viernes, 22 de mayo de 2020

Capítulo 12: El Nombre del Juego


- ¿Qué información tenemos, senador?
- Por ahora alcanza con sospechar que fue la misma gente.
- ¿Por las mismas razones?
- ¿Cómo saberlo?
El Senador estaba alterado y respondía de pésimo modo. Recorrió su despacho murmurando para sí mismo, con la vista fija en algún punto móvil del entramado de la alfombra, las manos unidas detrás de la espalda. Nadie se atrevió a interrumpir su paso errante. Finalmente volvió a su escritorio, se tapó el rostro con las manos y preguntó:
- Hugo, ¿acá estamos a cubierto?
Se refería a si había micrófonos en su despacho. El hermano del presidente le preguntaba al jefe de los servicios de inteligencia, de manera oblicua, si lo estaba espiando.
- Sí Eduardo, no hay micrófonos acá.
- Bien.
Anzorreguy no entendió la dimensión de lo que le acababan de preguntar, o prefirió ignorarlo. El Senador exhaló un suspiro y sin quitarse las manos de la cara explicó:
- Los de la embajada fueron los de Hezbollah, estamos casi totalmente seguros. Y creemos que Irán estuvo detrás. Ellos esperaban que les vendamos el Cóndor II cuando se cayó Irak por la guerra del Golfo, pero los americanos no querían saber nada y tuvimos que cancelar la operación. Los iraníes se habrán sentido defraudados.
- Pero, ¿habrá sido para tanto?
- Hubo otras cosas además, que no vienen al caso. Creemos que por eso nos volaron la embajada. También para marcarnos la cancha por nuestro acercamiento a los americanos. Pero esto es distinto. Creemos que acá hubo paisanos metidos.
- ¿Riojanos?
El Senador retiró sus manos de la cara y miró lentamente a Anzorreguy. Una mirada larga, como escrutan los que recién se despiertan después de un sueño idiota.
- Si será imbécil. Retírese de inmediato.
Hubo un silencio, un momento de consternación. Anzorreguy, boquiabierto, intentó balbucear alguna disculpa o una explicación, pero fue fulminado por la mirada gélida del riojano. Se levantó demudado y salió del despacho. Cuando el jefe de la SIDE se retiró, el Senador continuó su explicación, ya en un tono más confidencial.
- Le habíamos prometido el misil a Siria también, desde la campaña del ´89. Nos venían presionando desde hace rato para que cumplamos, incluso amenazaban con sacarnos de la lista.
- Disculpe Senador, ¿qué lista?
- De blancos intangibles. Tienen un acuerdo con Hezbollah por el que no pueden atacar a ningún país que esté en esa lista.
- Pero entonces nos sacaron de la lista en el ´92, antes de lo de la embajada.
- Sí, pero en ese momento no podíamos decir nada. Imagínese, era un acuerdo muy difícil de explicar. Los americanos estuvieron de acuerdo en no presionar a Siria, porque quieren que los ayude a neutralizar a Irán. Acordamos entre todos no volver a mencionarlo.
- ¿Entonces? ¿Cree que los americanos se mantendrán en la misma posición?
- Creo que sí. Pero nos pedirán que cortemos toda relación con Siria. Es muy duro, usted sabe que Damasco siempre nos ayudó mucho. Además uno no reniega de los parientes. Ahora su trabajo es que no se filtre a la prensa nada que se refiera a nuestros paisanos. Que se habrá dado cuenta que no me refiero a los riojanos...
Sentí cierta pena por Anzorreguy. Había hecho una pregunta estúpida en el peor momento posible, cuando además acababa de ser notificado por el Senador del miserable grado de confianza que le tenía. Mantuvo, a pesar de todo, el dudoso privilegio de asistir a uno de los excepcionalísimos momentos de intemperancia del riojano.
- ¿Y su hermano cómo está, senador? ¿Qué piensa hacer con todo esto?
- Carlos está mal, lógicamente. Sabe ahora de la dimensión de la ira de los sirios. Entiende que se sienten ofendidos por el tipo de ofensa que no se perdona jamás. Y sabe que muy probablemente no terminarán acá.
- ¿Me está diciendo que ya está esperando otro atentado?
- No en lo inmediato, pero habrá algo más y será más personal. En Siria se dice que ciertas ofensas se pagan tres veces. Sólo se detendrán si nos enfrentamos a Estados Unidos e Israel, que usted sabe que es imposible.
La dimensión de la tragedia quedó frente a mis ojos: la única forma de evitar un tercer ataque era ofrecernos en holocausto ante los mismos que nos habían atacado. También nuestros actuales aliados lo sabían, y no podían hacer nada para ayudarnos.
- ¿Entonces?
- Estamos en las manos del Señor. Usted encárguese de que no aparezca el nombre de Siria en ningún lado, es lo único que podemos hacer. ¿Sabe rezar?
- No.
- Entonces aprenda. Que tenga buenas tardes.
Salí del despacho en el mismo momento en que se acercaba el edecán del presidente con parte de la custodia presidencial. Estos hombres sabían que una bomba de tiempo circulaba entre las manos del entorno más íntimo del presidente, y nadie sabía a quién le tocaría ser el protagonista de la detonación. Sólo cabía, desde este momento, tratar de postergar el tercer atentado. Alguien entre nosotros estaba viviendo en tiempo de descuento.
Me encontré con Anzorreguy y lo arrastré del codo hasta el primer despacho que encontré vacío. Le indiqué que bajo ninguna circunstancia refiriera a alguna sospecha sobre la posible participación siria, que chequeara conmigo cada nombre y cada dato antes de entregarlo a la SIDE o a la prensa. Y que la línea oficial debe apuntar inequívocamente a Hezbollah, Irán y algunos mercenarios de la policía federal, pero solamente en tanto no afecte la idea de que el gobierno realmente conduce la seguridad del Estado.
- Por lo demás, yo acabo de olvidarme de todo lo ocurrido en aquél despacho. Indiqué con un gesto la oficina de la Presidencia Provisoria del Senado. El director de la SIDE me miró con un destello de resentimiento y gratitud en partes iguales. Seguramente el Senador tendría algún dicho o alguna frase relativa al connubio indeleble entre el resentimiento y la gratitud. Salimos caminando juntos.
