viernes, 22 de mayo de 2020

Capítulo 10: Puente Sobre Aguas Turbulentas


- ¿Pero tenemos idea de qué hay que hacer?
- Tranquilo, Carré. De la seguridad se ocupan el “Tata” y Cañón. En realidad no tenemos que hacer nada, vos sentate ahí y hacé de cuenta que controlás los monitores nomás. ¿Querés un vermouth?
- No, gracias. Bueno, sí, ¿habrá Martini?
- Rosso nomás.
- Dale. Y traéte una soda.
Nos sentamos con Fernández Gil en una oficina desangelada en el quinto piso de la SIDE. Estábamos en el corazón del poder de la Argentina, a punto de ver la transmisión del mando de un partido a otro por primera vez en muchas décadas. Menem apareció en las cinco pantallas que enfocaban el escritorio del Escribano General del Gobierno, con las patillas recortadas y un peinado prolijo y cuidado, destinado a seducir a esas clases medias que miraban horrorizadas la cadena nacional. Para que urdiera ese peinado pacato tuvimos que convencer con argumentos de muchos ceros a un tal Giordano, que después se convertiría en el peluquero de los famosos y los desfiles. El trabajo que hizo, debo decirlo, había resultado estupendo.
Alfonsín lo esperaba al lado del escritorio, incapaz de disimular la decepción y la angustia, pero también el alivio. Habíamos torpedeado su gobierno desde el día uno, y habíamos vencido. El Escribano le tomó juramento a Menem, Alfonsín le colocó la banda presidencial y le entregó el bastón de mando, y los dos hombres se abrazaron. Estaban, ambos, al borde de las lágrimas. Uno de esos hombres se iría a su casa a esperar el juzgamiento de la historia; el otro enfrentaba un monstruo que había ayudado a parir. Acaso cada uno de ellos envidiaba la suerte del otro.
Al firmar el acta nadie tuvo en cuenta que Alfonsín no tenía donde apoyar la carpeta donde firmaría, pero ese no sería el primero ni el último de los desplantes que le esperaban. Menem después diría que su antecesor temblaba de miedo y por eso su firma salió deformada, pero nadie puede asegurar quién estaba más asustado en ese momento. Después de la ceremonia nadie más enfocó a Alfonsín, que comenzó a ser devorado por el olvido en el mismo momento en que las cámaras enfocaron exclusivamente al nuevo presidente.
Seguimos, Martini en mano, la caravana que llevaba al presidente desde la Casa Rosada hasta el Congreso. Menem saludaba al público como Marilyn Monroe, mientras su mujer apenas podía sonreír por la carga brutal de sedantes que le habíamos dado para que no hiciera papelones durante la ceremonia. El Cadillac negro que lleva a los presidentes en su derrotero inaugural parecía una ballena ominosa avanzando en una marea de rostros en los que la alegría se tropezaba con la incertidumbre. Había banderitas por todos lados.
Cuando la comitiva entró al Congreso alguien logró retrasar a Zulema, la primera dama, porque los sedantes dejarían de hacer efecto en cualquier momento. Pero la mujer se soltó y compareció, sonriente, en la primera fila del palco de honor. Tampoco hubo problemas durante el saludo a las delegaciones extranjeras ni durante la comida de honor. Para cuando todo terminó, algunos fueron invitados a una recepción íntima, pero yo ya estaba demasiado borracho: habíamos lubricado el tedio insoportable de la ceremonia con todo el Martini que encontramos en la oficina. Ya era muy tarde, además, así que me fui a casa.
Claudia intentó un vago reproche por mi estado y por no llamarla durante todo el día, pero aceptó que yo necesitaba una ducha, una cena, y dormir hasta tarde el otro día. Ni siquiera alcancé a ver, en la mesa, las copas de champagne que había preparado para nuestro festejo íntimo. Después de la ducha comí una milanesa recalentada y tomé litros de agua. Cuando levanté la mirada de mi plato Claudia ya había guardado el champagne y las copas. Y me fui a dormir.
- ...es feriado che, y anoche laburamos hasta tarde...
- ¡Que vengas urgente, Julio! ¡Despertáte y vení que hay quilombos!
Me di otra ducha para despabilarme y tomé el café caliente que me ofrecía Claudia. Miré el reloj: eran las siete de la mañana. ¿Cómo hace esta gente para aguantar el trajín? Me vestí y salí al palier. En el mismo momento en que estiraba la mano para llamar al ascensor se cortó la luz. Los apagones ya no ocurrían tan frecuentemente como en el verano, pero en esos días, en Argentina, indefectiblemente algo se rompía, o no funcionaba, o no se conseguía más. Siete pisos por la escalera. Al menos no hacía calor.
Cuando encendí el auto me di cuenta de que no podría abrir el portón del garaje porque no tenía la llave para abrirlo a mano, y el portero había sido despedido el algún momento hacia fines del verano. ¿Quién carajos tendrá un juego de llaves? No podía perder el tiempo preguntando a los vecinos con los que casi no hablaba. Salí a la calle y tomé un taxi. El 404 al que me subí tenía un sticker que decía “Menem-Duhalde. El poder de la humildad”.
- Ahora sí que nos vamos para arriba, jefe, el turco éste nos va a sacar adelante, ya va a ver...
Lo último que tenía ganas de hacer era hablar con un taxista.
- Acá al principio la gente estaba medio asustada, pero después le fue agarrando más confianza, ¿vio? Y medio como que es de otro planeta, el turco; no parece como los otros políticos. Se da más con la gente, ¿vio?
Lamenté no haber traído alguna carpeta o al menos un libro, en que me pudiera esconder de la perorata del taxista.
- ...porque ahora sí que van a poner orden, va a ver como ponen a todo el mundo a laburar, van a marchar todos derechito. A mí me gustaban los milicos, ¿vio?, pero los que estaban antes que éstos los basurearon mucho. Pero yo creo de que si tendrían que volver la gente estaría contenta. Igual, con el turco vamos a andar bien, se lo digo yo que he visto mucho acá.
