la toma, la actuación de la policía y la represión inminente me sugerían que no eran militares los que habían entrado al cuartel, que no estábamos hablando de un evento como los que habíamos montado antes.
- Civiles, creo, pero no tengo idea de quiénes pueden ser. Esos panfletos que dice la prensa que aparecieron hablan de un “Nuevo Ejército Argentino”, pero tengo mis dudas. Tampoco entiendo qué es lo que hay detrás. ¿Le parece que puede ser una cosa armada por el gobierno, para distender la campaña antimilitar?
Astiz me miraba en silencio, como tratando de leerme la mente. Estaba muy cerca de darse cuenta de que su ex prisionero, luego ayudante y después “asesor estrella”, como él mismo me llamaba hasta hacía poco, estaba ya caminando muy por afuera de su órbita. Y que manejaba información que aparentemente conocía solamente él y su lugarteniente.
Sus sospechas de que yo tenía algo que ver con la desaparición de Marcelo lo trastornaban, pero desde luego no podía corroborarlas de ningún modo. Su cuerpo, o lo que quedaba de él, había sido reducido a una masa informe en la que jamás se encontraría la bala que salió de mi Beretta. Los tipos que vigilaban mi casa le informaron que no salí en todo el día, que mi auto estuvo en el garaje todo el tiempo, y que tampoco llamé a nadie en ese día ni en los siguientes. Había usado guantes para entrar en el departamento de Marcelo, de modo que tampoco allí había ninguna huella mía. No había ningún rastro que corroborara sus sospechas que estaban, como de costumbre, perfectamente bien fundadas.
- Escudero, usted...
- ¡Déjese de joder con eso de llamarme Escudero! ¡Llámeme por mi nombre carajo, que se terminó la película!
Estaba perdiendo el control, y eso, dentro de ciertos límites, era bueno. Cuando se descontrolaba no pensaba, y era temible actuando. Pero era aún más temible cuando su mente funcionaba como un reloj. Fingí amedrentarme.
- Disculpe Capitán Astiz, es que no entiendo lo que está pasando en La Tablada y no tolero no entenderlo. Trato de pensar a quién le serviría todo esto, si al gobierno o a quién, y solamente se me ocurre que el único que gana algo con todo esto es Alfonsín, pero tampoco tengo claro por qué. ¿Hay alguna información segura sobre quiénes son los que entraron al cuartel?
- Los del MTP.
- ¿Los quiénes?
- Movimiento Todos por la Patria.
- ¿Me habla en serio?, ¿esos cuatro pelagatos? Los vi en la tele el otro día, me parecieron unos mamarrachos.
- ¿Usted escuchó lo que dijeron?
- No mucho, estaba cenando y había mucho ruido. Pero denunciaban que Menem estaba entongado con los “carapintadas”, ¿no? No pude prestar mucha atención, pero me pareció bueno que fueran esos zaparrastrosos los que lo denunciaran, porque no eran creíbles y nadie más se prendería de ellos. ¿Nosotros tuvimos algo que ver?
- Con esa denuncia sí.
Astiz había captado el doble sentido de mi pregunta, y su respuesta escueta me confirmó lo que ya sabía.
- Ah, la denuncia en la tele parecía una maniobra de desinformación, pero de ahí a mandarse el quilombo que están armando hay un trecho largo. ¿Está seguro?
- Sí, Carré.
- ¿Y de dónde sacaron las armas estos tipos? ¿Y cómo es que se mandaron semejante movida sin que nadie se diera cuenta?
- Porque nadie se los tomó en serio. Las armas creemos que las trajeron de Cuba, o eran algunas que el ERP tenía guardadas.
Astiz se levantó de la mesa y se acercó a la ventana.
- Pero si nosotros les vendimos carne podrida a estos payasos, ¿no hay peligro de que nos denuncien?
- No, la información se la pasamos con cobertura. Ellos no saben quién era el que los informaba.
- ¿Era uno de los nuestros?
Mi cinismo y mi falta de escrúpulos sólo pudieron medirse con mi absoluta cara de estúpido.