Cuando me subí al auto estaba todavía tan alterado que se me cayó la llave al piso cuando quise darle arranque. Suspiré, traté de recobrar el dominio de mi respiración, y encendí la luz para buscar la llave. Junto a ella encontré una libretita con tapas negras. La caligrafía correspondía a Roxi, y era una agenda de sus actividades en Buenos Aires, todas con nombres falsos. También con un nombre falso encontré, en una solapa de la libreta, un certificado médico que daba cuenta de un embarazo de un mes y medio. El documento tenía fecha de la semana anterior. Guardé la nota en la libreta, la escondí entre los resortes del asiento del acompañante, y encendí el motor.
Cuando llegué a casa abracé a Claudia, que parecía revivir las mismas escenas de dos años atrás. Me desmoroné de angustia, ella creyó que a causa de este nuevo atentado, y yo la dejé creerlo.
¿Qué haría con Roxi? Con toda certeza esperaba un hijo mío, a pesar de que casi siempre nos habíamos cuidado. ¿Por qué no me lo dijo? ¿Esperaría decírmelo en el almuerzo que interrumpimos por el atentado? ¿Querría tenerlo? La perspectiva de un aborto era la más desgarradora pero probable. ¿Me lo diría algún día? No quería pensar en qué podría pasarle si su marido se enterara. ¡Dios, qué sola estaba!
Terminamos de cenar y le dije a Claudia que bajaría a comprar helados. En el camino llamé al Movicom de Roxi desde un teléfono público. Tenía voz de haber llorado desde el mediodía.
- Encontré una libretita negra en el auto. Apenas alcancé a esconderla, ¿querés que te la alcance?
- No, no. Mirá, cuando puedas, quemála.
- ...
- Que la quemes Roger, prendéle fuego. Por favor.
- Está bien. Tengo que irme Roxi.
- Ya sé. Te veo mañana en Paraná.
- Te amo.
- No me digas esas cosas por acá. Sabés bien...
- Tenés razón, perdón. Te veo mañana.
Con la gente de la CIA y el Mossad en Buenos Aires no era conveniente que yo siguiera en la ciudad, de modo que habíamos acordado en que yo volvería a Santa Fe de inmediato para ayudar a cerrar la convención constituyente. Pero me llamó de urgencia el Senador a las seis y media de la mañana para que me asegurara de que un grupo de personas saliera de Argentina antes de que llegaran los agentes de inteligencia de medio mundo.
Los pasé a buscar a las siete por una casa cuyos fondos se conectaban con la Embajada de Irán. Yo manejaba una de las Traffic y mis empleados de mayor confianza manejaban las otras dos. Entre los tres vehículos llevamos a los pasajeros sin nombre hasta Ezeiza, donde los esperaba un charter con bandera siria. Eran diecisiete hombres sin equipaje, yo mismo les entregué sus pasaportes recién confeccionados a medida que se bajaban de las Traffic. Partieron de Argentina al día siguiente del atentado.
A la siesta ya estaba en Santa Fe. El clima de consternación paralizó la Convención e hizo superflua mi presencia, de modo que esa misma tarde ya estaba en mi habitación en Paraná. Busqué mi Movicom, lo encendí y le expliqué al Senador los detalles del operativo de la mañana. Después llamé a Roxi.
- ¿La quemaste?
- Sí Roxi, no te preocupes. Paré en la ruta cuando salí de Buenos Aires y la quemé; tiré las cenizas en el arroyo Luján, creo. ¿Era tan peligroso lo que tenías ahí?
- No importa. Eran cosas de negocios, nada importante.
Se dio vuelta en la cama para dormir. La abracé sabiendo que lloraba en silencio. En un momento se dio vuelta y me miró a los ojos.
- No la quemaste, ¿no?
No fue necesario decir nada para que supiera que no, que no la había quemado, que yo había visto ese certificado, que había entendido todo.
- ¿Qué vamos a hacer?
- Vos no te preocupes. Te darán menos de lo que te corresponde de la herencia, pero vos lo agarrás y desaparecés del mapa. Cambiarás de nombre, vivirás en Montevideo, también Corcho estará allí.
- ¿Qué herencia?
La miré a los ojos. Volvió a entender todo. Y me abrazó temblando.
Mientras se terminaba de redactar la nueva Constitución yo abordaba un vuelo a Miami. Estaba por llevar la Beretta que me había regalado Escudero, pero estábamos distanciados y temí, en un exótico ataque de superstición, que podría traerme mala suerte. Volví a llamarme Rogelio Frana cuando ingresé a Estados Unidos. Con ese nombre había conocido a Roxi, y con ese nombre debía volver a protegerla de la única manera que había aprendido.
En una armería de la avenida Collins me atendió un cubano resentido con Fidel. Me vendió una Luger sin antecedentes. Cuando les mostré mis papeles me hicieron pasar a otra habitación, donde tuve que pagar el doble del precio de lista.
Sería imposible acercarme a la casa del marido de Roxi en Fort Lauderdale, y también a las oficinas desde donde dirigía sus negocios. El único punto débil en su cuidado aparato de seguridad era la casa de una de sus amantes, a la que había ubicado en un condominio coqueto cerca de su casa. Para evitar que Roxi o algún otro pariente curioso tropezara con sus guardaespaldas, solía enviarlos a dar una vuelta por ahí mientras retozaba con su chica. Entré al condo en un Corvette amarillo alquilado: mientras más ridículamente llamativo fuera mi auto, pasaría más desapercibido para los guardias y los vecinos. Un enorme sombrero texano y unos Rayban comprados en el aeropuerto terminaban de camuflarme.
No me escucharon entrar: la música tropical atronaba el interior de un departamento que compendiaba el mal gusto insuperable de los nuevos ricos y sus amantes. En la mesita del living un espejo de mano todavía tenía un par de líneas de cocaína. Sobre un sillón de tapizado de leopardo había un saco de tela brillante, en el bolsillo se adivinaba el bulto de un arma liviana. La puerta del dormitorio estaba entornada, me asomé apenas lo necesario para apuntar y disparar dos veces: una en la nuca del marido de Roxi, la segunda a través de su espalda para atravesar el corazón de su amante, que apenas alcanzó a gritar una fracción de segundo antes de ser silenciada por Rubén Blades.
La cabecera de la cama estaba tapizada en cebra, lamenté romper ese equilibrio cromático con la sangre de los colombianos. Me aseguré de que estaban terminados y salí de la habitación. Tuve que resistir el impulso de conocer algo más de este hombre, que terminó siendo tan vulgar como cualquiera, reducido a una muerte vergonzante.
