viernes, 22 de mayo de 2020

Capítulo 19: Entre la Paranoia y el Ego


Comenzó el año con la inercia de una tristeza mal curada; ya todos habíamos aprendido a vivir sin prender el televisor, aunque Robbie se esforzaba en procurarse cada detalle de la investigación por el incendio del teatro. Para distraerlo le pedí que me ayudara con los papeles de la inmobiliaria en los momentos que la escuela le dejaba libre.
Había mejorado mucho sus notas, y comenzaba a evaluar qué carrera estudiaría cuando terminara el secundario. Pero fue la tragedia que había vivido, fue Cromagnón lo que le dio ese aire de tristeza perenne, una extraña madurez, una distancia árida con el resto de las personas. Mientras tanto, en marzo rindió las asignaturas que debía en el colegio, y su vida parecía enderezarse en algún sentido. Otros de sus amigos no tendrían tanta suerte. Otra gente alrededor nuestro, tampoco.
- Julio, lo encontraron a Ricardo. Alguien lo hizo boleta a mi sobrino.
- ¿Qué? ¿Qué pasó?, ¿de qué me hablás?
- Lo mataron a Richard, boludo, a mi sobrino. Tenés que averiguarme quién fue. Por dios que tengo que saberlo, Julio.
Abracé al hasta ese momento invulnerable Ministro del Interior, que temblaba pálido de ira y dolor. Su sobrino, o ahijado político, y quien nos había estructurado el negocio de la efedrina, apareció muerto en lo que parecía un ajuste de cuentas. Había alguien más en algún lado que había visto el mismo negocio que nosotros, y no quería competidores. Acaso quien encargó esa muerte tampoco sabía quiénes estábamos detrás de ese muchacho que encontraron en una zanja en La Matanza. Mientras comenzaba a averiguar, persuadí a Aníbal de que Corcho debía asumir la conducción del negocio. Era absolutamente leal, conocía el terreno, y tenía un sexto sentido para detectar el peligro y neutralizarlo.
El negocio de Aníbal se extendía tanto como los tentáculos de sus militantes de Quilmes. Fui recorriendo el espinel completo de la gente que intervenía en ese negocio, pero nadie parecía conocer al que había matado al ayudante del ministro: o era alguien igual o más poderoso, o era un nuevo actor que estos muchachos desconocían.
“Es que vos no entendés”, me confió uno de ellos, “en un año pasamos de vender gilada en el barrio, a manejar una torta grande en todo el conurbano, hay mucha gente que nos quiere limpiar...” Estos muchachos parecían asustados, pero no dejaban de facturar y exhibir su riqueza como si eso les garantizara la inmunidad. Como si la opulencia desesperada les cuidara el cuero.
Cuando el rastro de las pistas me llevó hasta el RENAR, supe que no podría seguir haciendo preguntas. El Registro Nacional de Armas es la única entidad que puede autorizar el ingreso de efedrina al país, quien la controle manejará la fabricación de cocaína y pasta base, dejando en la marginalidad a quienes ingresen efedrina ilegalmente. El ministro se ocupaba de que eso no ocurriera: todo entraba por el RENAR, que manejaba Andresito Meiszner, otro de sus ahijados.
El clima había comenzado a espesarse, y ese invierno traería la llovizna pertinaz y la muerte de varios narcos en ataques inverosímiles. Comenzaron a matar colombianos en los bares, en allanamientos, y hasta en la playa de estacionamiento de un shopping. Algo estaba fuera de control, pero como no involucraba nuestros negocios preferí mantenerme al margen. Hasta que me llamó Corcho.
- Estos pendejos se quieren quedar con todo, Roger, no los puedo parar.
- ¿Cuáles pendejos?
- No sé a quién responden, o si se quieren largar por su cuenta y ocupar el vacío que dejó la gente de Quilmes. Unos pibes caretas, con droguerías.
- Mirá, no hagas nada porque no se sabe cómo viene la mano. Tenelos controlados nomás, marcalos de cerca pero no hagas nada.
- No sé dónde carajos nos metimos...
- Yo tampoco, por eso te digo que no hagas nada. Bajemos el perfil, y atendamos lo nuestro.
En esos días volví al monoambiente de Belgrano, donde guardé toda la información que había encontrado. A Aníbal se le fue pasando la inquina por los que habían matado a su sobrino, o se enfocó en hacer caja por otro lado. La cuestión es que además la Cumbre de los Pueblos lo tenía ocupado con las cuestiones logísticas y de seguridad. A nadie le gustaba tener que poner a tipos como Hugo Chávez o Fidel Castro en el mismo lugar que los otros presidentes, pero convencí a Aníbal que era importante mostrarse con ellos, sobre todo pensando en las elecciones de noviembre.
Para ese momento ya teníamos medianamente claro que gran parte de los intendentes del conurbano abandonarían a Duhalde y se acercarían a nosotros. En realidad seguirían con lealtad a la fuente del poder, donde quiera que ella se desplazara. Pero teníamos que sumar otros votos si queríamos tener otra fuente de legitimidad. Aníbal no estaba convencido, creía que bastaba con el PJ tradicional.
- No entendés. Hemos ido creando un relato que tenemos que mantener, no podemos aparecer ahora como lo mismo que Duhalde, o peor, como los hijos bastardos de Duhalde...