- Marcelo.
- ¿Marcelo? ¿Y no estará ahí adentro?
Astiz me miró dudando si yo era imbécil o solamente pretendía serlo. Casi nadie sabía que el cuerpo encontrado esa noche en la estación Lisandro de la Torre era de él, y como esa información me era inaccesible yo bien podía preguntarle si el cordobés estaría en el cuartel.
- No. No está.
- ¿Y entonces dónde está? Hace rato que no lo veo; pero si él estaba en esta operación es entendible que se borre.
- No se sabe nada de Marcelo.
- Y dígame, ¿se sabe algo de los tipos que me quisieron chocar en el taxi?
- No, tampoco tengo idea.
Ambos sabíamos que el otro mentía. Esa esgrima de tahúres podía volverse peligrosa en cualquier momento, así que me levanté para irme.
- Llamemé Capitán, cuando se sepa algo.
Astiz siguió mirando por la ventana. Ni me miró cuando salí.
Al día siguiente el presidente fue al cuartel cuando aún no habían terminado los disparos. La televisión lo mostró caminando entre los cuerpos calcinados, con una mueca de horror que no se le iría del rostro en mucho tiempo. Fueron apareciendo los cuerpos de los mismos hombres que exactamente una semana atrás habían aparecido en televisión denunciando un golpe de estado de los “carapintadas” para instalar a Menem en el poder. Quien quiera que haya organizado ese infierno había abierto la caja de pandora donde los argentinos habían guardado todas sus miserias en los últimos años.
Hasta desaparecidos hubo: la televisión mostró un par de subversivos entremezclados con los conscriptos, con las manos en la nuca. Esos subversivos no volvieron a aparecer. Alguien en el ejército había decidido silenciar a cualquiera que supiera o pudiera saber la razón de la masacre. O tal vez más simplemente, querían dañar a Alfonsín en el lugar más sensible. El daño, efectivamente, fue inmenso: Alfonsín tendría que pasar el resto de su vida dando explicaciones sobre La Tablada.
Durante ese día Menem había afirmado que se trataba de un levantamiento de los “carapintadas” motivado por el incumplimiento de los acuerdos del gobierno con Seineldín, y que demostraba la impericia de Alfonsín en la relación con los militares. Si bien le convenía culpar al gobierno por la masacre, sus palabras también sugería que conocía las razones del ataque, lo que confirmaba las denuncias de que mantenía contacto con los “carapintadas”. De todos modos la sociedad argentina estaba demasiado horrorizada por las imágenes y semejante confesión pasó casi desapercibida.
A los pocos días Menem cambió el libreto: sostuvo que hubo una maniobra del gobierno para provocar al MTP para que tomaran el cuartel. Acusaba a Alfonsín de hacer lo que habíamos estado haciendo nosotros, es decir, un trabajo de inteligencia para lanzar a un grupo de delirantes a una locura estúpida, y de ese modo equilibrar la opinión pública moderando la sensación antimilitar. Había indicios de conversaciones entre el Coti y uno de los atacantes del cuartel, que forzaron al Ministro del Interior a hacerlas públicas y explicar que había tenido charlas políticas con agrupaciones opositoras como parte de su convicción pluralista y su predisposición al diálogo. La perorata democrática.
Incluso tuvo que permitir que se removieran heridas añejas: uno de los subversivos muertos era Francisco Provenzano, concuñado del Coti. La hermana del Coti y su marido, el hermano de Provenzano, habían participado en el ERP y estaban desaparecidos. De ese modo y tal vez sin saberlo, Menem también acusaba a Nosiglia de pisotear la tumba inexistente de su hermana, traicionando su memoria, su calvario y su muerte. No podía serme más grato.
En ese clima comenzó la parte final de la campaña electoral. Angeloz contaba con el apoyo de la prensa, gran parte de los intelectuales y los artistas y la clase media. Menem congregaba el apoyo de los desclasados que no habían dejado de empobrecerse desde hacía quince años. La inflación no le daba respiro a nadie, pero cada incremento en los precios significaba miles de votos nuevos para nuestro candidato. Alfonsín había intentado retomar su retórica combativa del ´83, pero era claro que por más que denunciara operaciones verdaderas, creerle no estaba en el ánimo de los argentinos.
