viernes, 22 de mayo de 2020

Capítulo 18: Un País en Serio


- ¿Vos no estabas con Grosso?
- ¿Y vos sos buchón o pelotudo?
Estaba a punto de trompearme con este tipo de bigotes prolijos que me estaba por presentar De Vido, hasta que el mismo anfitrión intercedió para calmar los ánimos.
- ¡Che, che, paren! ¡Parecen bataclanas, viejo! Dejensé de joder. Julito, mirá, éste es Guillermo. Un compañerazo que estaba retirado y el “Negro” Moyano volvió a traer al Movimiento. Guille, éste es Julio, un amigo que nos ayudó en varias. Ya te voy a ir contando. A ver si se toman un vino y calmamos los ánimos, che.
Así comenzó mi relación con Guillermo Moreno. Yo conocía a De Vido porque era quien manejaba los puertos de Santa Cruz, y quien me había permitido continuar con mis negocios sin tener que renegar con la gente de Ezeiza. De este modo, y asociándome a él, había contribuido a la campaña del flamante presidente. La recepción en la quinta de San Vicente era relativamente austera porque así lo había pedido Kirchner. Quería sondear la gente que tenía a su disposición y por eso no quería que los invitados se distrajeran comentando la calidad del champagne o de las ostras. La única muestra de cierta distinción fueron los platos de exquisita centolla patagónica que había ordenado Cristóbal, el empresario que se sentía dueño del toro campeón.
- ¿Te acordás cuando te dije que íbamos a llegar? Vos no me diste pelota...
- Te dije que entonces no era el momento, no que no iban a llegar. Y no me equivoqué. Ahora, ¿quién es ese imbécil que me presentó Julio? Me bardeó apenas le pregunté quién era.
- No sé bien, no es “pingüino”. Pero si lo trajo De Vido será por algo. Ahora acompáñame que te quiero comentar algo.
Nos apartamos hacia un rincón del parque, lejos del ruido y los brindis. Esperamos que invitados y anfitriones comenzaran a cantar la marcha peronista. Por enésima vez.
- Estamos preocupados, necesitamos repuntar rápido si no queremos ser un títere de Duhalde.
- Cristóbal, ¿vos te das cuenta de con quién estás hablando? ¿Para quién creés que trabajo?
- Julio, sos un tipo inteligente y entendés este juego mejor que nadie. Sabés que Duhalde nunca tuvo el control que tuvo el “Turco”, y si no se corre lo vamos a llevar puesto. El jefe va a ser Nestor, esto es así. Y vos lo sabés. Tomará un año, dos. Al “Cabezón” le vamos a respetar sus espacios y a “Chiche” también, pero él también sabe que se va a tener que correr. ¿Vos viste lo que le dan las encuestas? Está muerto. Ya está muerto.
- ¿Y vos qué querés?
- Que labures para nosotros. Canuto, como siempre. No vamos a romper ahora, es más, vamos a mantener a casi todos los ministros. Vas a tener los negocios que quieras.
- Llamame el lunes.
El presidente Kirchner asumía como apenas una marioneta de Duhalde, y era cierto que debía reinventarse si quería comenzar a construir poder. Aunque no lo aceptara frente a López, yo debía admitir que el empresario tenía razón, y hasta el caudillo bonaerense sabía que le esperaba un letargo y la paulatina extinción de su poder; a lo sumo podía demorar ese proceso algunos años. El problema consistía en cómo demostrar ante los argentinos desahuciados que el hombre de Santa Cruz no era más de lo mismo. Iba a tener que buscar nuevos socios.
- Julio, nosotros no tenemos nada que ver con todo eso, ¿de qué me estás hablando?
- No hay muchas opciones, Cristóbal. Si Nestor se muestra tal como fue en Santa Cruz, no llega al año de gobierno. No creo que la gente se banque que el gobierno se mueva un paso más a la derecha. Así que te queda un sólo camino si querés lavarle la cara. Lo que te ofrezco es tratar de acercar a los piqueteros, y a esa gente que está con ellos. Estructurarles un plan que los saque de las calles y permita decir que el tipo les generó trabajo y además eliminó los piquetes. Sumás por izquierda y por derecha, y sobre todo, gobernás tranquilo, sin quilombos.
- Pero no tenemos a nadie con contactos ahí.