- Pero a mí tus cosas psicológicas me importan un rábano, Julio. Yo te hablo de votos, te hablo del poder en serio... y eso no está con Fidel o con las Madres. En el conurbano nos chupan bien un huevo las Madres.
- Y yo te hablo de que si no profundizamos esta imagen, a la primera de cambio nos vamos a comer operaciones que nos van a mostrar como más de lo mismo, y en ese escenario la Carrió nos pasa por encima. Hay una clase media que no nos votaría jamás, y son muchos votos.
- Vos estás loco si creés que la gorda nos puede ganar...
- No sé si ganar, pero si vamos con Duhalde, o peor, peleados con él y solamente con los intendentes, vamos a ir a un escenario en el que vamos a estar muy cerca de empatar con la Carrió, especialmente si se junta con los radicales.
- Pero no hables pelotudeces, si no se pueden ni ver.
- Pero ellos tampoco comen vidrio, saben que si van juntos atrás de la gorda pueden mantener algo y crecer en el Congreso, que es lo único que les importa. Yo por las dudas los estoy operando para que vayan todos separados.
- ¿Con el Marciano?
- Siempre.
Convencí a Aníbal de mantener la imagen que habíamos ido construyendo, y le prometí no exponerlo con Duhalde, a quien le debía mucho y quien conocía demasiadas cosas de él. Decidimos que caminaríamos la provincia con Cristina como candidata. Los pingüinos hablaban de un plan delirante para que ella sucediera a Nestor, y luego él volviera al poder, y se turnaran al menos por veinte años. No sé si eso era verdad o era un exceso de cocaína mal aspirada, pero la determinación estaba tomada y no podíamos perder la elección.
Partimos el aparato peronista por la mitad, pero Cristina se llevó los votos de la clase media que hubiera votado a cualquiera con tal de sepultar a los Duhalde. De alguna manera el relato había demostrado su eficacia, y hasta Aníbal admitió que habíamos tenido razón en apostar por la imagen, por el discurso y los negocios, y esconder detrás de los carteles a los barones del conurbano.
Entre tanto había comenzado una persecución invisible con Adriana, que ahora era funcionaria de Derechos Humanos de la mano de las Madres. Yo había creído que ella me había entregado, años atrás, para cumplir con alguno de sus perseguidores, pero durante años no supe por qué yo, por qué a mí, pudiendo entregar a los Montoneros que la habían descubierto. Durante años pensé que Adriana me había entregado porque habría acuerdos más profundos que los que yo razonablemente podía suponer. Aparte, yo era un perfecto perejil, un soldado de nadie. Es más, ni siquiera era un soldado.
Saber que me entregaron los Montoneros para vengarse de ella solo agregaba humillación a mi calvario, porque me adscribía una condición (¿aliado, amante?) que no tenía, y que al desmentirla me condenaba a la irrelevancia. Por alguna razón, sin embargo, intuía que ella me siguió siguiendo, y eso me resultaba siniestro y peligroso.
Ella, en cambio, parecía que no me había identificado las pocas veces que nos cruzamos en la Fundación. Sergio no volvió a hablar del tema, y por momentos me ilusionaba con que lo hubiera olvidado por completo. Pero no soy tan cándido. Esa mujer, Adriana, la tía de Schocklender, seguramente sabía de mí. Y sabía que estaba tras sus pasos. O tal vez no, tal vez me ignoraba por completo, y yo me estaba afligiendo inútilmente. Tampoco sabía qué era peor, si estar en la mira de una mujer que pertenecía a los servicios más oscuros, o haber sido completamente olvidado por ella, como un pañuelo descartable. Deambulaba entre la paranoia y el ego. Pensé que ése era un buen título para una novela psicológica o un libro de autoayuda para políticos en apuros.
Me tomé un día lluvioso de agosto para seguirla, cuando salía de la Fundación. Tomó el subte hasta Retiro, y allí caminó un rato, incómoda entre los paraguas, hasta que cruzó Libertador y entró en Juncal. Antes de la esquina con Esmeralda se detuvo un momento ante la fachada de un edificio elegante, abrió su cartera como buscando las llaves, y en un gesto rapidísimo giró hacia atrás para mirar en mi dirección. La intuición me llevó a esconderme, medio segundo antes, detrás de una camioneta con los cristales oscuros. La luz mortecina que derramaban los edificios era recortada por la sombra de los árboles. No me podía ver, pero sin dudas me había intuido. Se volvió hacia el edificio, pareció vacilar un segundo, y después corrió hacia la otra esquina.
No podía seguirla sin mostrarme tontamente ante ella. Tampoco podía volverme hacia Libertador para tomar un taxi sin darle la espalda, pero no tenía opciones. Decidí dar la vuelta a la manzana pero en sentido inverso: si la podía ver de frente tendría tiempo para esconderme o decidir qué hacer.