Nadie me vio salir, sudoroso y pálido en mi camisa floreada, con el arma en un bolsillo y su silenciador en la otra. Manejé el Corvette hasta la agencia, y mientras esperaba que me atendieran para recibirme el auto y firmar los papeles pedí ir al baño. Allí levanté la tapa del depósito del inodoro y escondí, con cuidado, la Luger y el silenciador. Dos mil dólares abandonados en un baño de Hertz. Tiré los guantes de látex al inodoro y presioné el botón de descarga. Desaparecieron sin rastros: comprobé también que el inodoro funcionaba perfectamente bien con un arma abandonada en el depósito.
Esa misma noche abordé mi vuelo de regreso a Buenos Aires. Llegué a tiempo para la jura de la Constitución en la sala de la Corte Suprema santafecina. Un enorme crucifijo de madera labrada presidía el ara en que se encontraba el texto recién aprobado. Me pregunté si habría, en esa religión, o en otra cualquiera, algún camino del perdón para las cosas que yo había tenido que hacer. Esta preocupación metafísica duró tanto tiempo como los tres primeros acordes del himno nacional.
El Senador me invitó a la recepción en Olivos: festejábamos el éxito de una reforma constitucional que ubicaba a Argentina en la senda del progreso y la modernidad. Fui por primera vez con Claudia a una fiesta de gala, ella estaba radiante con su embarazo incipiente y el cabello rubio, prolijamente tratado por el peluquero cordobés que había preparado a Menem para su asunción. Cuando volvimos había veinticuatro llamadas perdidas en el contestador, todas del teléfono de Corcho en su casa de Miami. Las borré antes de irme a dormir.
- Corcho, buenos días, recién veo un montón de llamadas tuyas en el contestador. Anoche estaba en la recepción por la Constitución...
- ¿Que mierda hiciste, pinche hijo de puta?
- No sé a qué te referís. Te recuerdo que estamos hablando por teléfono.
- Te voy a agarrar y te voy a partir la madre a patadas, no tiene perdón del cielo lo que hiciste.
- Nosotros dos tenemos que tener una conversación muy seria. Vení a Buenos Aires lo antes que puedas, y mientras tanto tratá de recordar que nunca he hecho algo de lo que vos pudieras quejarte.
- ...
- Tengo que salir ahora, te ruego que tengas mucha serenidad y la cabeza bien fría. Acordate de los dos Betos. Te mando un abrazo grande, hermano.
Cuando colgué me acerqué al dormitorio: Claudia se estaba desperezando y hoy me tocaba a mí preparar el café. Después de desayunar me llevó hasta el Congreso, donde me esperaba Manzano. La vida seguía.
- Hermanito, te presento a Alberto, un compañerazo mendocino. Hablé con él sobre lo que me dijiste de rodearlo al “Chacho”. Me dice que está de acuerdo.
- Hola, mucho gusto. Vos trabajabas en el bloque del PJ, ¿no?
- Sí.
- De ahí te ubico. Contáme, ¿cómo lo ves?
- Bueno, mirá, yo estoy con el “Pilo” Bordón en Mendoza. Ahí nos abrimos del partido para poder armar algo con los “gansos” y nos fue bien. Estamos buscando juntarnos con otros sectores para ir armando una alternativa. Y la verdad que no nos cierra para nada el “Chacho”, la quiere toda para él. Pero no nos queda otra que juntarnos con él.
- Es así. Ustedes tienen trayectoria y territorio. Pero él tiene a los medios atrás. Y si puede nos limpia a todos nosotros. Incluyéndolos a ustedes.
- Sí, por eso, como decía el General...
- Evitame lo del General por favor.
Flamarique me miró sorprendido. Como casi todo el mundo, daba por sentado que yo era peronista. Comprobar que no era así generaba en mis interlocutores un shock delicioso, porque entonces ya perdían toda referencia sobre quién era yo, dónde estaba parado y para quién trabajaba. Como si yo mismo pudiera saberlo.
- Bueno, que mejor que tenerlo controlado al “Chacho”. Y de paso debilitamos a los radichetas.
- Estoy de acuerdo. Ustedes van a contar con nuestro apoyo. Vamos a canalizarlo a través de un par de fundaciones, total nadie va a preguntar si existen o no. Le vas a bancar todas las boludeces a Álvarez, pataleando cada tanto para que creas que juegan en serio.
- Una cosa, el “Pilo” va a querer ser candidato. Y vamos a necesitar...
- Ya lo sé. Ya está arreglado. Manténganse adentro hasta las elecciones y después que “Pilo” haga lo que quiera. Y ahí vos te quedás con “Chacho”.
Flamarique salió de mi despacho con el aire solemne de un conspirador amateur. Manzano sonreía.
- Che, “Chupete”, ¿qué es eso del General que decía este tipo? ¿A qué se refería?
- Perón decía que a los más peligrosos no hay que tenerlos al frente, si no adentro, donde uno los puede controlar.
Sonreímos juntos.
A los pocos días llegó Corcho, aún enfurecido conmigo. Apenas salió de la sección de arribos del aeropuerto de Ezeiza le dije:
- Una sola cosa, Corcho. El tipo ése parece que tenía Sida. Y se lo iba a contagiar a Roxi en cualquier momento.
- ¿Qué mierda estás diciendo?
- Que el deber de toda esposa católica es contagiarse las enfermedades que su marido se agarra con cualquier puta que encuentra por ahí. Roxi le encontró unos análisis. Por suerte no dormían juntos hace rato, pero se venían las vacaciones y Roxi no iba a poder evitar acostarse con él. No te preocupés, que Roxi no tiene nada, no alcanzó a agarrarse nada.
Corcho balbuceaba.
- ¿Vos creés que tu hija podía salvar su vida de otra forma? ¿Creés que la hubieran dejado que se separe, o que se divorcie? ¿Qué meta un abogado para ver qué puede sacar? Iba a terminar en una zanja. Te lo digo de nuevo, por si no lo entendiste: Roxi iba a terminar en una zanja, o reventando de Sida.
- …
- Exacto. Ahora acompáñame a buscar el auto.
Lo del Sida se me acababa de ocurrir, pero mientras lo decía me daba cuenta de que podía ser cierto. Yo ni siquiera sabía si Roxi dormía con el marido o no. Nota mental: hacerme un análisis, y tratar de que Claudia también lo haga.