- Sí tenés. Berni operó con un montón de organizaciones los quilombos del 19 de diciembre. Llamalo y armemos una agenda para ir a ver a estos tipos. No te conocen ni a vos ni a mí, ¿cuál es el problema? ¿Que nos digan que no? Los cagamos a palos...
- …
- Pero hay más. Tendría que mostrarse con la gente de los derechos humanos, de los desaparecidos, esa gente. Son los únicos dirigentes que no están golpeados y tienen buena imagen. O por lo menos no tienen mala imagen.
- Nah, lo que faltaba... que llamemos al zurdaje para sacarnos una foto.
- Cristóbal, no entendés. Ustedes llegaron sin votos y de la mano de un tipo que el ochenta por ciento de la gente repudia. Los sindicalistas están partidos y son una mafia sin conducción. El peronismo partido en mil pedazos. Ustedes no manejan la policía ni el ejército. ¿Me querés decir de dónde carajo van a construir poder? Está todo licuado. Hay que empezar de cero. Inventar otra cosa, otra fuente. Si te quedás con la foto de siempre estás perdido, porque es una foto del pasado.
- ¡Ah!, ¿y vos me decís que sacarme una foto con las Madres de Plaza de Mayo es el futuro?
- Sí, ¿o conocés otro dirigente que pueda salir a la calle sin custodia para que no lo linchen? Además están regaladas, viejo. ¿Te acordás cuando se juntaron con el Adolfo? ¡Semejante payaso, y lo trataron como a un duque! Tirales unos mangos para su fundación o para lo que puta sea, y te aseguro que se juntan para la foto. Que Nestor les dé un abrazo, les prometa boludeces, lo que sea, pero que se saquen la foto. Ahí nomás de arranque tenés adentro a la pendejada que sale a romper las bolas todos los 24 de Marzo. Ese día es el cumpleaños de mi hija, no hay una puta vez que podamos hacer algo tranquilos sin tener que bancarnos las marchas y esas boludeces.
- Pero ya dijeron que Nestor le parecía la misma mierda que los demás...
- ¿Y a vos qué te importa? Si les ofrecés algo concreto y les das un poco de espacio, te van a adorar. Y sumás por todos lados. ¿O vos creés que esa gente no sabía qué tipo de sorete era Rodríguez Saá? Y lo abrazaron igual.
- Pero pará, ¿vos no habías laburado para los milicos?
- ¿Y? ¿Vos creés que alguna vez alguien me miró el currículum?
- Digo, por si tenés amigos ahí...
- A mí nadie me preguntó si quería laburar para ellos. Y tampoco hablo de mi pasado ni de mis amigos.
- Bueno, no sé. Esas cosas hablalas con el “Chino” Zanini, el bolche de la pingüinera era él, no yo...
Hablé con Zanini. Era un tipo astuto y con una formación analítica muy precisa. Lo había visto alguna vez en Santa Cruz, pero le gustaba mantenerse como un monje negro y cultivaba el misterio aun cuando había sido un funcionario relevante. Y además era el único que podía discutir sobre algo más que roscas y negocios. Sin sorprenderse, acordó que debían crear una imagen distinta de la que tenía el gobierno hasta ese momento, y que había un espacio vacante en el “campo progresista”. Después de la caída de De la Rua, los progres que quedaban en el Frepaso se habían escondido debajo de la cama o habían migrado a otros espacios; habían dejado ese espacio vacío para que lo ocupe cualquiera. Literalmente cualquiera.
Llamé a Schocklender, me presenté como un flamante funcionario interesado en los derechos humanos. “Sé quién sos, Carré. ¿Qué querés”. Así comenzó nuestra conversación, lo que me evitó tener que dar largos tanteos y usar eufemismos.
Me escuchó en silencio, fumando un cigarrillo negro detrás de otro. Solía tirarme el humo en la cara, nunca supe si por descuido o por desprecio. Le expliqué sobre la necesidad de dar un viraje en el gobierno y comenzar a apartarnos de algunos actores que hasta ese momento monopolizaban el tablero político. Después de un rato de mirarme en silencio, habló. Puso un precio, y exigió además que lo recibieran Nestor y De Vido.
- Queremos hacer casas en las villas, pero sin intermediación de los gobernadores ni la mafia de la obra pública.