Me volví y caminé hacia Basavilbaso, el tercer lado de esa manzana irregular, mirando cada diez metros si no me seguía ella a mí. Entré por esta calle, en la que no vi rastros de Adriana. O se había vuelto hacia Juncal o había entrado en algún edificio. Sabía que volver a mostrarme en Juncal era una estupidez, pero tampoco tenía muchas opciones. Bien podía estar mirándome desde alguna ventana, aunque un paneo rápido no dio indicios de su presencia. Doblé la esquina y tuve la visión fugaz de una cabellera roja entrando en el edificio frente al cual se había detenido unos minutos antes. Si esa era su casa, ya la había descubierto. Si no, había caído en una trampa.
Tomé un taxi en ese momento, y apenas me senté me incliné hacia abajo como si se me hubiera caído algo en el suelo del auto. No me reincorporé hasta no estar seguro de que habíamos transitado un par de cuadras y doblado dos veces. El chofer habrá pensado que yo era un tipo más engañando a su mujer y evitando ser visto en plena trampa. Veinte minutos más tarde ya estaba frente a la Fundación. Vi a Sergio salir con el teléfono en la mano, cruzar Yrigoyen casi sin mirar, plantarse en medio de la plaza bajo la lluvia, sin despegar el aparato de su oído. Era obvio que sabía que la Fundación de las Madres estaba llena de micrófonos, pero, ¿quién los espiaba de ese modo?, ¿cuál era la relación entre Schocklender y su tía? Si ambos eran servicios, ¿para quién trabajaban?
Antes de responderme tomé otro taxi que me dejó a unas pocas cuadras de mi casa. Esa persecución estúpida y arriesgada me había puesto los nervios de punta, y ni siquiera yo sabía qué era lo que buscaba. Quise caminar esas cuadras, pero también quise impedir que un taxista al voleo conociera dónde vivía. Me surcaban las manos temblorosas los mismos miedos y los mismos cuidados que teníamos en los setenta.
- ¡La billetera, gato!
- ¿Eh?
- ¡La billetera, gil, mirá que ésta está cargada! ¡Dale, dale! ¡Y el teléfono, gato!
Tardé en reaccionar, pensé que por precaución nunca tenía documentos en la billetera y que no tenía nada que temer. Pero no podía darle el teléfono.
- Al teléfono me lo robaron ayer, ahí en la billetera tenés la denuncia... fijate.
El chico manoteó mi billetera y salió corriendo, sin dejar de apuntarme sin precisión ni foco: estaba completamente puesto. Imaginé que con “paco”. Corrí en sentido inverso, por si el chico se daba cuenta que le había mentido con lo del teléfono y volvía a increparme o directamente ajusticiarme. Llegué a la guardia de Le Parc transpirado, temblando y pálido, tanto que los encargados tardaron un momento en reconocerme y dejarme pasar.
De alguna manera ese chico que me había asaltado me había dado una buena excusa para estar en el estado en que estaba. Me encerré en el baño y vomité todo lo que había comido desde el almuerzo, después como pude me di una ducha, y cuando salí Roxy anunciaba la cena. Todavía pálido me acerqué a la cocina y conté lo del asalto. Después de la cena me encerré en la biblioteca con la computadora, pero no se me ocurrió una sola idea, y tampoco me ayudaron los cuatro o cinco vasos de whisky que tomé. Esa noche tampoco dormí.
Los días siguientes traté de obtener alguna información sobre Adriana sin obsesionarme por ella, ni llamar la atención de nadie. Para distraerme traté de ubicar a la gente con la que trabajé en “la pecera”, algunas vidas atrás. Algunos de ellos estaban muertos, pero el cura y una de las chicas habían seguido vinculados a la Armada, y se habían integrado como militantes de esa pantalla funesta que era el peronismo posmoderno. Lo curioso es que nunca en estos años los había vuelto a cruzar. Hoy eran funcionarios en el área de Derechos Humanos y en la Comisión de la Memoria. Concluí que a la vida le gustan los oxímoron, y nuestra historia era pródiga en ellos. No detecté que tuvieran conexiones con Adriana.
Las elecciones habían pasado y sólo tenía en mi agenda el juicio político que enfrentaría Ibarra por la masacre de Cromagnón, donde había estado mi hijo. Ibarra había sido un aliado fiel, y teníamos la directiva de tratar de salvarlo. Pero por las dudas, yo comencé a tejer algunos acuerdos con Jorge Telerman, el suplente que lo reemplazaría si Ibarra quedaba fuera del gobierno.
Volver a enfocarme en estas negociaciones me ayudó a salir del encierro mental que me provocaba Adriana, y obtendría de ellas mejores resultados que con esta ímproba inquisición de mi pasado. Además me concedía la humilde retribución de una venganza tardía: Ibarra era el joven fiscal que me humilló y casi me detiene en el copamiento de Aeroparque en el ´88.
Acordé con Telerman que me otorgaría la autorización para funcionar como inmobiliaria y el compromiso de participar en los emprendimientos y en los créditos del Banco Ciudad. No era mucho, pero era lo que necesitaba para crear una empresa legal que pudiera despegarme de la política, un refugio por si venían tiempos de retroceso. También el Banco me permitía girar a Suiza los dólares que les compraba a precio de amigos.
De mi parte alcanzó con que ayudara a financiar las movilizaciones contra Ibarra. A través del padre de una de las víctimas, el amigo de Robbie, les inyecté día a día la cantidad suficiente de dinero para mantener la indignación pública en el nivel preciso para que la Legislatura acorralara al jefe de gobierno.