Mientras tanto, Angeloz se empeñaba en presentar un discurso liberal y modernizador, pero la credibilidad que tenía por su gestión como gobernador de Córdoba se resquebrajaba con cada remezón del gobierno nacional. Los dos dirigentes radicales estaban enfrentados, pero cada vez más cerca de las elecciones Alfonsín lo apoyó con más énfasis. No era claro si quería ayudarlo o perjudicarlo. Yo no aparecía en el padrón electoral, naturalmente, y celebré más que nunca no tener que votar en esas elecciones. Por lo demás, no pude convencer a Claudia de votar a Menem. Me parece siniestro, concluyó.
El 14 de Mayo fueron las elecciones, y por primera vez en muchos años el peronismo se movilizó unido. La victoria de Menem fue rotunda. El Colegio Electoral lo proclamó presidente electo de inmediato, dando por tierra las previsiones y temores del candidato y de los “carapintadas”. Comenzaba un período de negociaciones para organizar la transición. Mientras tanto, Astiz había sido virtualmente desplazado del centro del grupo Olleros.
- Senador, transmítale mis felicitaciones a nuestro candidato. Y también, por supuesto, a sus allegados. Ahora vamos a diagramar los próximos pasos hasta la asunción del presidente. Como ustedes saben el gobierno está acorralado y sin capacidad de respuesta, pero pueden tratar de limitar nuestras opciones. Tenemos que impedir que nos impongan límites para cuando asumamos, que faltan siete meses. Es mucho tiempo, demasiado. Nosotros en dos meses tenemos que estar en condiciones de hacernos cargo del gobierno con un esquema de “guardia mínima”, es decir, que manejemos algunos resortes fundamentales. El resto lo iremos conduciendo después. Sobre los militares, el problema está resuelto y nos lo resolvió el gobierno con esta maniobra de La Tablada. Se han paralizado los reclamos y los juicios y hoy nadie está pidiendo que se reactiven. En ese marco se podrá dar una amnistía o indulto o lo que sea, pero es claro que será nuestro gobierno el que termine con esta cuestión definitivamente. El otro tema es la economía. Tenemos que terminar de asfixiar al gobierno para atarle las manos.
- Oiga -interrumpió el contador Menéndez-, ya ganamos la elección.
- La elección sí. Pero vamos a tener problemas si queremos imponer el programa económico que usted mismo ha propuesto, no se olvide que hay mucha gente movilizada por Ubaldini y esa gente no se va a ir a su casa solamente porque Alfonsín fue derrotado. Vamos a tener resistencia, y tenemos que quebrarla. Esto no será inmediato, vamos a necesitar un año y tal vez algo más. Después de desarmar a los sindicatos sí podremos avanzar con el modelo.
- ¿Y eso cómo piensa conseguirlo?
El que preguntó era Macri, que tenía problemas con algunos delegados de la UOM que Lorenzo Miguel no podía disciplinar sin balas.
- Es más fácil agarrar el pescado si le quitamos el agua a la pecera. Una contracción en la economía, y sobre todo en el sector estatal, dejará a los sindicatos desangrados de gente. Uno o dos sindicatos nos podrán armar alguna huelga, pero en algunos meses le aseguro que estarán demasiado ocupados tratando de que la marea no los tape a ellos.
- ¿Pero cómo está tan seguro? ¿Cómo sabe que no se nos vendrán todos encima?
- Ya estamos operando con algunos de ellos. Los que eran capos sindicales pasarán a ser accionistas de algunas empresas y se olvidarán de todo. Van a mantener el poder sindical pero para mantener las aguas calmas. Están tan ansiosos por el poder y los negocios que ya tenemos varios enrolados en este proceso.
- Espero que no se equivoque. No me gusta la idea de darles poder a estos tipos.