Me explicó en detalle su plan para construir casas con materiales y procesos más económicos y de mejor calidad que los que se usan habitualmente para las viviendas sociales, y me dijo qué necesitaba. Me levanté de la mesa cuando se encendían las luces de la plaza del frente, y casi simultáneamente, en el bar de la fundación de las Madres de Plaza de Mayo. Cuando lo despedí supe que este hombre, tosco y antipático, era uno de los tipos más inteligentes con los que había negociado.
Era imposible en ese momento gestionarle una entrevista con el presidente, pero sí logramos que atendiera a Hebe de Bonafini, la conductora de la fundación y dueña de los pañuelos. De Vido, en cambio, recibió a Schocklender. Éste tenía un plan decidido, pero carecía del capital para concretarlo. Le ofrecí asociarnos, siguiendo un impulso de intuición y curiosidad: armaríamos una empresa juntos, yo pondría el capital inicial y él las ideas y el desarrollo. Después, la fundación de las Madres lo contrataría como proveedor de materiales, con fondos provistos por De Vido.
El día que fuimos a la escribanía para buscar el contrato de nuestra sociedad, Schocklender lucía desgarbado como de costumbre, pero con un brillo de optimismo casi infantil en sus ojos. Nos cruzamos en la puerta con dos ancianas que guardaban en sus carteras, cada una, un billete de cien pesos. Eran las socias y accionistas que habíamos alquilado para constituir la empresa. Dos mujeres que sacamos de una unidad básica, nos prestarían sus nombres por unos pesos, y volverían al barro. Noté, cuando finalmente pasamos al despacho de la escribana, que tenía sobre su escritorio una foto con un rostro que me pareció vagamente familiar. Reconocí de inmediato al hombre que sonreía a su lado. “Carajo”, pensé, “esta mina es la esposa de Moreno”.
- Ah, seguramente lo conoce a Guillermo, mi marido.
- Sí, señora, he tenido el gusto.
Salimos de la escribanía con las escrituras de Meldorek, el nombre que alguien había elegido para nosotros, y un poder para gestionarla. De inmediato comenzamos a buscar un lugar para construir la fábrica de paneles que usaríamos para construir las casas. Gestioné con De Vido un “adelanto” para instalar la fábrica y comenzar a capacitar a los trabajadores, pero a pesar del ímpetu de Sergio las viviendas no estarían listas hasta dentro de bastante tiempo.
Mientras tanto habíamos logrado lo que pretendimos: el gobierno de Kirchner comenzó a dar sus primeros pasos referenciándose en la agenda de derechos humanos, aprendiendo rápidamente un discurso que les había sido prolijamente ajeno durante toda su vida. Ayudaba mucho que su esposa tuviera buena oratoria, y podía defender con igual convicción tanto el indulto para los militares como la necesidad de iniciarles nuevos juicios. De hecho, en algunos juzgados volvieron a citar a algunos militares de pasado escabroso.
Llamé a Escudero -que había vuelto a ser Astiz para allegados y ajenos- para ponerlo a resguardo, pero en lugar de exiliarse en “El Entrevero” prefirió quedarse y convertirse en un mártir de los marinos y de la patria procesista. Además, me insultó por formar parte de este gobierno “lleno de Montoneros”. Allá él, si creía en lo que decían los diarios...
El invierno nos atenazaba entre cortes de energía y las primeras internas palaciegas. El gas y la electricidad escaseaban, y me preguntaba cómo haría la gente que depende de los suministros del Estado para sobrellevarlo. “Alguien debería hacer algo con eso, pensé, pero es área de De Vido”.
Roxi protestaba por los aumentos en los gastos comunes de nuestro piso, porque los generadores de electricidad funcionaban todo el día para suplir la falta de energía. Mi mujer no tuvo ningún interés en pensar cómo lo podría estar pasando la gente que no tenía generadores. A decir verdad, yo tampoco tenía mucho tiempo para pensar esas cosas.
Comenzó a llamarme Magnetto, con insistencia, y me sacó de mis cavilaciones. Me decía que el gobierno no le estaba dando lo que había prometido y los bancos le mordían los talones. La ley de quiebras permitía que los acreedores pudieran quedarse con parte del capital de sus deudores como pago de la deuda, aunque eso implicara desarmar grupos empresarios y admitir que extraños se metieran en los directorios de sus empresas. Tuve que retomar un proyecto de ley que en su momento había garabateado Moreau para congraciarse con el jefe de Clarín, y prometer que lo estudiaría con cuidado. No había mucho para hacer.