Llegamos a destino justo antes de que comenzara a explicar que había estudiado en la universidad de la calle, y esas estupideces propias del género. Me recibió Caserta en la puerta de la SIDE.
- ¿Qué hacés acá?, ¿vos no ibas a Obras Sanitarias?
- Sí Julito, pero hay unos problemas acá. Hasta que esté el nombramiento voy a estar colaborando con ustedes. Cañón todavía no llegó.
- Bueno, contáme.
- El tema es que hay que ir limándolo. A Cañón, digo. Tiene un juego propio con los militares que no nos conviene.
- Pero Mario, acabamos de asumir, no podemos hacer olas tan temprano.
- Es ahora o nunca, Julio. Lo van a nombrar en la Central Nacional de Inteligencia y desde ahí nos va a limpiar a todos. Quiere poner gente de él en todo el aparato. Si agarra estamos fritos, no nos lo sacamos más de encima.
Los dos Mario, Caserta y Rotundo, venían de largas disputas con Cañón por el control del aparato de inteligencia del candidato, y habían pulseado fuerte para hacerse cargo de los resortes de la inteligencia estatal. Todos ellos utilizaban la información que conseguían para los fines más abyectos, que incluían cuestiones de alcoba y negocios personales.
- ¿Y para qué me necesitan a mí?
- Vos lo conocés de antes que nosotros, sabés sus puntos débiles...
- Lamento defraudarte Mario, pero nunca nos dimos pelota. Más bien, me cayó siempre medio mal. La verdad es que no tengo idea de quién es este tipo en realidad.
- Averiguálo. Y si no, inventálo.
- …
- ¿Vos ya viste tu oficina? Vení que te llevo.
Pude desprenderme de las presiones de los dos Marios, porque había otra interna más acuciante y más sorda en el gobierno. Y yo debía atenderla como pudiera. El plan económico que intentaba el ministro Roig contaba con el apoyo de sus anteriores jefes, la multinacional Bunge y Born. Pero Cavallo tenía otros planes. Eduardo Menem, mi nuevo jefe desde el eclipse de Escudero, debía mediar entre ambos.
Desde antes de asumir en el gobierno, Cavallo boicoteaba el acceso a los créditos que Roig necesitaba desesperadamente para poner en marcha su plan de estabilización y crecimiento. Roig insistía, trabajando a un ritmo insano, mantenido en pie por litros de café y cinco atados de cigarrillos por día. Aguantó cinco días.
- Julio, véngase ya a mi despacho. Ha fallecido el ministro Roig.
- ¿Cómo? ¿Está seguro, senador?
- Véngase, por favor.
Veinte minutos más tarde encontré al senador desencajado.
- Infarto masivo. Se descompuso en el auto hace una hora cuando iba a Olivos a hablar con Carlos. Estaba muy alterado y lo insultaba a Cavallo; parece que no nos dan el crédito y eso lo volvió loco. Lo que no sé es cómo se enteró, porque el Mingo le avisó directamente a Carlos y quedaron en que no le iban a decir nada a Roig por ahora. ¿Usted tendrá alguna idea?
- Mire senador, yo todavía no alcancé a monitorearlo a Mingo. No sé si comparte ese tipo de información con nadie. No tengo idea cómo se habrá enterado Roig, así tan rápido.
- Carlos está destruido. Estaba pensando en cómo explicarle a Roig lo del crédito, pero alguien se le adelantó. Lo que quiero que me averigüe es quién fue, y para qué. No se nos pueden filtrar esas cosas. Quien lo hizo capaz que lo hizo queriendo, buscando este resultado.
- Con todo respeto, senador, no me parece. ¿Cómo predecir una cosa así? Me pondré a averiguar de todos modos. ¿Quién es el reemplazante?
- Va Rapanelli.
- Pero Néstor venía de complicarlo mucho al ministro, ¿seguirá el mismo plan?
- Sí, creo que sí. Me juntaré con Jorge Born en el velorio, para hablar de eso. Quiero que usted venga conmigo.
Salí del despacho con un sudor helado recorriéndome la espalda. Fui yo quien le informó al ministro muerto sobre el resultado de las negociaciones de Cavallo por el crédito que anhelaba. Pero además le entregué un memo con las comunicaciones de Cavallo con sus amigos en la banca, a los que les recomendaba no prestarle nada al gobierno en nombre del cual en un par de días iría a pedirles esos mismos créditos. De este modo erosionaba a su competidor victorioso y demostraba capacidad de muñeca ante los organismos de crédito.
Y fundamentalmente combatía lo que llamaba “keynesianismo inflacionario” para fortalecer sus posiciones monetaristas. Más allá de las exageraciones del cordobés, era claro que su plan era más ortodoxo que el de Bunge y Born, quienes pretendían rearmar el mercado interno nacional después de sanear la economía. Cavallo, en cambio, representaba la apertura total que terminaría beneficiando a sus socios norteamericanos del ámbito financiero.
Al margen de estas naderías, me sentía culpable de una muerte, de la muerte de un tipo al que conocí poco pero me pareció un hombre honesto en medio de una jauría de perros de pelea. No podía ir a ese velorio. Encargué unas pizzas camino a casa, y antes de salir le pedí a Claudia que pusiera a enfriar el champagne que nos esperaba desde hacía seis noches. Creo que fue esa noche que Claudia quedó embarazada.