Tal como preveía, la familia política de Roxi se arrojó con las fauces babeantes sobre el patrimonio del difunto. Con abogados mafiosos y otras tácticas menos amables lograron convencer a la reciente viuda de que abandonara la mitad de los bienes que estaban a nombre del marido, y renunciara a investigar si había siquiera un alfiler más, que no estuviera declarado. Dos días después compró las acciones al portador de una sociedad anónima cuyo único patrimonio era un piso en un condominio de Carrasco. Lo fuimos a ver juntos, desde los ventanales del inmenso dormitorio principal se veía el Río de la Plata. Roxi decía que quería dormirse mirando hacia la ciudad donde yo también dormía.
Corcho compró, a otra sociedad igualmente anónima, un departamento un poco más modesto pero fortificado, en el mismo complejo. En algún descanso de sus respectivas mudanzas Roxi le contaría que estaba embarazada, y Corcho lamentaría no haberme volado la cabeza en aquélla mañana en Ezeiza, tan sólo unos días atrás. O antes, acaso, al verme llegar por primera vez a México, unos quince años antes, rodeado por la patota de Escudero.
El invierno comenzó a terminar razonablemente bien: a pesar de la indignación por el atentado y la falta de novedades serias, nunca nadie habló de la conexión Siria. A través del juez Galeano le ofrecimos medio millón de dólares a uno de los policías implicados en los atentados. Telleldín, el policía, tenía que decir que él le había vendido la Traffic del atentado al personaje que nosotros habíamos creado. El hombre ya estaba jugado, sabía que si no aceptaba correría la misma suerte de otros testigos y acusados que pasaron a mejor vida durante el transcurso de la investigación. Tiempo después supimos que Galeano solamente le había ofrecido cuatrocientos mil dólares, de los quinientos que yo mismo le había entregado a su secretario privado. Ya buscaríamos la forma de que responda por ese dinero que faltaba.
Descubrí que sólo hay una cosa más nociva para la cordura de un hombre que tener a su mujer embarazada: tener a sus dos mujeres embarazadas. Claudia estaba sufriendo todas las complicaciones que no había tenido en el embarazo de Roby y su humor registraba cada uno de esos inconvenientes, los que me hacía saber sin el menor rastro de timidez. El bebé nacería hacia mediados de octubre. Roxi era madre primeriza, y no había tenido muchas oportunidades para interactuar con otras chicas de su edad en sus primeros embarazos. Tuve que comprar otro Movicom solamente para que ella me llame, y dejarlo escondido en el auto o la oficina.
Su embarazo era un poco más tranquilo que el de Claudia, pero la asaltaba el sentimiento de sentirse sola en un país que no era el suyo y alejada de las pocas personas que sabía cercanas. Por lo demás, ella sabía que no tenía país ni residencia, y finalmente tampoco nombre propio: de alguna manera ahora compartía mi suerte, viviendo los dos con una identidad prestada y escondiéndonos de una caterva de fantasmas.
Corcho se había calmado bastante, pero cada vez que Roxi pasaba por un momento de furor y angustia existencial, renacían sus ganas de asesinarme. Mi Mercedes, por supuesto, tuvo que esperar.
Nuestro negocio con las expendedoras de latas de gaseosa crecía mucho, y comenzamos a operar en varias ciudades más, ya que la cercanía de Corcho y Roxi facilitaban el control de nuestros hombres. Seguíamos siendo una parte marginal del negocio, limitándonos a menos de una tonelada en el primer año. Corcho estaba ansioso por crecer, pero yo sabía que el cerco alrededor de los negocios grandes estaba celosamente protegido porque pertenecía al ámbito más cercano al presidente. De hecho, tampoco armas podíamos negociar porque su propio ministro de Defensa se encargaba del mercado negro local. Cuando comenzamos a averiguar para enviar armas a otros países en guerra, nos enteramos que en esos lugares ya se usaban armas con la bandera argentina, pero en las condiciones más clandestinas posibles.
Ese verano Corcho y Roxi alquilaron una casa alejada de Punta del Este, pero lo suficientemente cerca de la que había alquilado yo como para poder encontrarme con él cada tanto a tomar un café en Gorlero.
- Así no vamos a salir de pobres nunca más, Roger, tenés que mover el culo con tus amigos en el Senado. No puede ser que todo el mundo está en negocios grandes y nosotros pichuleando con quince Traffics en todo el país.
- No es momento, Corcho, tenemos que esperar. Está Carlitos Junior destapándole las ollas al presidente y no saben cómo pararlo. El pendejo consiguió información de un montón de cosas y se la va mostrando al padre para convencerlo de que sus ministros y sus amigos lo están cagando.
- ¿Pero vos creés que el pibe no sabe de los negocios que hay dando vueltas?
- Claro que sabe, pero también sabe que en esos negocios al presidente lo están pasando por el costado. Sus propios ministros. Eduardo es uno de los pocos fieles que tiene, y no entra en ninguna. Pero el resto son una jauría. Y el pendejo está muy loco. No se banca que los negocios pasen por sus narices y no agarre ninguna. Algo va a hacer, alguna macana se va a mandar. Por eso no nos conviene ahora ir por nada grande. Están a punto de matarse y van a querer usar a cualquiera de chivo expiatorio. ¿O vos te creés que si hay una denuncia fuerte va a caer un ministro narco? No, querido, va a ser como la operación Langostino, que agarraron “transas” perejiles.
- Pero vos estás loco, ¿vos creés que al presidente lo pueden caminar así de fácil?
- Para que entiendas, Corcho, ¿te acordás de Amira? Eso fue una operación para marcarle la cancha a Menem, querido. Para que supiera que la manija de ciertas cosas no la tiene él. Desde ese momento entendió que el poder está en otra parte, y que a él le toca poner la cara nomás. El que no lo entendió es el pibe. Por eso el Senador está asustado, sabe que están todos en la mira y Carlitos está haciendo todo lo posible para que le vuelen la cabeza.
- Nah, vos estás loco. Aflojale a las teorías raras. ¿Vos no estarás pensando en quedarte con todo, no?
- ¿Pero vos sos estúpido o estás tomando de vuelta? Tendría que cagarte a trompadas por pensarlo nomás. Pero, ¿sabés que voy a hacer? Te voy a traer los putos diarios, después de enero, para que veas de lo que hablo.
Me levanté indignado y me crucé al departamento de Roxi. No toleraba la desconfianza de Corcho. Es cierto que antes le había mentido con Roxi, lo cual no era menor, pero desde que había comenzado a consumir los mismos productos que vendía se había puesto insoportable.