- Mire Montagna, en el mismo momento en que estos tipos comiencen a jugar con nosotros se volverán corderos. Saben que los tendremos bien agarrados del bolsillo, y con una buena cantidad de causas judiciales para marcarlos de cerca por si se retoban. Eso me conduce al punto siguiente: la avanzada judicial. Vamos a congelar los nombramientos de los radicales en la justicia y vamos a colocar gente confiable, que nos acompañe. Eso ya está cerrado con Monseñor Ogñenovich, que está feliz de tener algo de influencia en estos temas. Volviendo a la cuestión económica, les recomiendo que en una semana no salgan de sus casas y cierren bien sus negocios. Con Tati Vanrell y la gente de Duhalde estamos armando un episodio que verán por televisión. Es parte de lo que les decía: marcarle la cancha al gobierno y no dejarlo respirar. Se irán escupiendo sangre, y después nosotros tendremos las manos libres.
Alrededor de la mesa algunos de los hombres más poderosos de la Argentina sonreían satisfechos. Yo no tenía la más mínima idea de cómo concretar la mitad de las cosas que les dije, pero algo se me iba a ocurrir en el camino. En la ESMA había aprendido que una persona vapuleada, azotada y debidamente lastimada, era propensa a aceptar cualquier cosa y soportar cualquier bajeza con tal de sobrevivir un rato más. Los pueblos también.
- ¡Gordo mirá! ¿Están saqueando ese súper? ¿Qué es eso?
Claudia estaba debidamente horrorizada. Ella no lo sabía pero era mi tester personal de las medidas que estábamos tomando. Por supuesto, no tenía idea de que ese caos que veía en la televisión había sido prolijamente organizado. Nadie se preguntó cómo es que las cámaras de televisión llegaban de antemano a lugares donde un supermercado sería saqueado. Tampoco se preguntaban cómo es que la policía contemplaba estólida a esos grupos de desesperados que entraban en los supermercados y arrasaban con las góndolas. La mayoría pensaba que seguramente la policía comprendía a la gente hambreada, olvidando que, desde el origen de la humanidad, la función de la policía era precisamente mantener a raya a los hambreados.
Córdoba ardía, y también Rosario y Buenos Aires. Para el 25 de mayo los saqueos se extendieron al Conurbano, Mendoza y Tucumán: la fecha patria enmarcaba una perfecta metáfora de una patria que estaba pariendo a otra. La sincronización de los saqueos era una obra de arte, y tuve que admitir a mi pesar que los peronistas tenían absolutamente claro cómo organizar este tipo de cosas. En medio del caos nadie prestó atención a que en Santa Fe los coordinadores de los saqueos se movían en los autos oficiales de la Gobernación. El mismo gobernador tuvo un momento de histrionismo perfecto: ante la inacción de su policía provincial pidió al gobierno nacional que le enviara la Gendarmería. Si había muertos, tenían que tirarlos en el jardín de la residencia presidencial.
El 30 de mayo Alfonsín declaró el estado de sitio y mandó a la Gendarmería a controlar la situación. Dos días más tarde todo había terminado, hubo 330 saqueos y 22 bombas estallaron en bancos y sedes del radicalismo. Más de dos mil personas estaban detenidas y 15 muertos decoraban los jardines de Olivos. El único inconveniente serio fue que los “carapintadas”, que habían descollado en la conducción operativa de los saqueos, habían irritado a los peronistas que habían quedado marginados de la toma de decisiones. De todos modos al terminar la crisis quienes más fortalecidos se encontraban eran los peronistas, que eran los únicos que lograron capitalizar el terremoto.
- Gordo, yo me quiero ir a la mierda, no quiero vivir en este país con esta banda gobernando.
El terror de Claudia le pertenecía a casi toda la clase media, que había pasado de la euforia alfonsinista al desconcierto y luego a la desilusión, y que ahora se sentía mayoritariamente amenazada por este caudillo de los llanos riojanos, salido de la imaginación frondosa de los realistas mágicos que poblaban las bibliotecas de la gente bien. Yo sabía que con un poco más de angustia iba a lograr que vieran al verdugo como al salvador. Ese fenómeno se llama “síndrome de Estocolmo”, pero esas cosas no se aprenden en la universidad, sino en otros ámbitos mucho menos ilustrados.