Rapanelli siguió sin convicción las políticas de Roig, pero no podía controlar la inflación que otra vez se convertía en una llamarada alimentada por billetes que valían menos que su peso en papel. Yo intentaba convencer a los empresarios de que mantuvieran los precios al menos durante dos o tres días, pero ellos estaban haciendo fortunas con la hiperinflación y el desabastecimiento, así que no eran muy proclives a escuchar a nadie. Solamente aceptaron volver a la mesa de negociaciones y cumplir con lo acordado cuando comencé a sugerirles que trasladaríamos las negociaciones al ámbito de la vida privada, y les arrojé a Montagna y Macri algunas carpetas con información que les generaría, además de problemas impositivos, un infierno personal de enfrentamientos maritales y familiares.
La presión de los dos Marios se hizo insoportable; decidí inhumar algunos antecedentes de Carlos Cañón para que tuvieran con qué entretenerse y me dejaran trabajar tranquilo. Les recordé que Cañón había sido el apoderado del Partido de la Democracia Social, el engendro con el que Massera había querido construir un peronismo sin peronistas, y para el que yo había trabajado desde “la pecera” y el Centro Piloto. Y que por eso Cañón había usado los dólares que los Montoneros le habían transferido al Almirante, proveniente del secuestro de nuestro ministro de economía en las sombras y su hermano.
Jorge Born se enteró, a través de Rotundo, que una parte importante de los dólares que pagó por su rescate en 1974 terminó destinada a financiala carrera política de Cañón. La presión sobre los riojanos fue enorme, y finalmente le pidieron la renuncia a la Central Nacional de Inteligencia.
- ¡Hijos de puta, vengan a buscarme si tienen huevos! ¡De acá no me sacan ni muerto esos reventados hijos de puta!
Sin que se supiera de dónde aparecieron, un grupo de unos quince tipos armados con ametralladoras rodearon el despacho de Cañón dispuestos a resistir junto a su jefe la orden de desalojo que vino desde Balcarce 50.
Reconocí a uno de ellos. Años atrás, al comienzo de esta historia, cuando yo era un periodista tímido que trabajaba en un diario cobarde, uno de estos tipos había integrado la patota que nos controlaba los movimientos, las notas y los destinos. A este tipo le decían “el estudiante” porque venía de la Concentración Nacionalista Universitaria, una organización del peronismo fascista que operaba en las universidades. De estudiante tenía más bien poco: el rector Ottalagano le había entregado libreta de estudiante de dos o tres facultades, y una lista con los nombres de los profesores y alumnos a los que debía marcar y entregar. Por lo demás, “el estudiante” se jactaba de no haber abierto jamás otro libro que no fuera la guía de teléfonos. Y la Biblia, claro.
Cañón no sospechó de mí, pero juró una venganza eterna que ejecutaría contra los dos Marios. En efecto, él mismo urdió la operación por la cual Caserta quedaría implicado en una trama de narcotráfico y abuso de autoridad que implicó hasta a la cuñada del presidente. Por aquél asunto Caserta fue el único que no recibió un centavo, y el único que terminó preso.
El episodio Cañón terminó dos días después cuando le expliqué que tenía órdenes de encerrarlo por un largo tiempo a él y a todo su ilustre séquito si no deponía su actitud infantil y se iba a su casa. Le prometí que no había nada personal, y que pensara que podía seguir siendo útil al grupo y al gobierno. Finalmente accedió cuando le expliqué que además las denuncias en su contra serían difundidas por el diario que tenía en Mar del Plata.
- Imagino que no querrá que su señora conozca sobre su bulo de Recoleta leyendo El Atlántico, ¿no? Ni sobre su participación en el secuestro y violación de esa chica de Medicina, ¿cómo era que se llamaba? Por ahí lo tengo anotado.
Por toda respuesta me arrojó las llaves de la oficina. En menos de cinco minutos teníamos listos los términos del acuerdo.
Dos días después otro impulso, idéntico al que tiempo atrás me había hecho saltar de un taxi en movimiento, me hizo frenar en una esquina detrás de la estación de trenes de Retiro. De la nada apareció otro auto por mi derecha; alcancé a detenerme antes de chocarlo, y saltar de mi auto aún antes de ver las armas que se asomaban por la ventana. No sé cuántos disparos fueron, según los testigos fueron solamente un par de ráfagas de ametralladora, pero a mí me pareció que estaba en pleno desembarco de Normandía. Cuando terminaron los disparos y escuché que el Falcon se iba, todavía caían sobre mí trozos de vidrio granulado de lo que habían sido las ventanillas de mi auto.
Me levanté, con las manos y las rodillas apenas raspadas, me sacudí la ropa tratando de no cortarme con ninguna astilla. Mi auto era un colador, idéntico a los que vi en las fotos de los atentados que cubríamos en los ´70. Me encontré recordando el auto en que los Montoneros acribillaron a José Rucci: mi Renault 18 lucía como un digno descendiente de aquel Torino. El bueno de Cañón, pensé, me está mandando saludos.
- Mi amor, vamos a tener que cambiar el auto.
- ¿Por qué Gordo? ¿qué pasó, chocaste?
- Más o menos. Pero no me pasó nada. El seguro se hará cargo.
Hacía una semana que Claudia me había confirmado su embarazo y no quería asustarla. Recordé que nuestra relación comenzó la noche que yo estrenaba el 18, y busqué la forma de que el atentado fuera finalmente un mensaje alentador: esos balazos eran acaso los fuegos artificiales para celebrar la llegada de nuestro hijo.
El seguro se hizo cargo aunque a regañadientes porque la póliza no contemplaba que pudieran acribillarme. Nuevamente mi función en el gobierno fue mi mejor argumento para convencerlos de indemnizarme. Con ese dinero compré otro 18, pero familiar. Lo estrenamos en otro viaje a las sierras de Córdoba, pero ahora a la casa de Hugo Anzorreguy en La Cumbre. Era un peregrinaje a la Meca del nuevo sistema de inteligencia en Argentina.