- Quiero apoyar estas movilizaciones para que no ocurran nunca más los horrores que vivimos. Pero como yo estoy en la política no quiero aparecer para que no se mezclen las cosas.
El padre del chico aceptó de buen grado. Gasté unos cien mil pesos en esos pocos meses, pero gané negocios mucho más importantes, y un aliado que ya no podría oponerse a hacer y decir lo que yo le indicara.
Como había previsto, Ibarra fue destituido, injustamente crucificado en un juicio político en el que volaron las chequeras, los sobres y los contratos. Pero también él había dejado demasiados flancos débiles, y esos pecados políticos son imperdonables. Por mi parte, supe jugar a ganador cuando nadie apostaba por Telerman. Descorchamos juntos esa noche, y comenzamos a explorar algunos negocios en común. Volví a sentir que podía controlar mis cosas, mis negocios y mis intereses. Hasta que volví a ver a Adriana muy cerca de su casa.
El calor agobiante que precede a las tormentas de verano había embotado los sentidos y la intuición de todos los porteños, por eso me costó reconocer a Adriana que salía de su casa con un vestido liviano y ojotas. Yo estacioné el Megane que todavía usaba a unos diez metros, sobre la vereda opuesta. Los cristales oscuros de un auto anodino deberían haber llamado la atención de la mujer, pero simplemente compró algo (¿cigarrillos?) en un kiosco y volvió a entrar al edificio. Los espejos del palier delataron su figura cuando entró en el ascensor, y cuando éste se puso en marcha abrí la puerta de la calle con una tarjeta magnética universal que estaban probando en la SIDE. Funcionó. El ascensor se detuvo en el quinto piso.
Cuando comencé a subir por la escalera me di cuenta de que no me había fijado si había cámaras de seguridad. Ni siquiera cerré mi auto con llave. Lo que estaba haciendo era una estupidez fulgurante, porque ni siquiera sabía qué iba a hacer cuando llegara al quinto piso. Me detuve un piso antes para tomar aire y sacarme los zapatos, que dejé en un recodo de la escalera. Mis pies dejaban en el suelo una ligera huella de humedad, pero prefería refrescarlos así, de a poco, mientras pensaba qué hacer.
El quinto piso tenía dos departamentos. Uno de ellos, el que daba al frente, parecía a oscuras y vacío. Del otro emergía un bullicio callado, como de mucha gente trabajando en voz baja o de televisores prendidos. Sonó un teléfono allí adentro, que me sobresaltó. Escuché una voz de mujer joven que decía “estudio jurídico, buenas tardes”. Una intuición me hizo volver, apresurado, al hueco de la escalera. Desde allí escuché que se abría la puerta del departamento del frente, y unos pasos apenas audibles se acercaron al pasillo, se abrió una puerta lateral, luego un sonido sordo, y los pasos volvieron a dirigirse a la puerta del departamento. Alcancé a ver un talón desnudo, de un pie calzado con ojotas: Adriana había salido a dejar la basura en el depósito.
Por un momento estuve tentado de revisar la basura, pero me parecía inútil, arriesgado, y me generaba un asco incontenible. Me puse los zapatos y estuve por tomar el ascensor de nuevo, pero no quería cruzarme con algún vecino que pudiera reconocer mi rostro. Cuando llegué a la planta baja esperé que alguien que recién ingresaba entrara en el ascensor y marcara su piso. Cuando pasé frente al elevador reconocí el olor de Schocklender: Pino Colbert y cigarrillos negros.
Por una vez me alegraba de no haber cerrado el auto, porque pude subirme en segundos sabiendo que no sería visto. Partí de allí cuando caían las primeras gotas de una tormenta. Cuando llegué a casa ya comenzaban a anegarse las calles de Buenos Aires. Fue una bendición que Roxy me esperara para ir a hacer las compras de Navidad, así que me di una ducha, me cambié el traje transpirado por unas bermudas y una camisa de mangas cortas, y salí un poco más relajado, casi optimista.
- Mi amor, vamos a ir en el Mercedes.
- ¿Pero estás seguro? Mirá que con esto de los robos...
- No pasa nada, Roxy, lo dejamos en la playa del shopping y no hay peligro.
- Pero llueve...
- Y mañana lo mando a lavar. ¿Cuánto hace que no disfrutamos esas cosas?
Mi mujer me miraba sorprendida, pero aceptó de buen grado. En Alto Palermo nos encontramos con la esposa de Yabrán, a quien saludé con afecto sincero. Sentía que volvía de a poco a tener una vida sensata. Decidimos premiar a Robbie con una computadora portátil para que le sirviera en el colegio y me ayudara con la inmobiliaria, que lo había entretenido al principio como una distracción de su tragedia y luego como una responsabilidad que disfrutaba. Mi hijo se sentía útil y capaz, y ya no le interesaba lo que dijeran de él en el colegio. Hasta sus notas eran mejores. Compramos juguetes para Esperanza, ropa, libros y cosas de jardinería para mis suegros, y teléfonos nuevos para Roxy y para mí.