- Decile al Coti que se van a ir escupiendo sangre. El día del traspaso del mando van a estar todos ustedes colgando de los faroles de alumbrado de la Plaza de Mayo.
El delegado de Alfonsín palideció pero recuperó la compostura casi de inmediato.
- Ustedes están jugando a ser aprendices de brujo, las cosas les van a explotar en su propia cara. Antes de lo que se imaginan.
El diputado se levantó y salió de mi oficina. Me dejó pensando a qué se referían con eso de “antes de lo que se imaginan”. Nuestro operativo para desgastar al gobierno era exitoso y había entrado en una situación en la que no podían gobernar. Alfonsín diría más tarde que esos últimos días en el gobierno fueron como estar en un tren sin frenos a punto de estrellarse. Ya los habíamos estrellado varias veces, pero faltaba la estocada final para decapitar al radicalismo: obligarlos a entregar el poder antes del 10 de diciembre, la fecha que establecía la Constitución.
El senador Menem me preguntó si no era demasiado temprano pautar la entrega del poder antes del 30 de Julio, porque no estarían preparados para gobernar. Yo estaba convencido de que ni antes ni después podrían gobernar el país como lo habían imaginado los hombres más sensatos del presidente electo. Da lo mismo, respondí.
Llegamos a La Rioja en el avión de Macri. El aeropuerto local era un galpón mal iluminado pero con una entrada pretensiosa. Un trayecto corto por avenidas desangeladas nos depositó en la casa de gobierno, donde esperábamos ultimar los últimos detalles de los operativos contra el gobierno para forzar la renuncia de Alfonsín.
No habíamos terminado de instalarnos en ese hotel descascarado donde nos tocaría pernoctar cuando nos avisaron desde el aeropuerto que había llegado un avión de la Presidencia. Unos quince minutos después, ya en la casa de gobierno, vimos ingresar a Terragno, que intentaba representar al gobierno en retirada. No saludó a nadie, como de costumbre. El semblante de Macri, Fernández Gil y Cañón se ensombreció cuando pidió hablar a solas con el presidente electo. Entraron en una sala lateral, con manchas de humedad y sin ventanas, y cerraron la puerta. Desde afuera escuchamos los gritos de Carlos Menem. Era muy difícil que algo lo alterara, no sabíamos qué le estaría diciendo Terragno pero el aún gobernador estaba furioso. Salieron apenas diez minutos más tarde. Terragno respiraba alivio, Menem estaba pálido, y gritaba a espaldas del ministro.
- Ustedes saben que yo quería asumir el 17 de Octubre. Acepté agarrar el 30 de julio para hacerles un favor, y así me pagan la gauchada. ¡Esta no se las perdono!
Terragno no lo miraba, no miraba a nadie. Caminaba despacio, como paseándose, hacia la puerta del pasillo que lo dejaría en la calle. Era un gesto de una dignidad a destiempo, de una insólita altivez en un general derrotado.
- ¡Llamen a todo el mundo, a Dromi, a Cavallo, a Roig, a todos! ¡Rápido, carajo!
Una hora y media más tarde Terragno explicaba que esa misma noche Alfonsín anunciaría su renuncia por cadena nacional, ante la mirada estupefacta de los recién llegados. Nosotros habíamos tenido ya un buen rato de angustias mal disimuladas, Cañón incluso quiso trenzarse a trompadas con Terragno pero lo contuvo el mismo Menem. Terragno, indiferente a estos hombres, veía cómo la angustia del equipo de gobierno se había transferido, como por arte de magia, a estos hombres que estaban a punto de convertirse en el poder en Argentina. El aire de suficiencia que mostraba era un desafío en sí mismo: antes de morir, Alfonsín había logrado poner en jaque a nuestro equipo.