Debíamos tratar de salvar al nuevo ministro de economía, porque a pocos días de asumir un juez venezolano ordenó su detención por una causa de sobreprecios y contrabando de cereales por parte de la filial caribeña de Bunge y Born que dirigía Rapanelli. El asunto tomó ribetes oscuros cuando se supo que el policía que detuvo al compañero de tareas de Rapanelli había sido a la vez detenido, acusado por posesión de drogas y torturado salvajemente para confesar una culpa inexistente. Bunge y Born, y Rapanelli, habían tenido mucho que ver en la vendetta contra el policía que le puso las manos encima a uno de los hombres del grupo. Necesitamos meses de negociaciones y varias valijas llenas de argumentos para demorar un pedido de captura internacional contra nuestro ministro de economía.
De todos modos el 15 de septiembre nuestro ministro logró firmar, junto a Dromi, el decreto que iniciaría la privatización de los ferrocarriles, el correo y los yacimientos de carbón. El sustancioso apoyo del Banco Mundial ayudó a eclipsar las críticas de la izquierda y los nacionalistas, unidos en un matrimonio bizarro por el espanto ante el nuevo orden económico que estábamos pariendo. Pero estos grupos, que se habían combatido ferozmente, ahora se acercaban de la mano al resumidero de la historia.
Pero ni el Banco Mundial ni el Fondo Monetario Internacional lograron evitar un nuevo espiral de hiperinflación que volvió a enloquecer a los argentinos. Claudia protestaba todo el día contra los aumentos, y me increpaba por no poder detener a los empresarios especuladores. Nunca entendió que yo jamás tuve ese poder. Fue la hiperinflación la que se llevó a Rapanelli, no el juez venezolano. El año terminó con los sobresaltos de un gobierno que daba sus primeros pasos y trataba de domesticar el monstruo inflacionario.
Pasamos las vacaciones de enero en Pinamar, un pueblito coqueto y arbolado cerca de Mar del Plata. Salíamos poco por el embarazo de Claudia, de modo que yo me encargaba de las compras. Una tarde que fui al supermercado me encontré con Yabrán, el entrerriano de OCA. Estaba llenando su carrito del supermercado con los implementos necesarios para un asado rotundo.
- Freddy, ¿qué vino te gusta?
El que le preguntó no era otro que Corcho. En esos tiempos de hiperinflación todo el mundo compraba lo justo y necesario, pero estos tipos se dedicaban a una curiosa ostentación de perfil bajo que consistía en atiborrarse de cosas pero sin pretensiones fanfarronas. Dos tipos ricos, que no necesitaban demostrarle nada a nadie. Los seguí de lejos, escondiéndome en las góndolas.
Subieron al Mercedes de Yabrán y partieron. ¿Estaría Corcho viviendo en Argentina? Era obvio que ambos hombres tenían negocios en común, pero ¿qué tipo de negocios? ¿Estaría también Roxi en Pinamar? Salí del supermercado con una punzada de dolor. Estaba muy bien con Claudia y me hacía feliz esperar un hijo con ella, pero el recuerdo de la humillación por el abandono de Roxi volvía para mordisquearme los talones. Preferí no decirle nada a Claudia.
Al otro día le dije que el sol me estaba quemando mucho la piel y compré unos sombreritos con alas que nos cubrían parte de la cara. Cuando nos instalamos en la carpa salí a caminar con la promesa de volver con algo para comer. La playa de Pinamar no es muy grande, en una media hora de caminata uno puede recorrerla íntegra. Encontré a Corcho sentado en una reposera en una carpa a sólo cien metros de la nuestra, estaba jugando a las cartas con el entrerriano y la que sería su familia. No vi señales de Roxi, así que me acerqué a un puesto de panchos y bebidas.
- ¿Creés que con ese sombrero ridículo y esos Rayban pasados de moda no te iba a reconocer?
- ¡Roxi?
- …
- ¿Qué hacés?, ¿cómo estás?
- De vacaciones, y viendo que seguís a mi papá como si fueras un detective principiante.
Estaba dolorosamente hermosa. Estos pocos años le habían sentado demasiado bien. Me quedé boquiabierto.
- No sabía que habías vuelto.
- Sólo unas semanas, para visitar a mi viejo.
- …
- ¿Te vas a quedar ahí parado o me vas a presentar a tu mujer? Veo que no perdiste el tiempo, Roger.
- Bueno, Roxi...
- Dejálo ahí.
Me miró de arriba abajo.
- No estás tan mal. ¿Ves ese hotel que está ahí? Te espero en media hora en la habitación 302. Llevále algo para comer y decile que saldrás a dar una vuelta. No te hagas ilusiones, tenemos que hablar de mi viejo.
Se dio vuelta y se fue, contoneando ese cuerpo que me había desquiciado más de diez años atrás y que seguía encendiéndome. Me costó disimular mi erección cuando volví a mi carpa, a mi mujer.
- Gracias Gordo, tenía hambre. ¿Fanta no tenían?
Después de comer algo le dije que me había olvidado en el departamento el libro que estaba leyendo, y que quería ir a buscarlo para entretenerme a la siesta.
- Andá, y traéme alguna fruta si encontrás. Manzanas, o peras.
Entré al hotel de Roxi como un turista más que le escapa al calor espantoso de la siesta. No alcancé a tocar la puerta de la habitación cuando se abrió, Roxi me tiró del brazo hacia adentro y cerró de un golpe. Me besó con furia, y no tuve que tocarla para saber que debajo de su pareo no tenía nada. Me tiró sobre la cama y antes de que yo pudiera reaccionar ella ya estaba sobre mí, yo adentro de ella. Le arranqué el pareo, no alcancé a sacarme la remera. Veinte minutos después estábamos exhaustos.
- Como en los viejos tiempos, ¿eh? Mantenés la forma, guacho.
No podía terminar de entender lo que estaba pasando, lo que acababa de ocurrir.