O sí. Logramos aprobar la ley de preservación de bienes culturales, que en lo sustancial impedía que los medios de prensa cayeran en manos extranjeras. Este nacionalismo de cotillón servía en realidad para frenar a los bancos foráneos que veían nuevas oportunidades en el mercado argentino, y de paso nos permitía conservar el control sobre los medios.
Siempre se habían girado sobres suculentos a los diarios y canales de televisión, y esa práctica quedaría dificultada si los administradores de los medios comenzaban a responder a las normas europeas y norteamericanas sobre transparencia de la prensa. En verdad, todos los medios reportaban a los gobiernos o las empresas, pero por alguna cuestión mitológica en Argentina mantenían una pretensión de neutralidad e independencia en la que casi nadie creía.
Después de la promulgación de la ley hubo una recepción en Olivos. Magnetto estaba exultante y prometía fidelidad y amor eterno a Kirchner; Escribano, el director de La Nación, incluso acompañó con su cucharita de helado los acordes de la marcha peronista que entonaron los comensales. Yo no recordaba una escena así desde la época en que Menem había incorporado a los Alsogaray al peronismo. Lo cierto es que en aquél momento, casi quince años antes, hasta el patriarca de la oligarquía argentina siguió son sus manos esos mismos acordes que cantaban ahora los funcionarios del gobierno.
Tampoco resultaba fácil recordar un momento en que la prensa haya sido tan benévola con un gobierno. O sí: durante los primeros años de la Convertibilidad, Menem fue algo así como un Mesías iluminado. Todo tiene que ver con todo, pensé, y algunas cosas son siempre las mismas. Algunos rostros, también.
Hasta ese momento Duhalde creía tener parte del control del gobierno, porque yo estaba conteniendo los impulsos de los kirchneristas de salir a comprar dirigentes del Conurbano. Entendieron que hasta que no tuvieran una buena cantidad de dinero para comprar a diez o doce intendentes importantes, sería contraproducente generar un enfrentamiento en el que Duhalde aún podía hacerles mucho daño.
Además yo tampoco podía saltar tan abiertamente de un espacio al otro, porque mis negocios con el “paco” eran conocidos por Duhalde y sobre todo por su esposa, que seguía manejando a las “manzaneras”. De a poco fuimos renovando el plantel de proveedores, de modo de que pareciera el retiro de una organización y la llegada de otra. Aprovechamos la situación para fingir un enfrentamiento entre bandas y liquidar a un par de vendedores que se habían vuelto adictos y nos comenzaban a robar.
Los remates de propiedades habían comenzado a secarse, pero para fin de año yo ya había acumulado casi doscientos inmuebles en pocos años, lo suficiente como para poder blanquear ingresos sólidos. Armé otra sociedad anónima, nuevamente con la firma de la esposa de Moreno, certificando mi condición de empresario inmobiliario.
Ese año volvimos a Punta del Este, a la casa de Corcho. Nadie más sabía de mi casa en José Ignacio, más que él. Quería estar cerca para preparar algunas entrevistas con dirigentes opositores, yo tenía una idea en mente y necesitaría tiempo para concretarla. El año nuevo se presentaba venturoso y por primera vez en mucho tiempo parecía haber expectativas serias de que el país comenzaría a funcionar regularmente, pero había que aventar cualquier riesgo de inestabilidad que pudiera poner en peligro ese crecimiento.
De vuelta en Buenos Aires comencé a tener problemas con Gustavo Beliz, de quien ya me había liberado una vez. Ahora estaba en el Ministerio de Justicia, y desde allí intentaba indagar acerca de mis movimientos. Por alguna razón creía que yo tenía algo que ver con el ministro de Salud, quien había lanzado un plan de medicamentos genéricos para facilitarle al gobierno la compra de remedios. Esta movida había enfurecido a los laboratorios, que presionaban a Beliz y lo amenazaban con dejar de financiarlo.
Pero fundamentalmente lo irritaba la posición abiertamente proclive a despenalizar el aborto y promover la educación sexual que intentaba llevar adelante su colega Ginés García. Beliz había intentado aplacar los ímpetus de su formación católica, pero ahora, además de los laboratorios lo presionaban sus amigos del Opus Dei.
- ¿Sabés cómo le decíamos en los ´90? “Zapatitos blancos”. Nunca quiere pisar el barro, y patalea desde afuera.