Terragno desempolvó como un cirujano tribal cada uno de los acuerdos que él como representante del gobierno en retirada había anudado con el equipo de la transición, y nos enrostró que sistemáticamente habíamos violado cada uno de esos pactos. A pesar de verse liberado de esos acuerdos, estipulaba que así, del modo que había acordado con Bauzá y Arias, se harían las cosas hasta el último minuto antes de irse de la Casa Rosada. Es decir, en dos días.
- ¡Pero quedáte a cenar, por lo menos!
- No, Carlos, gracias. Me esperan en Buenos Aires, como entenderás.
¿Cómo podía tener este tipo esa actitud displicente después de todas las zancadillas que había atravesado? Si hasta habíamos ridiculizado su prudencia de hombre de estado exponiéndolo a los medios de prensa en una cita envenenada en la casa de Menem. El riojano lo había citado de urgencia a la madrugada, solamente para hacerlo desfilar ante los micrófonos y las cámaras que le preguntaban si sería ministro de Menem, si integraría el gabinete de Menem, si sería funcionario de Menem. Se cobró esa afrenta saludando con garbo inglés a los mismos hombres que había ignorado cuando entró en la casa de gobierno ese mediodía. Es decir, a nosotros.
Menem había ordenado preparar un asado en lo que sería la celebración de su primera reunión de gabinete, pero el semblante de todos estaba oscurecido. Simplemente no teníamos idea de lo que íbamos a hacer en el gobierno. Nos habían tirado el país por la cabeza, y ahora no podíamos rechazarlo. Esperábamos obligar a Alfonsín a terminar de una vez por todas con la payasada de los juicios a los militares, forzarlo a claudicar definitivamente para poder defenestrarlo después, tarea que Ubaldini quería emprender cuanto antes. No podíamos asumir sin tener este tema resuelto.
Cañón, Alsogaray y Lorenzo Miguel pretendían una amnistía inmediata para todos, como primera medida de gobierno que diferenciara nuestro período del de Alfonsín, que había debutado ordenando investigar la represión.
- Tenemos que establecer que hemos ganado una guerra contra los zurdos -sostenía Cañón-, y ahora, también les hemos ganado una elección.
El sector más prudente advertía que sería impolítico dar marcha atrás, porque mal que nos pesara esos juicios le reportaron a Argentina un vago prestigio internacional. Cavallo fue explícito: si largamos una amnistía ahora, será difícil que el Congreso norteamericano apruebe un apoyo a cualquier plan económico que tengamos, y ni hablar del Fondo Monetario, que está lleno de franceses con pruritos democráticos.
El argumento era comprensible, pero, ¿qué haríamos con Seineldín, que estaba preso? Menem le había prometido la libertad inmediata y el ascenso a General, y sería difícil que comprendiera la necesidad de esperar un tiempo. Sobre todo si la demora obedecía a la necesidad de no malquistarnos con los mismos poderes extranjeros que el militar execraba.
- ¿Cómo te fue en La Rioja, Gordo? Vi por la tele que Alfonsín renuncia.
Claudia hacía un esfuerzo para que la llegada de Menem al poder le pareciera simpática.
- Nos tiran el gobierno por la cabeza, tenemos que asumir en poco tiempo y estamos en pelotas.
- ¿Pero no era que estaban listos para asumir en cualquier momento? Yo lo escuché a Menem decir eso, por la tele...
- ¿Y qué otra cosa iba a decir, Claudia? ¿Qué tiene un cagazo tremendo, porque sabe que asume en el medio de un quilombo?, ¿que no tenemos un puto plan para nada?, ¿que no hay un mango, y para que le presten los empresarios va a tener que entregarles hasta el alma?
- Bueno che, cuidado con la boquita, y bajáte de la moto...
Miré a Claudia para responderle, pero preferí callarme: ella no tenía idea de lo que éramos en realidad. Tal vez sea mejor así, pensé, y me fui a dar una ducha.