- No te pedí que vinieras para cojerte. Eso no estaba en mis planes, pero ya ves, no puedo resistirte. Tengo que hablarte de mi viejo, Roger. Creo que el tipo éste con el que anda va a traicionarlo.
- ¿Yabrán?
- Veo que lo conocés. Sí. Creo que lo está usando para contactarse directamente con el Mayor, ¿te acordás del Mayor Carelli? Se fueron a Miami hace mucho, a trabajar con armas. Vendían y compraban. Y armaron un grupo para proteger a unos mexicanos que están metidos en el tráfico. Se metieron en el negocio, trayendo a la Argentina.
- ¿Corcho con los narcos?
- No te hagas el inocente Roger, el Mayor ya estaba en eso desde cuando vos fuiste a México. ¿O fuiste tan pelotudo que nunca te diste cuenta?
- …
- No importa. El tema es que el tipo éste lo está enroscando a mi viejo para llegar a Carelli, lo quieren puentear, sacarlo del medio. Él no liga mucho, junta unos mangos para vivir bien pero nada más. Pero es el que tiene los contactos para comprarla en Miami y Acapulco y entrarla a Argentina. Cuando el entrerriano éste logre esos contactos a mi viejo se lo van a sacar de encima, y temo que lo limpien. Quiero que busques la forma de sacarlo de ahí.
- No sé Roxi, no sé cómo hacer. No tengo idea de cómo se mueve eso. ¿Por dónde la entran?
- Por Mar del Plata, a través de un tal Estevanez...
- Lo conozco, era amigo de Escudero.
- Bueno, fijáte cómo hacés. Yo mañana vuelvo a Buenos Aires, voy a necesitar verte en algún lugar que nadie conozca. No nos podemos ver en mi hotel porque mi viejo está parando conmigo. Y no te perdona lo nuestro. Y menos que te hayas borrado del mapa.
- Pero escucháme, Roxi, ¡vos te fuiste! ¿Y cómo mierda iba a encontrarte?
- No voy a discutir eso ahora. Estoy en el Elevage, habitación 516, ¿te vas a acordar? Cuando te anuncies decí que sos el peluquero, por si atiende mi papá. Y yo bajo. Ahora andá con tu mujer...
Cuando salí tomé una manzana y una pera de la fuente de la habitación. Roxi sonreía.
- Fue lindo verte, Roger...
Bajé por las escaleras para evitar la posibilidad de encontrarme con Corcho en el ascensor. Corrí a casa, busqué un libro cualquiera y volví a la playa. Habían pasado menos de cuarenta minutos desde que dejé Claudia sola en la carpa.
- ¡Ay, gracias Gordo, me trajiste las dos! Pero estás todo transpirado, andá al mar, ¿querés?
Le dejé las frutas y el libro y fui al encuentro del mar, a que las olas frías se lleven de mi cuerpo los vestigios del cuerpo prodigioso de Roxi, los restos de mi integridad, mi culpa y mi sorpresa. Nunca acabaré de descubrir qué nuevas vilezas puedo ser capaz de cometer. Acostarme con la mujer que me abandonó mientras la madre de mi hijo inminente reposaba adormecida a menos de dos cuadras. Meterme en el circuito del narcotráfico para salvarle el pellejo a un tipo que me odia y que me resulta indiferente. Arriesgar mi vida, mi trabajo, mis módicos proyectos, solamente porque me lo pide una mujer a la que no puedo resistirme. Cuándo, carajo, cuándo será el puto día en que pueda elegir los entuertos en los que me meto.
Salí del agua con los labios morados de frío, con el aire salobre disimulando lo poco que me quedaba del olor de Roxi.
- Gordo, me parece que me resfrié, tengo la nariz medio tapada.
- Bueno Clau, ¿querés que volvamos a casa?
- Dale. Che, ¿vos estás leyendo esto? ¿No era que te parecía una pelotudez?
El libro que yo había levantado de la mesa de la cocina era uno de esos libros de autoayuda: “Cómo ganar amigos”, o algo así.
- Lo comencé a leer en el baño... pero leí unas pocas páginas nomás.
El resto de nuestras vacaciones fueron un poco más tranquilas porque sabía que Corcho, y sobre todo Roxi, ya estarían en Buenos Aires. Pero mi inquietud crecía a medida que pasaban los días porque no lograba buscar la forma de proteger a Corcho, de cumplir con mi promesa. Además, porque mi mujer estaba cada vez más cerca de dar a luz.
- Señorita, su peluquero está en Recepción.
El recepcionista me miró como un hombre mira a una mujer.
- Dice la señorita que ya baja, ¿la querés esperar en el área de estar? ¿O preferís hacerme compañía acá?
- Prefiero que te vayas a la mierda...
Al tipo se le congeló la sonrisa y se le endureció la mirada. Me senté en un sillón mirando hacia los ascensores. No podía sacarme de la cabeza que estaba en el hotel del Coti, que Roxi se alojaba en el hotel del Coti, que todo lo que me habían dicho era cierto. Unos momentos después se abrió la puerta del ascensor y salió Roxi.
- Sé lo que estás pensando. Nada que ver. Fue un arreglo de mi viejo. ¿A dónde vamos?
Había pensado llevarla al Castelar, pero hubiéramos tenido que tomar un taxi y arriesgar a que nos subiéramos a uno “pinchado”. Fuimos al Gran Hotel que estaba a la vuelta y pedí una habitación. El recepcionista intentó explicarme que necesitaba mis documentos y los de la mujer que me acompañaba, pero le mostré mi credencial del servicio de inteligencia y me entregó una llave. Solamente me pidió que le pagara por adelantado. Roxi entendió que a pesar de cuánto lo deseábamos deberíamos esperar a entrar a nuestra habitación para comenzar a arrancarnos la ropa. Solamente después de una hora estuvimos en condiciones de hablar.