En esos días me llamó un contacto en el ministerio del Interior, y me pidió que le diera señal de fax. Me mandaba una carta certificada que le acababa de llegar a Corach, advirtiendo de un complot para asesinar a los hijos del presidente. Anunciaba que el atentado tendría lugar cuando el objetivo se encontrara en vuelo, para poder eludir la custodia. Y que se produciría en los próximos tres meses. La carta estaba fechada a fines de diciembre de 1994. Llamé a mi interlocutor.
- Juanjo, ¿vos estás seguro de que esa carta es legítima?
- Puede ser una de tantas que le llegan al ministro, pero esta parece seria. Es un informante confiable.
- ¿Y qué hizo el ministro?
- La guardó en un cajón.
- ¿Me estás cargando? ¿No le avisó al presidente, o al Senador? ¿A nadie de confianza?
- No, Julio.
- Bueno, no es el primer indicio de peligro, pero sí el más serio. El ministro tendría que avisarles.
- Me parece que no entendiste.
- …
- ...
- Me parece que acabo de entender. Gracias.
Llamé al Senador, y le pedí encarecidamente una reunión urgente. En cambio, me mandó a su secretario, que también estaba en Punta del Este. Dudé en mostrarle la carta, pero finalmente lo hice. La leyó en silencio y cuando terminó salió al balcón para llamarlo desde su Movicom. Volvió a los pocos segundos.
- Quemála.
- ¿Qué?
- Dice que está harto de esas cosas. Por tu bien, quemála.
- Prestame tu encendedor.
Media hora después me llamó el Senador, para agradecerme la lealtad y avisarme que no tenía nada por qué preocuparme, que habían tomado todas las medidas necesarias para que no ocurriera nada. Detecté cierta vacilación en su voz.
- Senador, ¿está seguro de lo que me está diciendo?
Hubo unos segundos de silencio.
- Estamos todos en las manos de Dios, Carré. Se hará como sea su voluntad. Que tenga buenas noches.
Exactamente dos meses después la televisión brindaba la imagen espantosa de un helicóptero estrellado cerca de Ramallo: era el de Carlos Menem Jr. El hijo del presidente volaba a Rosario para participar en un rally, junto a Silvio Oltra, otro piloto que lo acompañaba. De acuerdo al relato, Carlitos había intentado pasar por debajo de un cable de alta tensión pero se había estrellado contra los cables.
Me pregunté por qué entonces por qué el helicóptero no se había carbonizado de inmediato, y por qué se desintegró de esa forma si supuestamente volaba tan cerca del suelo. Pero preferí no volver a preguntarme nada. No se informaba sobre el estado de los dos ocupantes del vehículo, pero en un instante fugaz las cámaras enfocaron el rostro de Zulema. Ella ya sabía que estaban muertos.
No pude hablar con el Senador en los tres días siguientes al supuesto accidente. Cuando logré que me llevaran a verlo a su casa lo encontré demacrado.
- Fue la voluntad de Dios.
Mientras me repetía esa frase como un mantra insensato miraba hacia las ventanas, hacia la chimenea de su estudio, hacia su enorme biblioteca. Supe que estaríamos monitoreados.
- Fue un accidente, más allá de lo que diga Zulema, que usted entenderá que está destruida y no mide lo que dice.
Asentí rogando poder tener una charla privada. Cuando su mucama anunció que acababa de encender el lavarropas, el Senador me indicó que lo siguiera. Atravesamos su departamento suntuoso pero elegante, dejamos atrás la cocina y entramos en un lavadero estrecho. El lavarropas dificultaba cualquier conversación. El Senador me habló al oído:
- Averigüe quiénes fueron, Carré. Este es el tercer atentado de nuestros paisanos, pero hay más, quiero saber cómo fue. Ahora váyase, no quiero que lo vean acá.
Me acompañó ceremonioso hasta el vestíbulo, y me despidió en el ascensor. Navegábamos en una oscuridad desconocida, a la que debíamos arrancarle sus secretos de a poco y sin despertar a los demonios que los custodiaban. Durante los días siguientes logré compilar alguna información, pero veía demasiados cruces, demasiadas coincidencias, demasiado barro en una cancha cada vez más inclinada.
El clima se había vuelto muy tenso y decidimos con Claudia tomarnos unos días de julio para dejar a Roby en la casa de mi mamá y viajar a Mendoza. Ni siquiera Manzano sabía que estábamos en su provincia. Nos alojamos en un hotel en la capital que a Claudia le encantó porque tenía un balcón circular que comunicaba el primer piso con la planta baja. Al día siguiente al de nuestra llegada vi en un restaurant a un asesor del ministro Corach reunido con el secretario privado de Moneta.
Normalmente esas reuniones no eran muy secretas, ya nadie se preocupaba por esconder o siquiera maquillar los negocios privados que implicaban al gobierno. Pero algo raro hubo porque en cuanto me vio uno de los hombres del ministro, ordenó a su custodio que me echara del restaurant. Solamente tuvo que mostrarme un arma, y entendí que debía irme. Claudia no entendió muy bien por qué, pero prefería no decírselo. Media hora después supimos que habían llamado a nuestro hotel preguntando por nosotros, señal que teníamos que irnos de la ciudad de inmediato.
Alquilamos una quinta en el valle de Uco y nos dedicamos a recorrer las bodegas, porque el estado de Claudia le impedía que fuéramos a esquiar. Nunca nos habíamos emborrachado juntos, y su embarazo no hacía recomendable que comenzáramos ahora, pero a ella la divirtió verme locuaz y mareado. Desde luego, manejaba ella, más prudente y temerosa que de costumbre porque nunca había conducido en rutas sinuosas.
A pesar de ello no pudo evitar a la camioneta que se nos vino encima en plena recta. El impacto fue fortísimo y yo reboté contra el parabrisas y el techo, a pesar de que tenía colocado el cinturón de seguridad. El auto comenzó a girar sobre su eje hasta detenerse sobre la banquina. Entre el aturdimiento por el golpe, y la posición retorcida en que había quedado, escuché el motor de la camioneta que se ponía en marcha y se alejaba.
Comencé a llamar a Claudia, que no me contestaba. Solamente pude abrir el ojo derecho, y cuando logré destrabarme el cinturón de seguridad y girar en mi asiento vi a mi mujer inconsciente, aprisionada entre el volante y su asiento. No podía mover el brazo derecho, y comencé a zamarrearla con el izquierdo. Seguí gritándole, pero apenas alcanzó a abrir los ojos. Sangraba por los oídos y la boca. Traté, desesperado, de aflojar su cinturón de seguridad y atraerla hacia mí, pero sus piernas estaban aprisionadas entre los pedales. Ella me miró, temblando, y me llamó con un hilo de voz. Después no se movió más.