Fuimos a pasar las fiestas a Montevideo, al departamento donde había vivido Roxy en algún momento. Corcho había acondicionado también el suyo, y había organizado una cena temprana para que pudiéramos subir a la terraza a brindar y abrir los regalos después de los fuegos artificiales. Todo lo que me importaba en la vida estaba alrededor de esa mesa. Y mi vida, es decir, el resto de mi vida, ponía todo esto en peligro. Unas semanas en Punta del Este terminaron de ordenar mis ideas.
El año comenzó con apatía, y con la única misión de ordenar el tropel de dirigentes peronistas que comenzaban a abandonar sus anteriores denominaciones para encolumnarse en nuestro proyecto. Fue necesaria una sutil ingeniería para distribuir la representatividad, los negocios y los recursos entre los dirigentes que recién llegaban y los que estaban desde antes. Recordé una frase, acaso de Simone de Beauvoir, que decía que cuando un cuerpo era abandonado por el alma, no había beso capaz de insuflarle vida. Pensé en el duhaldismo declinante, que procuraría retener los escombros de uno de los aparatos electorales más formidables de nuestra historia. Después de las elecciones había entrado en un ocaso irreversible, que a la vez nos engordaba con los intendentes y la policía y la infinita cadena de eslabones de poder que estábamos consolidando.
Para cuando comenzamos a construir y entregar las casas del plan de las Madres, pudimos medir hasta qué punto los dirigentes que habían seguido a Duhalde con fidelidad canina ahora nos acompañaban a las inauguraciones y aplaudían en nuestros actos. No habían pasado más de cinco meses, y ya casi todo el aparato era nuestro.
Además, sin haberlo planeado, encontramos que el plan de las casas de la fundación nos estaban acercando a dirigentes sociales y de base que eran visceralmente antiperonistas, y que venían de enfrentarse con los punteros de los caciques en todas las provincias. Los mismos tipos que habían incendiado las provincias ahora se encolumnaban detrás nuestro, aun cuando no dejaban de enfrentarse a sus gobernadores, que también comenzaban a respondernos.
Sergio estaba exultante e hiperactivo, comenzaba a viajar a las provincias para controlar las obras y ya usaba el avión que habíamos puesto a nombre de Meldorek. Yo había logrado destrabar algunos pagos del Ministerio de Planificación y comenzábamos, también, a percibir las primeras ganancias. La visión de Schocklender sobre la construcción de casas por afuera del tradicional sistema de corrupción demostró ser audaz y efectiva, porque de ese modo optimizábamos la ganancia política de cada peso invertido. En este momento no necesitábamos más que eso, y era lo suficientemente redituable para que nadie nos molestara demasiado pidiéndonos coimas ni retornos.
Se perfilaba un año tranquilo, con un crecimiento de la economía que nos permitía estar a cubierto de sobresaltos y problemas. Pero era necesario consolidar la estabilidad política, porque Duhalde era un león herido y su poder de daño nunca podía despreciarse. Aníbal había comenzado el año anterior un proyecto que le acercaron los del Mossad, que consistía en utilizar un protocolo de recolección de información políticamente sensible y sistematizarlo en una base informática. Lo llamaron “Proyecto X”, pero lo estaban dejando fenecer porque Aníbal confiaba más en su red de punteros y buchones que en este protocolo informático.
Lo convencí de actualizarlo y agregarle herramientas de búsqueda, mientras entrenábamos más agentes para infiltrarse en las organizaciones. El objetivo del gobierno era predecir las maniobras de Duhalde con los piqueteros y sindicalistas. El mío era tener un mapa vivo de cada actor político de Argentina. No eran objetivos incompatibles.
Trabajé durante todo ese otoño en la actualización del protocolo. Pensé, con cierta ternura morbosa, en lo precarios e improvisados que fueron los militares para manejar información sobre la guerrilla: no obtenían información siempre confiable, dejaban demasiados rastros, no tenían protocolos profesionales para sistematizar esa información. Más bien procuraban nombres para aniquilar personas, pero creo que nunca llegaron a entender con precisión quién era quién: podían matar a un alto jefe guerrillero creyendo que era sólo un “perejil” más.
Logré tener en mis manos el poder de decidir cuál información se cargaba al sistema y cuál no: yo administraba el filtro de datos desde un programa invisible, sentado en el living de mi casa. La Gendarmería, que oficialmente conducía el proyecto, estaba más interesada en conocer las actividades de los piqueteros y sindicalistas de izquierda; Aníbal quería conocer las actividades de sus competidores en el mercado de la efedrina y otras sustancias; Nilda, la Ministra de Defensa, procuraba desmontar las intrigas palaciegas en la Casa Rosada. Yo comencé a monitorear a Adriana.
Detecté en su casa un sistema de contrainteligencia que le avisaría sobre cualquier intromisión en su computadora o su teléfono, y acusaría inevitablemente que el lugar desde donde la espiaba era mi departamento en Le Parc. Sólo el Mossad tenía esa tecnología, y era la segunda vez que la agencia israelí aparecía en este juego. Abandoné el monitoreo sin obtener casi ninguna información.