El ministro de Salud me miraba risueño. Me simpatizaba ese gordo bonachón, era un tipo al que uno intuitivamente invitaría a comer un asado. Me había pedido que lo ayudara a contrarrestar los embates de su colega en el Ministerio de Justicia, y de alguna manera me daba una excusa para buscar la forma de sacármelo de encima.
Mientras tanto, teníamos problemas para instalar la imagen de un presidente que se tomara en serio las cuestiones de derechos humanos, y tuve que viajar dos o tres veces a silenciar a opositores santacruceños que amenazaban con contar la historia de los Kirchner durante la dictadura. Necesitábamos un gesto urgente, que fuera más allá de los discursos.
El 24 de Marzo estaba pautado que el presidente iría al Colegio Militar a dar un discurso relativo al golpe de Estado de 1976. Al atravesar la Galería de Directores, donde se exhibían los cuadros de todos los que habían conducido el Colegio, se detuvo frente a dos de ellos. En ese momento, ante los fotógrafos y camarógrafos oficiales, el presidente le pidió al Jefe del Ejército que descolgara los cuadros de Videla y de Bignone.
El encuadre de las fotos fue perfecto, y la filmación, elocuente. En menos de diez minutos estaban en las ediciones de internet de los principales diarios, veinte minutos después el hecho se comentaba en los noticieros de televisión, y los diarios de esa tarde y los días siguientes no dejarían de propalarlo sin tregua, junto con fragmentos del discurso presidencial.
Nadie se preguntó cómo es que justo había en ese lugar una escalerita a la que se subió el General Bendini para poder descolgar los cuadros, ni la naturalidad con la que éste cumplió la orden. Tampoco nadie se preguntó por qué Kirchner decidió dar un rodeo entre la entrada del edificio y el patio donde daría su discurso, para atravesar ese pasillo que le quedaba a trasmano. Ni por qué las cámaras siguieron al presidente en esos pocos metros irrelevantes, ni cómo es que lograron ubicarse para lograr encuadres perfectos de manera tan rápida, como si hubieran previsto lo que ocurriría.
La operación fue perfecta, y hasta los editoriales hablaron del gesto “espontáneo” del Presidente. La gente de Página 12 puso algunos reparos para usar ese término porque la puesta en escena era demasiado burda, pero una llamada oportuna a su dueño terminó de clausurar esos pruritos.
Solamente Alfonsín se había ofendido cuando Kirchner pidió perdón por el silencio del Estado durante esos treinta años, pero para ese momento lo único que se remarcaba de la gestión del radical eran las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, obliterando convenientemente el Juicio a las Juntas.
Alfonsín, esa molestia incombustible, intentó algún pataleo afirmando que su afamado juicio había sido una gesta inédita y solitaria, enfrentando la hostilidad del peronismo que rápidamente se plegó a la reacción “carapintada”. Razón no le faltaba, y tuve que trabajar horas extras para evitar que le dieran espacio en la televisión. Nosiglia solamente pudo comprar algunos recuadros en un par de diarios, pero para cuando lograron publicar la diatriba del radical, ya había pasado el momento y todo el mundo hablaba de otra cosa. Todo el mundo hablaba de los gestos de Kirchner.
Ese mismo acto sirvió para transparentar la fractura inminente con los Duhalde y los gobernadores que aún les eran fieles, porque acordamos con los dirigentes de derechos humanos que mencionarían a la Triple A y la participación de la derecha peronista en la represión de los setenta. Alfonsín había restringido su revisión del pasado solamente a lo ocurrido a partir del inicio del Proceso, en un intento de negociar con el peronismo la inmunidad por gobernabilidad. Recién en 1986 logró extraditar a López Rega, cuando advirtió que todos sus gestos hacia el peronismo (hasta perdonarle las deudas a “Isabelita”) serían inútiles.
Pero ahora necesitábamos comenzar a reflotar esa parte de la historia, porque había una larga lista de dirigentes comprometidos en masacres varias que se habían “reciclado” en democracia y los teníamos enfrente. Duhalde encabezaba la lista. Nestor no estaba lejos, él mismo se había enriquecido gracias al ejército y los bancos, pero nos encargaríamos de esconder esas cosas bajo la alfombra.