Desperté en un hospital de pueblo, atravesado por el dolor de cabeza y el embotamiento. Quise moverme y me encontré paralizado. Quise levantarme y me atenazó el dolor en mi pierna y mi brazo izquierdos, como si desde adentro de mis huesos una espada los estuviera partiendo a lo largo, recorriéndolos desde el extremo de los miembros hacia mi cabeza. Grité primero de dolor, después grité el nombre de Claudia. Apareció un médico canoso y una enfermera gorda, con los ojos arrasados en lágrimas.
- Lo siento mucho señor, no pudimos hacer nada para salvarla. Al bebé tampoco.
No sé cuánto tiempo estuve allí, ni cuantas veces me desmayé. Ni bien recuperaba el sentido comenzaba a gritar hasta que los dolores me desmayaban de nuevo. Al cabo de un tiempo que no puedo precisar los dolores fueron cediendo, pero también mi comprensión de la realidad. Dicen que había pasado más de una semana, pero me desperté pidiendo un teléfono con desesperación. Llamé a la casa de mi mamá, y sólo comencé a entender que habíamos tenido un accidente y que Claudia había fallecido a medida que se lo decía.
La habían llamado varias veces preguntando por un señor Julio Carré, pero ella ya no lograba asociar ese nombre conmigo. Comenzaba a sospechar alguna desgracia cuando la llamé. Le pedí que hablara con los padres de Claudia, y que me dejara explicarle a Roby lo que nos había pasado. Después hablé con Corcho y con el Senador. No hablé más de un par de minutos con cada uno. Y me volví a desmayar.
Al otro día llegó mi mamá con Roby, y los padres de Claudia. A mi hijo le bastó con verme enyesado e hinchado, con los ojos enrojecidos, para comprender que algo muy grave había pasado. Y le bastó con ver que la cama contigua a la mía estaba vacía para comprender que su mamá ya no estaba. Que se había ido para siempre.
Tuvo un ataque de furia y su primer impulso fue venir a golpearme. El padre de Claudia, destruido como estaba, trató de contener la fuerza descomunal de ese nene de cuatro años. Flamarique me consiguió el avión sanitario de la provincia para trasladarme con mi familia a Buenos Aires, y me advirtió que no intentara investigar quién conducía esa camioneta, ni cómo se produjo ese accidente que mató a mi mujer y mi hijo.
- Eso no lo vas a saber nunca, hermano. Si la policía no lo registró es porque hubo una orden de algún lado, no se te ocurra meterte. Tenés otro hijo, huevón. Y vos todavía estás vivo.
No me asustó que quisieran matarme, eso era una contingencia que formaba parte de mi rutina y que ocurría cada tantos años. Me asustó la magnitud de la operación para sacar del medio a alguien sin poder propio como yo, que había visto algo tan nimio como una reunión entre la gente de un ministro y la gente de un banquero. Lo que se hablaría en esa mesa debía ser algo particularmente grave. Y oscuro. Dejé entrever a alguna gente de cierta confianza que solamente había visto a unos hombres por accidente, pero que no alcancé a escuchar nada. Uno de ellos trabajaba con Corach.
Establecer que yo no tenía idea de lo que había ocurrido no era solamente una forma de protegerme, sino que también era la única manera de preservar la vida de Roby. Con Corcho y Roxi en Uruguay, y viviendo con otros nombres, era más fácil que se pusieran a cubierto.
Mi capacidad para convencer a otros de que yo no sabía lo que acaso sí sabía volvió a salvarme la vida, como había ocurrido desde “la pecera” hasta ahora. Aparentemente alguna gente aceptó mi versión de que yo desconocía lo que había entrevisto, porque no volvieron a molestarme ni tampoco a Roby. Pasé los primeros días de convalecencia en la casa de mi mamá, en parte porque necesitaba de muchos cuidados, y en parte porque necesitaba hacer ese duelo junto a mi hijo, que no me hablaba. Roby no volvería a hablarme en mucho tiempo.
Mi mamá estaba muy mayor y se olvidaba las cosas, sobre todo las instrucciones de seguridad que eran una necesidad constante, así que un mes más tarde alquilé una casa cuyo patio daba al de mis suegros. Roby con ellos era el niño rebelde y encantador que había sido siempre, y ayudaba a sus abuelos a atenuar el dolor por la muerte de Claudia.
Roxi me vino a ver cuando me instalé cerca de lo de mis suegros. Vio el propio reflejo de sus vidas pasadas en ese barrio de clase media trabajadora, con una cadencia que le recordaba al San Telmo de su infancia. La sencillez de mis suegros, su generosidad y calidez aún en el dolor, la naturalidad con la que charlaban con sus vecinos en la vereda, le pareció lejanamente encantadora. Desde muy niña había tenido que huir con su padre a México, a vivir en una mansión de otra gente en la que siempre había personas extrañas que aparecían y desaparecían.
Después había vivido conmigo desde los 18 años, en esa Argentina maravillada por los televisores a color, los autos japoneses y la marea de artículos importados que mi sueldo inconfesable nos permitía comprar. Se fue a Miami para ser la esposa legal de un narco ostentoso y de mal gusto, con una pulsión caribeña por enrostrar sus millones al resto del mundo. Y había regresado, millonaria y clandestina, a un país pacífico donde se ocultaban las fortunas explosivas, a vivir escondida en un paraíso para exiliados de lujo. Algo en Roxi comenzaba a resquebrajarse.
Mi vulnerabilidad también era absoluta por mi inestabilidad emocional y mi torpeza de movimientos: apenas comenzaba a caminar con andador, pero solamente adentro de mi casa. Fue en esa época que comencé a dormir menos de cinco horas por día.
Cuando fui a buscar unos papeles a mi departamento en Olleros me encontré con que había sido revuelto. Algunos muebles estaban destruidos, y faltaban muchos documentos. Hacía tiempo que no guardaba en casa nada que pudiera ser comprometedor: había comprado en secreto un monoambiente en el segundo piso de mi edificio que había acondicionado como archivo privado. Este otro departamento estaba intacto. El portero no quiso abrirme la puerta de su casa, así que supe que algo lo había aterrado. Diez minutos después mi departamento, el que había sido mi casa, estaba en venta.