Me sirvió en cambio para tejer un nuevo marco de entendimientos con la mayoría de los políticos argentinos, que no sabían de dónde había conseguido yo la información que podía poner arriba de la mesa en una negociación. Lo de las amantes y los mancebos ya era una cosa menor, porque podía probar además la vinculación de varios de ellos, de todos los partidos, con la prostitución y el menudeo de drogas. Tenía suficiente información para enviar a un tercio del Congreso a la cárcel, y arruinarle la carrera a otro tercio. El tercio restante era tan inútil para los negocios como para la política, y eran por lo tanto irrelevantes. Era hora de un nuevo acuerdo con Moreau.
Esta vez invité a Macri, que declinó su resistencia cuando le envié copias de la información sobre el tráfico de cocaína alrededor de Boca Juniors.
-Yo ya no estoy más en el club, deberías saberlo, Julio...
- Pero tenés a los muchachos nombrados como asesores tuyos en la Cámara, y si querés te cuento qué cosas guardan tus muchachos en los armarios de tu despacho. Deberías saberlo, Mauri.
Yo tampoco lo sabía, pero un ligerísimo temblor de su bigote reveló que comenzaba a titubear. Para reforzar la idea le informé en detalle sobre las intimidades de los jueces que paralizaban las causas de contrabando que involucraban a su padre y su ensambladora de autos chinos en Uruguay. Para terminar de convencerlo le expliqué que en ese momento su hija podía estar detenida por fumar un porro en una plaza. Finalmente, para que supiera que no todas eran malas noticias, le informé que en el marco de ese acuerdo él sería Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. “¿Dónde firmo?”, concluyó.
Con Macri y los radicales adentro, solo quedaba la Carrió, pero bastaba con enfrentarla a Moreau y sus correligionarios para destruir cualquier acuerdo y dejarla sola. Para eso bastaba un poco de carne podrida: le dije a Moreau que ella lo investigaba por sus conexiones con Manzano, y salió enfurecido a atacarla. Si mantenía este armado por unos meses nos asegurábamos la reelección.
Telerman había cumplido, y me convertí en el administrador de una de las inmobiliarias más grandes de Buenos Aires, cuyo presidente en los papeles era Robbie. Ingresé al negocio de la construcción quedándome con la empresa de un tipo cuyos vínculos con el tráfico de pastillas yo había obtenido gracias al Proyecto X. Me entregó su empresa a cambio de su libertad, y presumiblemente su vida.
Hacia fin de año ya tenía los contratos para remodelar los hospitales públicos y algunas dependencias municipales. Me había convertido en un empresario legal, de riguroso bajo perfil, pero absolutamente incuestionable si alguien quería investigarme. Dejé a Corcho a cargo del “paco”, que estábamos liquidando para salir de ese mercado, y de la pasta base, que era un negocio ascendiente. Ese año por primera vez dejé de poner dinero en secreto para mantener los números de la cadena de heladerías de Roxy, y su incipiente ganancia era íntegramente de ella.
Tenía un poco olvidado el negocio de ropa de bebés que había montado Claudia, pero de a poco Robbie se iba interesando también en él: había comenzado a regalarles cositas a sus profesoras y preceptoras embarazadas, que súbitamente pasaron a adorarlo. La historia del negocio de su madre fallecida en un accidente terminó de darle un aura angelical que lo acompañaría durante el resto de su tránsito por el colegio. Su historia como sobreviviente de Cromagnón le generó el respeto de los pibes que antes lo despreciaban. En la Argentina ser una víctima del destino o del crimen convierte a cualquiera en poco menos que un santo, y Robbie tenía un talento excepcional para explotar su historia.
- Roger, sólo te falta almorzar con Mirtha Legrand...
Festejamos la ocurrencia de Corcho, pero de alguna manera era cierto. Había recompuesto mi presente, borrado detalles escabrosos de mi pasado, y proyectado un futuro medianamente honorable. Pero seguía obsesionado con Adriana, con lo que ella pudiera llegar a saber o intuir, o por lo que pudiera llegar a decir sobre mí la gente que me conoció trabajando para el Almirante.
Por momentos sentía que había creado un Frankenstein: la necesidad de potenciar el relato requería cada tanto exhumar el pasado procesista de políticos, sindicalistas, periodistas o empresarios, a medida que se enfrentaban al gobierno. También yo podía estar expuesto a ese mismo escrutinio si alguien contaba con información sobre mí, o si me reconocía como uno más de los que sobrevivieron a “la pecera” o a esa refinación del infierno que fue el Centro Piloto de París. Es cierto que mi apariencia había cambiado y que mi incipiente calvicie ayudaba a distorsionar mi imagen, pero también había aprendido que uno jamás olvida ciertos rasgos. Como los de Adriana, por ejemplo. Tal vez por eso era necesario saber quién era y en qué andaba.
Lo logré de la manera más estúpida: siguiendo su perfil de Facebook. Con su nombre verdadero y el apodo que usó durante su adolescencia pude ubicarla en el Chaco, su provincia natal. Entre sus pocos contactos familiares estaba Sergio, con un apodo siniestro, evocador y sugerente: “Coronado”. Hablaban de sus hijos, de reuniones y asados de cumpleaños en cuyas fotos se los veía como una familia argentina común y corriente.