Cuando salí la invité a cenar, hacía tiempo que no hacíamos nada juntos. Ella salió un rato antes que yo, caminando, y dobló la esquina. Me esperó en una parada de buses donde siempre había mucha gente. Unos segundos después yo salí en el auto, y la recogí de donde estaba. Esta rutina era insensata, cualquier agente medianamente perspicaz se habría dado cuenta hace tiempo que vivíamos juntos; pero a la vez hacía rato que no veía a los dos o tres subnormales que me mandaba la gente de Escudero para vigilarme.
Fuimos a un restaurant de Palermo. El entrerriano que nos había prestado las camionetas de OCA estaba cenando allí con otro hombre, que no reconocí porque estaba de espaldas. Pero había algo en esas espaldas anchas que me resultaba vagamente familiar. Elegí una mesa apartada desde donde podía verlos sin que ellos me vieran.
- ¿Por qué acá al lado de la columna? ¿No podemos ir a otra mesa?
- Claudia, en aquélla mesa hay dos tipos que conozco. Bueno, conozco a uno, el de pelo cortito. Al otro no le vi la cara pero me resulta familiar, no me preguntes por qué.
- ¿Y no podés ir a saludarlos y después volver, y elegimos otra mesa?
Estaba por responderle cuando el hombre que acompañaba al entrerriano se dio vuelta para llamar al mozo. Corcho.
¿Corcho? ¿Qué hacía Corcho en Buenos Aires? ¿Y qué hacía cenando con el dueño de OCA? Hacía un par de años que no sabía nada de él, lo último que supe es que deambulaba entre Acapulco y Miami como lugarteniente del militar que comandaba nuestra base en México. Se dedicaban a negocios que nunca me especificó, pero que involucraban a panameños amigos de Noriega, los anticastristas de Miami, y los miembros más destacados de la satrapía caribeña. ¿Armas? Posiblemente. ¿Drogas? Difícil, no lo veía a Corcho metido en esas cosas. Por el trato que tenían era evidente que era una cena de negocios, cordial pero distante.
- Nos vamos Claudia.
- ¿Pero te volviste loco? ¿Quiénes son esos tipos, el diablo?
- Vamos a otro lado y te cuento la historia.
Accedió a regañadientes, solamente la promesa de contarle algo de mi pasado la persuadió de no armarme un escándalo en ese mismo momento. Le conté muy someramente y sin ningún detalle sobre mi estadía en México. Por supuesto, no incluí a Roxi, a los dos Betos ni a la Contraofensiva. Claudia no entendió por qué tanto misterio con un tipo de los servicios con el que había trabajado diez años antes, sobre todo si habíamos sido amigos. Es que ni yo estaba seguro de lo que podría estar haciendo el entrerriano con Corcho.
Volvimos a casa, yo estaba agotado pero igual hicimos el amor. Al otro día me desperté a las diez, con una llamada del senador Menem. Ahora nos reuníamos en la Casa de La Rioja, una casona que supuestamente prestaba servicios a los pocos estudiantes riojanos en Buenos Aires. En realidad era el búnker desde donde los hermanos Menem operaban desde el ´83. Ningún estudiante desprevenido subía al primer piso de la casa, y muy pocos podían reconocer al senador o al mismísimo gobernador que solían ir por allí. La regenteaba un tal Kohan, un geólogo cordobés, mano derecha de los Menem desde siempre. Yo debía reconocer que estos tipos siempre tuvieron claro que llegarían al poder: ni bien recuperó la gobernación en 1983, Carlos Menem designó a uno de sus mejores operadores como director de la Casa de La Rioja para comenzar a operar en la capital de la nación.
- Kohan, ¿te acordás cómo se llamaba el entrerriano ése, el que nos prestó las camionetas de OCA?
- Ah, ese es Alfredito Yabrán, un amigo de la casa, ¿por?
- Lo vi anoche cenando con un tipo que conocí en México hace diez años.
- ¿Y ellos te vieron?
- No, yo estaba detrás de una columna y...
- Entonces no viste nada.
- …
- …
- Ok.
- Ok entonces.