No pude comprar la casa que alquilaba, pero sí la del lado. La acondicioné como una pequeña fortaleza con ingreso automatizado y cámaras de seguridad. Había hecho construir un salón de juegos y tres dormitorios cómodos, y un departamento de huéspedes. En el patio, debidamente cercado para que nadie pudiera espiarnos, mandé construir una piscina y un asador. Las dos casas se comunicaban por una puerta discreta escondida entre unos muebles, y yo ingresaba por la casa que alquilaba.
Solamente mis suegros y Roby conocían esta otra casa. Los vecinos se mantuvieron expectantes, hasta que la ausencia de movimientos aquietó su curiosidad. Atendía a los fisioterapeutas y los médicos en la casa que alquilaba, y por la noche me iba a dormir a la mía. Roby prefería dormir en la casa de los abuelos, en el dormitorio que había sido de su madre.
Casi no intervine en la campaña electoral, apenas me moví lo suficiente para asegurarme de que Bordón sorprendiera a “Chacho” arrebatándole la candidatura a presidente en la interna abierta del Frepaso, el frente que habían armado para competir en las elecciones. Los más cercanos a Álvarez sospecharon de un fraude, pero no podían denunciarlo sin dinamitar el prestigio que había obtenido el frente a partir de su discurso ético y moralizante.
Los desconcertaba que Bordón les hubiera ganado en distritos de clase media y media alta, en los que se suponía que “Chacho” era imbatible. Estaban prevenidos de cualquier movimiento en los distritos más populosos en los que el aparato peronista pudiera acarrear votos mercenarios para cobrarse venganza de sus injurias constantes. Pero perdió en donde estaba más seguro. Nunca supo que en los padrones habíamos injertado votantes del conurbano: sus fiscales de mesa nunca se dieron cuenta de que los peronistas no son todos morochos. Nos ayudó una fracción comunista que Chacho había dejado afuera del frente electoral, y que llevó unos cuantos votos estudiantiles a la canasta de Bordón.
La campaña general sería deslucida, con el Frepaso limitándose a un cuestionamiento moral pero adoptando un discurso económico moderado. Esa jugada le hizo ganar los votos que el radicalismo no podía seducir. Por otra parte, a mucha gente le cayeron muy mal los ataques de Álvarez a un presidente en duelo por la muerte de su primogénito. Las elecciones fueron un paseo en que conseguimos la reelección, partimos a la oposición entre un partido en el que teníamos una influencia subrepticia, y logramos condenar al radicalismo a ser la tercera fuerza.
Tal como estaba convenido, al poco tiempo de las elecciones Bordón abandonó el Frepaso y volvió a ocupar su lugar en la derecha, desde donde nos era más funcional. Álvarez tenía que enfrentar la escisión de su partido y los cuestionamientos de sus militantes, que en rigor no eran tantos. Flamarique se convirtió, a partir de ese momento, en la sombra de “Chacho”.
No hubo ningún ánimo de festejar nada. Éramos el grupo político más exitoso del siglo, habíamos revertido situaciones de inestabilidad y estancamiento, habíamos logrado reformar la Constitución con casi todo el arco político adentro de la convención, habíamos transformando el país. Pero también estábamos todos de duelo. Yo tenía vedado interrogar sobre mi tragedia personal, sobre el crimen que me había arrebatado a parte de mi familia En cambio, apliqué esa furiosa necesidad de saber la verdad a la misión de averiguar otras verdades sobre otros crímenes. Ninguno de ellos tendría justicia, pero al menos necesitábamos saber. Tan sólo saber.
Pasamos las fiestas de fin de año en un clima lúgubre, con mis suegros haciendo lo imposible para alegrar a mi hijo, y yo rondando la tentación de comenzar a consumir la mercadería que me estaba haciendo millonario en secreto.
A mediados de enero pude comenzar a usar una silla de ruedas eléctrica que Corcho me había traído desde Miami. Podía ir desde mi cuarto al comedor, y la sola posibilidad de desplazarme dentro de los humildes confines de mi casa me ayudaba a recuperar las ganas de trabajar.
Los primeros testigos de la caída del helicóptero de Carlitos sufrieron accidentes o fueron víctimas de improbables ataques callejeros. Es cierto que los diarios hablaban de la inseguridad, de los robos y los homicidios que comenzaban a escalar, pero estas muertes tenían otro sello. Cada vez que yo llegaba a alguna persona para preguntarle algo, a esa persona luego la mataban ladrones que no les robaban nada, o se mataba en un accidente parecido al mío.
Sólo pude saber que la custodia del hijo del presidente había sido reducida al mínimo por orden del jefe de la custodia presidencial. Y aun así los pocos hombres que lo seguían por tierra decidieron detenerse unos veinte kilómetros antes del lugar del accidente. Simplemente frenaron en una estación de servicio y abandonaron a Carlitos a su suerte: volvieron a Olivos una vez que les confirmaron que había caído el helicóptero. Ni siquiera fueron al sitio en el que su protegido acababa de tener un accidente mortal. El jefe del operativo alegó órdenes, y después desapareció sin que hubiera más rastro de él. Tampoco hubo forma de saber quiénes fueron los otros integrantes de la custodia: nunca supimos quiénes iban en los dos autos que nunca llegaron a Ramallo.
- Déjelo ahí, Carré, ya no hay nada que podamos hacer. Hágame una lista de las personas que usted encontró que tienen relación con todo esto y demos por cerrado este tema. Tampoco quiero que usted se exponga.
- Como le parezca senador. Todo lo que tengo está en esa carpeta. Lo siento mucho.
- Lo sé, pero tenemos que seguir andando, mi amigo.
La resignación del Senador me llenó de dudas, pero terminé de comprender que me estaba haciendo un favor al sacarme de estos temas. Él había conocido a mi mujer y mi hijo, alguna vez nos habían alojado en su casa en Punta del Este. Yo en cambio sólo había visto un par de veces al hijo del presidente, pero sabía que la familia entera estaba desmoronada. Por otra parte, era claro que quien estuviera detrás de estos temas era mucho más poderoso que quienes estábamos en la superficie. Me preguntaba quién comandaba realmente la SIDE, porque era evidente que Anzorreguy también era un testaferro de un poder prestado. Y en esa pregunta, para la que no había respuesta accesible, estaba el germen de las muertes que nos rodeaban como marionetas idiotas.