Se quejaba de Cablevisión y de Movistar, de modo que tenía al menos un teléfono de esa compañía, y que no había detectado en los informes del Proyecto X. Envié cartas al consorcio haciendo saber que el personal técnico revisaría el cableado de todo el edificio. Al mismo tiempo contraté a un par de empleados de Cablevisión para que revisaran el edificio, después de que les diera un entrenamiento intensivo para la detección de cámaras e instrumentos de seguridad. Magnetto estaba feliz porque le habíamos permitido comprar esa empresa y no preguntaba por los detalles de los favores que le pedíamos.
Terminaba diciembre, cuando dos chicos tocaron el timbre en el edificio de Juncal. El encargado les abrió la puerta y los condujo a la azotea, donde revisaron los cables maestros. Allí fotografiaron antenas y satélites inusuales. Comenzaron a inspeccionar el cableado de cada departamento, y media hora más tarde estaban ingresando en la casa de Adriana. Chequearon su conexión de cable con parsimonia, mientras inventariaban con la vista otros equipos.
- Señora, ¿tiene un módem conectado? Porque acá parece que está todo bien, pero aparece interferencia en la imagen, ¿ve?
- Tengo, pero es de una empresa de internet de por acá cerca. No es una empresa de las grandes.
- Ah, ¿me lo puede mostrar? Para ver si la frecuencia es compatible o si la modificamos acá un poquito...
- ¿Y para qué lo querés ver?
- Porque si comparten la misma frecuencia va a tener mala señal de televisión y de internet. Pero le podemos correr los canales para que no se molesten entre sí...
La explicación era idiota, pero generalmente las excusas más inverosímiles son las que triunfan. Adriana les mostró el modem, el router, y los chicos vieron un decodificador satelital, todos ellos eran equipamiento del Mossad.
- Le voy a pedir que me los desconecte un par de minutitos mientras ajustamos los canales, ¿podrá ser?
- ...
- Un minuto nomás: si no, el coso éste no me toma el cambio de canales.
Fueron unos 45 segundos, suficientes para que yo pudiera ingresar al sistema de Adriana sin que me detecte su parafernalia de seguridad ni dejar ningún rastro. Los chicos le reconectaron los aparatos, le configuraron los canales de televisión, le aceptaron una limonada y le dejaron un remito con membrete de la empresa. A uno de ellos, Adriana lo invitó a volver esa noche. Desconozco si lo hizo. En realidad no: las imágenes que obtuve de la habitación de Adriana me mostraron las escenas que hubiera querido protagonizar yo, unos 30 años antes. El tiempo no había sido generoso con ella, de modo que mi ego no resultaba lastimado.
Por lo demás, el análisis de la información de Adriana me mostró una red tentacular de agentes que reportaban al Mossad y a la CIA. Algunos eran viejos topos conocidos, otros me sorprendían, todos ellos combinaban información verídica con las extravagancias más inverosímiles, exactamente como lo hacían los espías de las novelas de Osvaldo Soriano.
Me había estado monitoreando todo el tiempo, tal como intuí. Cada uno de mis movimientos, los de Claudia, Roxi y mis hijos estaban cuidadosamente detallados. Los de mi madre también, a pesar de que la veía muy poco. La conexión de los servicios israelíes y americanos con el Grupo Clarín me resultaron escalofriantes, porque determinaban hasta la agenda de los gobernadores provinciales. Sin embargo, me tranquilizó saber que esa información estaba compartimentada, es decir que formaba parte de la base personal de Adriana y no era compartida con otros agentes u otras redes.
La explosión fue controlada: cuando los peritos entraron al departamento de Adriana encontraron la llave de la hornalla abierta. Entre los restos chamuscados de equipamiento informático encontraron computadoras con cables pelados que podrían haber generado un cortocircuito. Adriana se había dormido exhausta después de retozar con su último amante, que antes de irse esa madrugada abrió la hornalla. Además, la combinación de whisky y pastillas garantizaría que no podría despertarse después de su tormentosa sesión de sexo con el chico de Cablevisión. No se sabe si la mató el gas o los vapores tóxicos de los plásticos que se quemaban, su cuerpo estaba intacto cuando entró la policía.
La gente de la Secretaría de Inteligencia constató que no faltaba ningún archivo, pero nadie advirtió que en una de las computadoras había sido eliminada una carpeta llamada “Roberto – Diario La Opinión”. En esa carpeta Adriana había recopilado la información digitalizada desde que me conoció en 1975 hasta un par de días antes de su muerte. Siempre tuvo muy claro quién era yo, aunque esta vez no le fue suficiente. Con ella terminaba el último capítulo de parte de una vida que había tenido, el último testimonio de una metamorfosis que casi nadie conocía. De una manera ambigua sentí que volvía a ser libre. Y me fui de vacaciones a México, donde había comenzado una de las etapas de esa vida.
Al regresar, hacia fines de enero, encontré los llamados de Sergio. Él sabía bien quién era yo, y yo sabía que él sospechaba que yo tuve algo que ver en el asunto. Fui a verlo, fingí estar apesadumbrado, y en cierta forma lo estaba. Veía a mi amigo (que a pesar de todo lo era) sufriendo una pérdida más en su vida, perdiendo una de las pocas cosas que lo anclaban a los afectos. Lo vi inmensamente solo, aunque su esposa y su hijo estaban con él. También para él había terminado una etapa de su vida, y ahora caminaba a la intemperie. Pero sabía que era un luchador que buscaría vengarse de la primera persona de la que sospechara algo relacionado con la muerte de su tía.