Astiz me llamó indignado, y apenas pude calmarlo explicándole que el gobierno atacaría también a algunos peronistas que habían operado en aquella época. No era suficiente, me consideraba un traidor por trabajar para los Kirchner.
- Dejá de hablar boludeces, Alfredo. No sabés la cantidad de amigotes tuyos que están laburando acá adentro. Yo te ofrecí borrarte, y te lo ofrezco de nuevo. Si querés, te saco de ahí en dos horas, y desayunás en Miami.
- ¡Andate a la puta madre que te parió, Roberto!
Más no pude hacer. Sentí cierta pena por Astiz, a quien le habían diagnosticado un cáncer de páncreas, pero él también había jugado sus cartas. Y había perdido.
Comenzó a corroerme otra urgencia: saber dónde estaba Adriana, la mujer por la que me habían desaparecido en 1976. De las carpetas que pude robarme en esos días atormentados del interinato de Ramón Puerta no pude saber mucho más que su nombre en clave y el alias que usó en el diario. Necesitaba algún contacto que trabajara en Inteligencia Militar, una de las áreas más celosamente guardadas. Finalmente accedí a su legajo.
Esta mujer se había ido a Paraguay hacia finales de la dictadura, y regresó en algún momento para instalarse en la Patagonia. Había regenteado prostíbulos de lujo en Río Gallegos y Comodoro Rivadavia, desde donde obtenía información de calidad sobre los políticos, empresarios y curas que frecuentaban sus negocios. La extorsión había sido un trabajo redituable, pero había decidido volver a trabajar para inteligencia militar. Se había infiltrado ahora en las Madres de Plaza de Mayo pretendiendo ser la hermana de un desaparecido.
Se me heló la sangre. Esta mujer podía saber bien quién era yo. Caí en la cuenta de que yo había estado buscándola, pero que ella ya me podía haber encontrado. En las fotos más actuales se veía como tantas otras mujeres de mi edad que me había cruzado por los pasillos de la Fundación cuando iba a reunirme con Schocklender. Entendí que el pasado es un cuento mal contado, que vuelve a empezar una y otra vez, y cada versión es apenas un poco peor que la anterior.
Llamé a Sergio, haciendo un esfuerzo sobrehumano para tapar mi angustia. Me preguntó si ya había salido la aprobación de los planos de las casas. Le dije que no, pero que necesitaba hablar con él urgentemente, fuera de la Fundación. Le envié por mensaje de texto la dirección del café donde lo cité. Por primera vez me sudaban las manos al empuñar la Beretta.
- No sé cómo contarte esto. Hay una mina que creo que se les infiltró. Servicio naval, o del ejército. Es muy peligrosa, Sergio.
- ¿Quién es?
Le alcancé una fotocopia de su foto, su nombre y su rol actual. Schocklender me miró con los ojos gélidos. Después, simplemente largó una carcajada.
- ¿Me estás cargando? Es una broma, ¿no?
Me comenzó a correr un sudor frío por la espalda, adiviné que me había puesto pálido. Le retiré la fotocopia tratando de disimular el temblor de mis manos.
- Es mi tía. Negocios familiares. Esto queda acá.
Se levantó para irse. Antes de que yo dijera nada, me volvió a mirar con esa misma mirada helada.
- No pasa nada, Carré. Algún día me vas a contar por qué estás tan cagado. Como si hubieras visto un fantasma...
- …
- Avisame si sale la aprobación, ya tenemos placas para cien casas.
Volví a casa apesadumbrado. Roxi me esperaba para quejarse de la libreta de calificaciones de Robbie, pero quedaba claro que no se atrevía a retar a mi hijo de frente. Durante estos años habíamos ensamblado una convivencia razonablemente feliz, en la que cada uno hacía lo que le parecía sin preguntar demasiado y sin mirar al costado, pero había grietas ocultas que en algún momento deberíamos comenzar a explorar.
Mi hijo estaba recluido en su habitación, con llave. Llamé varias veces pero no me respondió: asumí que estaría abstraído con los auriculares de su equipo de música. Salió de la habitación un rato más tarde, y lo encontré en la cocina.
- Robbie, ¿se puede saber qué te pasa?
- Nada...
- Ahá, ¿y eso de encerrarte en tu cuarto y no responder a los llamados?
- No te escuché.
- Dejate de pavadas. ¿Qué pasó en el colegio?
- Nada.