- Lo único que se me ocurre es lograr que el entrerriano pueda conseguir su mercadería por otro lado. Que prescinda de Corcho, que se olvide de él. El tipo ya maneja entradas por la Aduana y lo único que necesita es un proveedor. Vamos a pasarle el dato de alguna gente que conozco que también está entrando a través de Estevanez, pero tenemos que sacarlo del medio. A Estevanez, digo, así Yabrán pone alguien de él que contacte a los tipos que conozco yo y los use de proveedores. Que en todo caso puentee a otro. Vos buscá la forma de entretener a tu viejo y que no se ponga ansioso. Que espere un par de meses antes de volver a entrar nada. Y después, si quiere, que retome contacto con el entrerriano, pero ahora como cliente de él. Si cambia los papeles salva su vida.
- No debería decirte esto, pero amo eso de vos. Tu capacidad para encontrar soluciones para otra gente. Lástima que no las buscaste para vos. Para tu vida.
Iba a preguntarle por su vida, pero Roxi ya estaba encima mío, besándome el cuello, encendiéndome de nuevo. Veinte minutos más tarde me levanté de la cama para darme una ducha.
- ¿Tu mujer no te dice nada de que volvés a tu casa con olor a jabón chiquito?
- Está resfriada. Y por favor, no hablemos de ella.
Dos días más tarde le anuncié a Claudia que tenía un viaje relámpago a Mar del Plata. Se fastidió, pero cuando aparecí con uno de los Falcon del gordo Antúnez entendió que era realmente un viaje de trabajo.
- Te traigo alfajores, mi amor.
- ¿Vas sólo?
- Sí. Allá me cubren.
- Cuidáte...
El único lugar al que Estevanez entraba sin custodia era a un prostíbulo de Parque Camet, de modo que solamente podía apostar a mi puntería desde larga distancia y a la amnistía de los últimos rayos de sol de la tarde. Antúnez me había entregado, junto con el mejor de sus autos, una carabina con mira láser a la que cuidaba como si fuera su hija. El prostíbulo estaba muy cerca de la planta de tratamiento de líquidos cloacales, de modo que apostarme por allí cerca era realmente penoso.
Estacioné a unos cincuenta metros, frente a un caserón ostentoso y decadente que tenía un cartel que decía “Pop-Art”. En el momento en que abría el estuche para sacar el arma salió gente del caserón y tuve que abortar mis planes. No me vieron, alcancé a esconderme detrás de un árbol. Eran cuatro chicos que discutían. Reconocí a uno de ellos, era Aimé, el chico que le había rondado a Roxi unos cuantos veranos atrás. Se subió a una moto y partió, mientras uno de los otros chicos le gritó “¡cagador!”.
- ¡Cómo nos clavamos con este boliche de mierda! ¿Quién me manda a hacer negocios con este pendejo carteludo?
Los otros tres chicos subieron malhumorados a un auto estacionado detrás del mío y partieron por la ruta 11, volviendo al centro. No fueron más de treinta o cuarenta segundos, pero perdí la posibilidad de dispararle a Estevanez cuando entraba al chalet de su chica favorita. Tuve que esperar unos quince minutos, afortunadamente no era un hombre de servicio largo.
Mientras esperaba pude apostarme mejor, apoyando el arma sobre el cartel de esa casona que ahora sabía vacía. Desde ese ángulo no se vería el fogonazo, y la custodia pensaría que el disparo provino de la ruta. Necesité un sólo tiro, que le destrozó la cabeza. Guardé el arma en silencio, y aprovechando el alboroto de las mujeres que gritaban y los custodios que se debatían entre cargar a su jefe en el auto y llevárselo de ahí, o llamar una ambulancia, o salir a la ruta a buscar el autor de los disparos, me subí al auto y con las luces apagadas fui retrocediendo por una calle lateral hasta quedar fuera de su ángulo de visión.
Diez minutos más tarde estaba en Havanna comprando tres cajas de alfajores, una para Claudia, otra para Roxi y otra para el gordo Antúnez. Veinte minutos más tarde ya estaba en la ruta, volviendo a Buenos Aires. El aire cálido de la noche de febrero me ayudó a disiparme y ordenar ideas. Paré en Dolores a cargar combustible y tomar un café doble. En ningún momento la radio mencionó un incidente en el que un hombre de la Marina resultó muerto.
Antúnez agradeció que le entregara el Falcon en perfecto estado y con el tanque lleno; y la carabina casi intacta: sólo faltaba una bala en la recámara. Pero su rostro se encendió como el de un niño cuando le di la caja de alfajores. Me abrazó con los ojos húmedos. En este mundo, en esta vida, nadie le regalaba alfajores. Sentí cierta pena por él, de algún modo todos nosotros estábamos condenados, y nadie le regala dulces a un condenado.
Cuando llegué a casa sorprendí a Claudia, que me esperaba al otro día. Entendió que necesitaba dormir: bajó las persianas y se acurrucó a mi lado. Dormí diez horas seguidas.
Cuando desperté era casi la hora de cenar, pero le dije a Claudia que tenía que ir a informar sobre mi trabajo en persona, que no me esperara para cenar. Soborné su enojo incipiente con la segunda caja de Havanna, y partí con la tercera al hotel de Roxi.
- Le dije a mi papá que me juntaba con las chicas para ir a tomar algo... ¡Ay! ¿Estos alfajores son para mí? Gracias, pará que los subo a la habitación.
No estaba el recepcionista de la vez anterior, afortunadamente. Ahora sí podíamos ir al Castelar como yo había querido, aunque sospechaba que tratar de impresionar a Roxi con ese hotel era estúpido y altamente improbable. Hicimos el amor largamente, y en los breves momentos de descanso fui explicando a Roxi lo que había pasado con Estevanez, y cómo Corcho tenía que esperar alguna señal y no apurarse.