Pasamos a la sala de reuniones. Presté poca atención a lo que pasaba allí, estaba más que intrigado por el misterio de Corcho y este Yabrán. Evidentemente no andaban en algo muy limpio, y evidentemente Kohan, y por ende los Menem, estaban al tanto. Yo tenía que averiguar más.
- Hay que aguantar hasta que asumamos sin cometer errores, ahora estamos en el ojo de la tormenta, estamos bajo la lupa. Mingo voló a Nueva York para explicar los pasos que vamos a dar, pero tenemos también la carpeta de Bunge y Born para ir avanzando. El presidente ya se ha mostrado con Jorge Born para ir preparando el campo.
- Che, pero eso se sale del libreto -objetó Lorenzo Miguel.
- Mirá querido -continuó Eduardo Menem-, esto será así. No hay vueltas. Arrancamos con Roig en el ministerio, pero abajo de él nosotros vamos a ir controlando.
- ¡Pero le están dando la economía entera a una multinacional!
- ¿Y vos desde cuándo te volviste zurdo?
- ¡Ma qué zurdo, pelotudo! ¡Cuido el culo de los laburantes argentinos, yo!
- Lorenzo, ahorráte el discursito. Si te calentás en leer el programa de gobierno que votó la gente, te vas a enterar que apunta a estabilizar la economía para favorecer la productividad. Tenerlos ahí adentro a los Bunge y Born nos garantiza plata y apoyo. Sin eso no tenemos nada. No nos abren ni la puerta en los bancos.
La discusión siguió hasta volverse intrascendente. Cañón insistía en su agenda militar, pero rápidamente le advirtieron que no era el momento para tratar ese tema. Dos horas más tarde hicimos una pausa para comer. Bajé junto a Kohan. Buenos Aires estaba gris y fría, una llovizna insoportable embarraba las veredas, provocaba accidentes menores y enchastraba los ánimos ya decaídos de los porteños. Reparé en el entorno depresivo, en la angustia individual multiplicada por todos los rostros que cruzábamos en la calle. Me pregunté si nosotros, si yo mismo tenía algo que ver con esa angustia colectiva. Si en nuestra lucha por el poder no habríamos convertido a la Argentina en ese invierno embarrado e invivible, esa garúa perpetua, insidiosa. Me pregunté también si podría alejarme de esto que habíamos contribuido a crear, vender todo, irme con Claudia a alguna playa en Brasil, o tal vez volver a Europa. Kohan me sacó de la ensoñación.
- ¿Vos querés milanesa o arroz con pollo?
- Milanesa, gracias.
- ¿Qué te pasa, Carré?
- Nada, me quedé pensando en lo que vi, en estos tipos.
- No pienses más. Vas a ver cosas en las que tendrás que hacerte el boludo. Aparte, ¿qué te jode?, ¿que a tu amigo mexicano le esté yendo bien? No jodas.
Cuando volvimos a la Casa de La Rioja nos encontramos con Álvaro Alsogaray. Nos miró con el desprecio que lo caracterizaba: una expresión perfecta para ubicarnos en el estercolero que los conservadores le asignaban al peronismo en la historia nacional. Le causábamos más asco que los mismos radicales a quienes había ayudado a derrocar varias veces.
- Acá el Ingeniero Alsogaray nos va a explicar los pasos para avanzar con algunos temas. Las privatizaciones, los bancos, esos temas.
Después de la presentación de Eduardo Menem, Alsogaray comenzó con una perorata aburrida y ya conocida. Ya no estaban en la mesa ni Lorenzo Miguel ni Bulgheroni, quienes fueron descriptos por el ingeniero como un extorsionador y un parásito respectivamente.
Volví a casa muy tarde, era claro que la gestión del poder sería bastante más agotadora que lo esperado. Me pregunté si me podría bajar de esa vida. Sabés demasiado, me dije mientras bajaba del ascensor. Y ya no sabés trabajar en otra cosa. Claudia se había quedado dormida en el sillón, frente a la televisión prendida. Alberto Olmedo repetía chistes procaces y tontos. ¿Qué carajos le verán a este tipo? Apagué el televisor y desperté a Claudia con un beso.

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