- Roxi no opina lo mismo. Y yo tampoco. Tu libreta es un desastre. Te pregunto de nuevo, ¿se puede saber qué te pasa?
- No me rompas las bolas, viejo...
- Escuchame mocoso, vos a mí me vas a respetar, ¿está claro? Ahora explicame por qué esas notas. Yo no te pido que te saques diez en todo...
- Me tiene harto ese colegio.
- ¿Y se puede saber por qué? El señorito va a uno de los mejores colegios de Buenos Aires, tiene todo lo que quiere, pero está harto del colegio...
- Estoy harto de que me traten como el hijo del mafioso, eso pasa.
Me di cuenta de que iba a cachetear a mi hijo cuando ya lo había hecho. Robbie me miró azorado: jamás le había levantado la mano. Ni a él ni a nadie de mi familia. Corrió de nuevo a su habitación, yo me quedé temblando, pálido en la cocina, humillado. Apareció Roxi, que obviamente había escuchado la última parte de la conversación.
- Sos un pelotudo. Y tu hijo tiene razón, yo también me cansé de que me miren como a la mujer del mafioso...
Se fue a la habitación de Esperanza, que le pedía que le leyera un cuento.
Volví a sentirme como durante la adolescencia, cuando era un extraño perpetuo, el que nunca encajaba en ningún grupo. Volví a sentirme afuera de todo y ajeno a la gente que me rodeaba. Salí al balcón, para hermanar mi intemperie con la llovizna que agrisaba Buenos Aires.
Había vivido casi toda mi vida como un pasajero sin boleto, y a pesar de que ahora era uno de los dueños del tren, seguía siendo un polizón, un intruso. ¿Pero era acaso un dueño del tren?, ¿o era apenas el que limpiaba las letrinas de gente más poderosa, un amanuense armado de los señores que almorzaban con Mirtha y sonreían desde los afiches?
Me había acostumbrado a esto, acaso porque me sentí respetado. Pero, comprendo ahora, respetado como un sirviente fiel y eficiente. Acaso Corcho era el único que me veía como un par, un sobreviviente esforzado de esta farsa de sangre y mierda que los mapas llaman Argentina.
- Robbie, perdoname. Quiero que hablemos hijo, voy a estar en la biblioteca.
Esperé a mi hijo durante un par de horas, deambulando entre mi sillón de lectura de cuero Connolly y los estantes de nogal donde reposaban libros que en su mayoría jamás había leído. No al menos en esta vida, tal vez sí cuando era joven y tenía otro nombre y estudiaba periodismo. En algún momento me dormí, vencido por la culpa, la impotencia y el whisky. Al día siguiente hicimos de cuenta que éramos una familia normal: nadie estaba dispuesto a renunciar a la prosperidad provista por este mafioso, bastante nos había costado renunciar a los Mercedes.
El trabajo para consolidar el poder de los Kirchner nos obligó a todos los operadores a redoblar nuestra agudeza y nuestra capacidad de daño: yo aún reportaba a Duhalde pero sólo por tiempo parcial. Durante el resto del tiempo aprovechaba la llegada a su entorno político más íntimo para buscar las grietas y construir las fracturas. Duhalde nunca me había gustado, y no me molestaba ser uno más de los que lo traicionarían. Reconocí con gratitud su ayuda para mis negocios, pero era claro que el “Cabezón” nunca sería dueño de la Argentina como había sido Menem. Y como sería Kirchner.
Me llamó Aníbal.
- Carré, no te voy a andar con vueltas. Vos y tu suegro aparecen en todos los reportes sobre narcotráfico que tenemos acá en el ministerio. Las primeras movidas, la merca en las expendedoras de Coca, el “paco”.
- Ahá. ¿Y qué pensás hacer con esas carpetitas? Sabés que tengo un archivo prolijo de cómo me han ayudado los compañeros.
- No te estoy amenazando, Julio, así que metete tu respuesta en el orto.
- Qué fino, el Señor Ministro...
- Escuchame pelotudo, no te cité para estas boludeces. Ahora atendeme antes de que me arrepienta y te saque cagando.
- Soy todo oídos, Aníbal.