Me contó que estaba por casarse con uno de los proveedores de Carelli y vivía en una mansión de Fort Lauderdale. El tipo no le movía un pelo pero le aseguraba todas las cosas que ella necesitaba: seguridad, un pasar ostentoso, seguridad, una familia sustituta o algo parecido, seguridad, tenerlo a Corcho cerca y contento, y seguridad. Vivía en un mundo que nunca sería el mío, pero que circunstancialmente podría cruzarse; podíamos encontrar a través de la piel un punto de intersección entre mundos incompatibles.
La dejé en su hotel muy tarde, sabiendo que ese mediodía volvería con su padre a Miami. Corcho ya sabía lo de Estevanez y, hombre precavido, había aceptado que era mejor apartarse por un tiempo. En poco tiempo los cabos sueltos comenzaron a acercarse, seducirse, anudarse, con esa atracción mercurial de los hombres de negocios. Los amigos de los riojanos, antiguos clientes de Estevanez, habían descubierto al entrerriano que ahora les abría las puertas de la aduana, y accedieron a contactarlo con sus proveedores. Todos los caminos conducían, como siempre, a Roma.
Mi hijo nació como un mensaje de paz y racionalidad en ese infierno inflacionario, en medio de las denuncias de corrupción, entre las valijas que iban y venían. En esos meses revolucionarios, de una revolución conservadora y vulgar, nació Roberto, mi hijo, que se llamaba como me había llamado yo en una vida pasada. Nadie de mi entorno, salvo Escudero, supo la razón de ese nombre. A pesar de que ya nos veíamos poco y su estrella se había opacado, seguía siendo un puente, el hilo conector entre mi vida anterior y esta que estaba tratando de vivir ahora. Roxi me mandó regalos carísimos. Naturalmente, le dije a Claudia que los había mandado Corcho. Había, dentro de todo, cierta paz en medio de la tempestad. Pero la paz nunca dura mucho en tiempos de tempestad: mi hijo llevaba dos días en mi casa cuando sonó el teléfono.
- Oiga Carré, la situación es grave, ¿se puede saber quién es el que está detrás de Seineldín ahora?
- No lo sé, Senador, hace tiempo que con ese hombre no mantenemos contactos.
- Porque están a punto de tomar El Palomar y el Edificio Libertador, ¿cómo que no mantenemos contactos?, ¿me está diciendo que se ha desentendido de este hombre?
- Mire, desde que su hermano sacó a Zulema de Olivos nos prohibió cualquier cosa que tuviera que ver con Seineldín. Como usted sabe, ellos...
- No hace falta que me lo recuerde, pero bajarle el perfil no significa descuidarlo. Ha sido una imprudencia mayúscula. Este hombre está loco, no sé qué pide. ¡Si los hemos indultado a todos! ¡Y nos hacen esto!
- Entiendo su molestia doctor, pero le propongo concentrarnos en atacar este problema. ¿Quiénes están con él?, ¿qué piden?
- Hay un grupo de los hombres que estaban con Rico, en ésta lo acompaña Breide Obeid. Y acá están sus proclamas, fíjese...
Eduardo Menem me extendió un volante mimeografiado con una serie de consignas nacionalistas y ultracatólicas. Hablaba de imperialismo, de un nuevo orden mundial, de la destrucción de las fuerzas armadas y la necesidad de una moral nacional, fuere lo que fuere lo que eso significase. La mitad del folleto parecía un discurso del Partido Obrero, y casi se lo dije a Menem, pero no estaba el horno para sutilezas.
- Al margen de estas cosas, ¿sabemos qué es lo que quieren en concreto?
El senador me estaba por responder cuando sonó el teléfono de su despacho. Colgó pálido de ira.
- Han copado el Regimiento de Patricios también. Ese cretino de Hugo Abete... Carlos está por firmar la declaración de estado de sitio que le preparé.
Esta vez yo sabía que no podía intervenir, en los tiroteos ya había muertos y sabía que Seineldín y sus hombres esperarían para ajusticiarme por la rendición que les había arrancado en Villa Martelli. Lo único que podía hacer era tratar de averiguar si había alguien más detrás de esta caterva de delirantes. Al caer de la tarde supe que estaban solos, que la mayoría de los oficiales estaban lo suficientemente agradecidos por los indultos, y la mitad de los “carapintadas” que nos habían ayudado a voltear a Alfonsín tenían razones contantes y sonantes para quedarse en sus regimientos o en sus nuevas ocupaciones civiles.
Al anochecer ya sabíamos que estaban rodeados y que esperarían a la mañana del otro día para rendirse. Cuando volví a casa encontré a Claudia y Roby durmiendo frente al televisor, y caí en la cuenta de que ahora tenía mucho más para cuidar que mi propia vida. Cualquiera de los amigos de Seineldín podrían haber identificado mi casa, y ajustar sus cuentas conmigo... espanté esa idea de un manotazo al aire. Justo en ese momento se despertó mi mujer.
- ¿Qué pasó, Gordo?
- Nada, mi amor, son una banda de locos nomás, que ya están aislados. Mañana se rinden. ¿Cómo está este gordito? ¿Vamos a la cama?
Al otro día, 4 de diciembre, Seineldín entendió que debía rendirse y que había perdido la oportunidad de cobrarse sus cuitas conmigo: habían muerto 14 argentinos en esta intentona y habían destruido varios edificios, pero yo me mantuve aparte esta vez. Es legítimo reconocer que tuve mucho miedo. Más que otras veces.
El año comenzaba a terminar, y mi operación más importante estaba cerca de concretarse: finalmente Domingo Cavallo sería ministro de economía. Decidimos posponer su asunción por un par de meses porque no queríamos confirmar las denuncias de Seineldín: en ese momento comprendí que su levantamiento intentó ser un golpe preventivo para evitar que Cavallo asumiera en el ministerio. Nuestro elegido tenía, evidentemente, algunos enemigos poderosos que no lo querían ver en el Palacio de Hacienda.