Había sólo una pieza de información que no había incluido en esa carpeta: una que sugería que el atentado había sido organizado por la CIA y financiado a través de los bancos de Moneta, incluyendo uno que existió el tiempo suficiente para ingresar fondos y fue liquidado al día siguiente del atentado. Me parecía una hipótesis delirante, pero no podía sacar de mi mente a los tipos que había visto en Mendoza. Ni podía dejar de asociarlos con la muerte de Claudia.
Cuando entré en el despacho de Anzorreguy estaba también el secretario privado del ministro de Defensa. Lo acompañaba Juanjo, mi amigo que trabajaba con Corach. Estaban lívidos.
- Carré, usted conoce a los compañeros. Tenemos un problema urgente y necesitamos que nos ayude. Se la hago corta: tenemos que parar una investigación de la Unión Europea sobre algunas armas que salieron de Argentina. Parece que está Estados Unidos atrás así que no tenemos mucho margen de maniobra. El tema es que en un par de semanas, a lo sumo, tendremos problemas graves. Fíjese en esa carpeta.
El bibliorato que me alcanzaron tenía recortes periodísticos sobre las denuncias de desvío de armas a Ecuador y Croacia. Eso no era novedad para nadie, se venía hablando del tema desde hace rato. Pero en la última página había una fotocopia de un fax de la Embajada de Panamá: cuando los americanos necesitaban información bajo cubierta recurrían a los servicios de otros países. El informe daba cuenta de una auditoría sobre armas argentinas que la Unión Europea se disponía a emprender, bajo la presión de Rusia.
- ¿Qué tenemos que ver con Rusia?
- En principio nada, pero nos quieren hacer pagar el pato de la guerra en los Balcanes. Nadie podía venderle armas a Yugoslavia por el tema del embargo, y ahora los serbios, con Rusia detrás, están planteando que la Unión Europea dejó entrar esas armas a Croacia violando el embargo.
- ¿Y?
- Y nosotros no podemos tener quilombos con Rusia, no tenemos espalda. Encima, en ésta los americanos no nos van a ayudar porque no pueden quedar expuestos, así que estamos totalmente entregados.
- ¿Y cuándo será la auditoría?
- En dos semanas, el diez de noviembre llegan los peritos para saber si las armas salieron de acá.
- ¿Y por qué no traen armas de algún lado, para cubrir el faltante?
En ese momento el secretario de Camilión abrió la boca por primera vez, con impaciencia y mal aliento:
- No hay tiempo, Carré. Desde el ministro hasta Palleros están bajo vigilancia, no podemos mover un dedo sin que se enteren los rusos, los europeos, los yanquis y los marcianos.
- ¿Y de dónde salieron esas armas?
- Mayormente de la fábrica de Río Tercero, y también de Morón. Según ese informe son las primeras que van a auditar. Y me parece que no podemos pararlos.
- Bueno, voy a proponer un plan de distracción.
Tres días más tarde yo ya estaba en Río Tercero. En sólo un rato convencí al director de seguridad de la fábrica de disponer las cosas tal como las necesitaba. Por la noche salí a recorrer los alrededores para evaluar el terreno. Vi un camión de combustible estacionado frente al portón de salida del personal. Me dijeron que el camionero cargaba combustible al atardecer, se iba a su casa a dormir y por la mañana salía a repartir el combustible por los pueblos cercanos. Tendría que hablar con él. El 2 de noviembre a la noche lo abordé cuando terminaba de estacionar su camión.
- Hermano, vas a tener que sacarlo de acá, está prohibido estacionar si lo tenés cargado.
- ¿Y vos quién sos?
El tipo era enorme, miró mi uniforme de seguridad de la fábrica y sonrió de costado.
- Yo ya arreglé para que me dejen estacionar. Hace diez años que lo dejo acá.
- Son disposiciones nuevas, macho, lo tenés que sacar al camión.
- Mirá ortiva, al camión no lo saco. No me hinchés las pelotas.
Saqué la Beretta del bolsillo y se la apoyé en la cabeza.
- Vas a llevarte el camión de acá, ¿está claro? Te subís al camión y te lo llevás a otro lado. Y si te hacés el nerviosito te liquido acá mismo y me hago una fiesta acá en tu casa, ¿entendiste?
El tipo se quedó pálido, pero reaccionó un instante después y se subió al camión. Cuando dobló la esquina me volví para ingresar a la fábrica, y vi un nene que me estaba mirando. Sería un par de años más grande que Roby.
- Nene, tomá esto y no le contés a nadie, ¿sí?
El chico manoteó el billete de diez pesos y corrió hacia su casa.
El 3 de noviembre amaneció soleado. Casi todos los empleados de la fábrica militar gozaban de un asueto por desinfección, y a las nueve de la mañana estaban en el río o en las sierras cercanas. El camión de combustible no se veía por ningún lado y el barrio aledaño a la fábrica parecía disfrutar de una mañana de domingo: ni un alma en la calle.
La primera explosión casi no se escuchó, pero la segunda fue la más fuerte y fue la que destruyó los vidrios de toda la ciudad. El suelo tembló como si hubiera habido un terremoto, y las explosiones siguientes le dieron a la ciudad una impronta de película de guerra. Yo estaba sentado tomando un café en el Pino Grigio, el bar más importante de la ciudad. El dueño y los mozos, y los pocos clientes del bar, estaban en la vereda.
- Mejor métanse adentro, pueden caer esquirlas.
El dueño me miró sin entender, hasta que vimos una mujer corriendo por la calle a los gritos:
- ¡La fábrica! ¡Explotó la fábrica!
Me subí a la break que había sido de Claudia y manejé despacio en dirección a la fábrica militar. No pude acercarme a menos de cinco o seis cuadras, porque continuaban cayendo esquirlas y escombros por todos lados. La calle era intransitable porque además la gente corría de un lado a otro. Por un segundo yo estaba de vuelta en la calle Suipacha, corriendo hacia la Embajada de Israel: entonces yo había sido una de esos cientos de personas que iban desesperadas hacia ningún lado. Estaba mirando una película vieja en la que yo había sido parte del reparto. Hoy me había tocado otro rol.
Di la vuelta en el boulevard para retornar al centro y entonces vi un perro partido a la mitad por un trozo de metal. Luego vería la misma imagen atroz en las fotos de los diarios. Atravesé el centro como en una procesión macabra, en sentido opuesto a la gente que corría hacia la fábrica, y tratando de no atropellar a los desesperados que huían sin dirección, queriendo escapar de un infierno que ya los había atrapado. Y salí a la ruta antes de comenzar a escuchar las sirenas.

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