Con mucha cautela comenzamos a prepararnos para las elecciones. El plan de Nestor y Cristina para sucederse mutuamente por tiempo indefinido dejó de ser una quimera parida por la mente afiebrada de una secta patagónica: ya desde marzo estaba decidido que la candidata sería ella. Sólo debíamos elegir muy bien el entorno y el marco de su candidatura. Nestor se inclinaba por el PJ clásico, pero sabía que aún no le era completamente leal: debería dejarles jirones del poder a los gobernadores e intendentes peronistas y cederles más negocios de los que estaba dispuesto a ceder.
- Los tenemos que apretar desde afuera.
- ¿Desde afuera cómo?
- Mire, presidente, ha funcionado muy bien eso de la transversalidad, la gente lo compró. Si lleva un candidato a vice que no sea peronista, y muestra apertura hacia otros sectores, va a tener dos efectos simultáneos. Por una parte va a sumar votos que no tendría si fuera solo con el peronismo, y son muchos votos y muy volátiles. Por otra parte podrá ponerles un cerco a los muchachos para que sepan que no podrán pedir lo que quieran.
- ¡Pero estás loco, Julito! Se me van a empezar a abrir los muchachos.
- No creo, porque no tienen donde irse. A Duhalde ya lo liquidamos y es un piantavotos. El radicalismo se puede partir y así no llegarán a ningún lado. Lo podemos vapulear a voluntad. Macri se queda en Capital y no joderá el armado nacional. Scioli va a la provincia para que no se le encolumne ninguno atrás. Después, ninguno de los gobernadores llega solo. Y no se olvide de la cantidad de votos que sumaría si se despega del pejotismo. No menos del 30%, desde los piqueteros hasta los zurdos de Recoleta. Pasando por los radicales que no se bancan más a sus dirigentes, los socialistas con ganas de mojar alguna vez, los liberales que se vienen de UPAU.
- Julio tiene razón, Nestor. Lo que más se te ha elogiado son los cambios que te alejan del aparato justicialista. Y tiene razón también en que si armás una cosa más amplia los compañeros van a venir al pie. No pueden sobrevivir en la intemperie, y te seguirán hacia donde juntes poder y votos. Yo te ofrezco no darles tapa si alguno se te para al frente. O masacrarlos si hace falta.
Nuevamente Magnetto apoyaba mis posiciones. Cristina estaba encantada porque le permitiría darle un barniz más moderno a su candidatura, pero más aún porque despreciaba profundamente a los peronistas sudorosos y oscuros: no los quería cerca. Nuestro candidato tenía que ser un gobernador radical, para sumar votos y legitimidad. De los que estaban dispuestos, Zamora parecía el más fiel, pero Cobos tenía más votos y podía hablar de corrido, aunque resultara igualmente soporífero.
Acordé con Moreau los términos de la división, le garanticé que sus adversarios no tendrían cargos ni contratos, y que él seguiría siendo nuestro hombre de consulta en el radicalismo. Para terminar de definir los tantos le garanticé que los “radicales K” no tendrían más recursos que los que legalmente debían manejar, y que en todo caso él podría ubicar a su gente en cada uno de los espacios que tuvieran nuestros aliados de superficie. El resto de los miembros del Comité Nacional recibirían, como él, los cargos que necesitaran.
Si había algo para lo que los radicales eran buenos, era para jugar a salir segundos. Se conformaban con lo que les tirara en el plato, como un perro agradecido mirando un resto de tarta en su plato de comida.
Con Macri ya había acordado antes, sólo tuve que impulsar a Filmus para que perdiera contra él. Cuando se definían las candidaturas, los radicales y Macri comenzaron a agitarse con pruritos moralistas, pero los persuadí agitando el fantasma de Duhalde conspirando para voltear a Nestor antes del fin del mandato.
- Ustedes no entienden, estamos hablando de terminar con las interrupciones y los golpes como el del ´89 y el del 2001. Estamos garantizando normalidad, que un presidente termine su mandato. Y hoy el que lo pone en peligro, y lo hace desde hace quince años, es Duhalde. Yo sé que ustedes han tenido negocios con él (Moreau me miró furioso), pero también sé que no volverán a terminar ningún gobierno hasta que no nos lo saquemos de encima.
- Pero no nos estás garantizando que volvamos algún día. Querés que vayamos al pie, nomás. Si vos me garantizás que después de Cristina seguimos nosotros, aceptamos.
- Marciano, te lo firmo ya. ¿El candidato será Cobos, será Zamora, serás vos?
- …
- Si vos cerrás la boca y no le decís nada a Mauricio, yo te lo confirmo ya. Y acordamos, si querés, cómo serán las pautas para dentro de cuatro años.
- Eso es mucho tiempo. Si vos me garantizás que nosotros llegamos en el 2011 yo te firmo.
- No te puedo regalar la presidencia, Marciano, salgan ustedes a juntar votos. Pero sí te garantizo que será juego limpio. Y sea quien sea, terminará su mandato. Eso es más importante para ustedes que cualquier otra cosa. Planteáselo así a Alfonsín: ustedes volverán a terminar un gobierno.
- Que todavía no tenemos.
- Pero lo tendrán.

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