Durante enero todos descansamos, en febrero comenzamos a armar el equipo y definir los detalles del plan de convertibilidad, y el primer día de marzo asumió con su gabinete. El lanzamiento formal del plan fue un mes más tarde, mientras terminé de asegurar el apoyo de los barones de la industria y de cuatro o cinco sindicalistas importantes. Esta vez casi no hizo falta convencer a nadie con chequeras ni carpetazos. Los únicos que recordaban que Cavallo había nacionalizado la deuda externa de las empresas privadas eran los radicales, a quien nadie tomaba en serio, y mucho menos cuando hablaban de economía.
Los resultados fueron relativamente rápidos porque la inflación cedió como por arte de magia. Entendí que, como tantos otros cataclismos sociales, era un fenómeno que solamente podía ser desmontado por los mismos agentes que lo provocaban. En este caso, el grupo de empresarios que se abroquelaba en torno al gobierno. Nuestros viejos amigos de la calle Olleros habían multiplicado su fortuna varias veces en un par de años, pero no daban muestras de estar particularmente agradecidos.
En esos días comenzamos a tener problemas en el norte, porque un veterano dirigente jujeño comenzó a recorrer la provincia para volver a la gobernación, y encontró que sumaba votos denunciando a los grupos que ingresaban cocaína por la frontera. El senador Menem trató de frenarlo en el Congreso para no poner en peligro la subsistencia económica de una buena parte de nuestro armado político, pero Snopek, el viejo ex-gobernador, había encontrado la clave para volver a comandar la provincia. No hubo forma de detenerlo.
Tuve que viajar a Jujuy para constatar que Snopek no dejaría de atacar a los hombres que ingresaban “la droga”, ni aun prometiéndole un pacto improbable mediante el cual lo apoyarían para volver a la gobernación si dejaba de interferir y miraba para otro lado. Pero el pliego de condiciones que el hombre exigía era tan vasto que no había forma de cumplirlo. Como todo hombre, tenía un talón de Aquiles.
- ¡Oiga, mire, dígale al Ingeniero Snopek que Carlitos ha tenido un accidente! No, no sé cómo está el muchacho, está internado acá en San Salvador...
Poca gente conocía el número del movicom del senador Snopek, era uno de los pocos teléfonos personales que había en Jujuy y dejarle un mensaje en él equivalía a asegurarse de que cualquier mensaje fuera debidamente transmitido.
En el norte argentino hay muchos animales sueltos, es una de las principales causas de accidentes de tránsito. Teníamos ocho caballos distribuidos en cuatro puntos precisos de la ruta que unía Humahuaca, donde estaba de campaña el senador, con la capital, donde supuestamente su hijo agonizaba. El ex-gobernador esquivó al primero de ellos con la pericia de sus décadas de experiencia en esas rutas, pero el segundo caballo no le dio tiempo a nada, y convirtió a su Peugeot 405 en su ataúd y su lápida.
Para asegurarnos de que el tema se terminara allí, a las pocas horas el hombre encargado de espantar ese caballo fue convenientemente acuchillado, en alguna tapera inmunda, después de varias rondas de caña. El hijo de Snopek se enteró de la tragedia cuando volvía de su clase de tenis.
En el otro extremo del país habían querido entorpecer la candidatura del intendente de Río Gallegos exhibiendo su relación con los “carapintadas”: todos sabían que en el segundo levantamiento de Aldo Rico uno de los pocos regimientos que lo apoyó fue el de Rospentek. Y que contaron con apoyo de la municipalidad de la capital. Los tres o cuatro grupos que pretendieron impugnar a nuestro candidato sufrieron una serie de atentados y aprietes que los mandaron convenientemente a callarse la boca.
A partir de allí el médico del regimiento, Sergio Berni, se convertiría en el hombre fuerte de Néstor Kirchner a la hora de controlar los problemas sindicales en las minas, las factorías de pescado y en las calles.
- ¿Sabés cómo lo hago? Me los llevo en mi auto hasta unas barrancas que hay camino a El Calafate. Ahí freno, los hago bajar y les explico que acá fue donde fusilaron a los bolches en la Semana Trágica. Que si les pegan un corchazo en este lugar, el cuerpo tarda más en descomponerse que en ser desparramado por el viento hasta hacerlo desaparecer por completo.
Me pareció una explicación didáctica y convincente, y entendí que con esta gente las huelgas en el sur serían más bien pocas.
Salvo por estas notas de color, el tránsito hacia las elecciones de 1991 fue un trámite aburrido: prácticamente no tuvimos que hacer nada, porque cualquier candidato que propusiéramos y que se enarbolara con la inédita estabilidad económica se llenaría de votos. Era, como afirmaba un sociólogo de supermercado, el fin de las ideologías. La única fe subsistente era la de la paridad del dólar, que trajo una inyección de tecnología y modernización. Algunas fábricas tuvieron que cerrar y las privatizaciones como credo oficial comenzaban a esputar desocupados por millares, pero en términos generales la mayoría de la gente estaba feliz de poder planificar las compras del supermercado sin tener que reventar el sueldo el mismo día de cobro.
La situación política estaba tan tranquila que me permití conocer Punta del Este, ese lugar exclusivo donde veraneaba lo más selecto de Argentina. Fuimos invitados por Eduardo Menem y su esposa, que de inmediato se hizo íntima amiga de Claudia. A mí la idea de quedar tan pegado a alguien no me gustaba en absoluto, porque había visto ascender y descender tanta gente que conocía la volatilidad de las relaciones personales. Y había visto demasiadas veces cómo mi estabilidad, real o ficticia, terminaba estrellada contra escenarios en los que no había elegido ingresar. Fueron unos días plácidos, sin embargo, y decidimos quedarnos allí con nuestro hijo un par de semanas más para disfrutar del año nuevo cerca del mar. Esos días fui feliz.

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