- El sarcasmo también metetelo en el orto. Mirá, yo tengo bien claro que estás serruchando al “Cabezón”, pero son las reglas del juego. Tarde o temprano iba a pasar. Pero acá tenés que entender que no podes ir a matar o morir como quieren los “pingüinos”. Ellos son una “orga”, son una mesa de cuatro o cinco y el resto somos verdurita. Vos también. Y yo también. Somos fusibles. Nos usan y nos tiran. Mientras tanto tenemos que bancar el gobierno con todos adentro porque si no esto se quiebra. En otras palabras: necesitamos un marco de racionalidad y que no nos caguemos a tiros entre nosotros. Los “pingüinos” contra el resto del gobierno.
- ¿Y qué necesitás de mí?
- Que no te prendas en cualquier pelotudez para torpedear a ninguno de los que venimos de la Provincia. Nuestras promesas de amor eterno acá no valen ni un chirlo en el culo. Por ahora seguimos de luna de miel, pero a la primera de cambio van a hacer volar cabezas. La mía, la de Alberto, hasta la de Lavagna. Yo te pido que a mí no me rompas las pelotas. Y de ser posible, a ninguno de nosotros.
- Ahá. Hasta ahora no estoy encuadrado, hice un par de cosas para De Vido porque...
- …ya sé qué negocios tenés con Julio, y no te los voy a cortar. Hacé la tuya. Pero políticamente no quiero puteríos. Quiero que labures para mí.
- ¿Y cómo es eso?
- Simple: hacé lo que se te cante, y cuando te pida una mano, quiero que lo hagas. No voy a pedirte que te pelees con Julio, al contrario: con él me llevo bárbaro. Y si en algún momento la cosa se pone jodida no te pondré a vos al medio. Pero necesito un tipo de confianza para algunas cosas.
- ¿Qué tipo de cosas?
- Vamos a la cochera y te cuento.
El negocio era más que interesante. Manejar los medicamentos y algunos químicos que podíamos exportar a México, como la efedrina. Un mercado creciente pero aún sin un dueño concreto. Había que armarlo, generar las organizaciones y los contactos y encontrar la gente adecuada. El Ministerio del Interior miraría oportunamente para otro lado. El Ministro del Interior, no.
Me dediqué laboriosamente a construir la organización, y el mismo Aníbal me contactó con un “sobrino del corazón” que sería sus ojos en la operatoria. Ricardo tenía sólo 26 años pero cierta experiencia trabajando para laboratorios que proveían al gobierno. En poco tiempo conectamos y monitoreamos toda la importación de efedrina que se trae desde la India, y establecimos a quién venderle y a cuánto. El chico era realmente listo.
Trabajar con dos productos a la vez, y sirviendo a dos jefes potencialmente enfrentados es la receta perfecta para el desastre, así que debería optar por retirarme de alguno de ellos. Uno era una mina de oro, el otro podía serlo, pero aún no estaba del todo instalado. Por el momento contaba con que De Vido no se enterara de mis acuerdos con Fernández, pero en algún momento próximo tendría que transparentarlo.
De todos modos, mientras siguiera acercando a los caciques del Conurbano, todo estaría en orden. Hacia fin de año ya teníamos una fuerza más que consistente, y confiaba en poder acrecentarla durante el año siguiente. Mis negocios con Schocklender iban maravillosamente bien, y finalmente logramos la bendición del Ministro de Infraestructura. Sin embargo, recién contaríamos con los fondos después de las elecciones. Acordamos destinar el año a planificar la compra de los terrenos y preparar al personal que trabajaría allí.
Mientras tanto adquirimos una empresa que hasta entonces había sido de Corcho, y que aún tenía a su nombre el avión con el que iba y volvía entre San Fernando y Punta del Este. También estaba su yate en el inventario. Corcho quería vender la empresa porque había usado ese nombre por varios años, y necesitaba comprar otra identidad cada tanto. Y de paso, renovar su avión por uno más grande. Yo comencé a arrepentirme de mezclar mis bienes con un socio fortuito: Sergio me había caído bien de inmediato y me inspiraba confianza, pero yo jamás seguía esos impulsos. ¿Sería que me estaba reblandeciendo?, ¿o que esta iniciativa de las casas para los pobres sería una forma de compensar otras cosas que me pesaban en la conciencia?
No. Simplemente quería tener algo decente para mostrarles a mi hijo y mi mujer, una forma de decirles que el poder y el dinero podían servir para esto, aunque uno tuviera que mirar hacia otro lado para no ver de dónde venía ese dinero, y por qué.
Les conté sobre el proyecto, tratando de calcar el entusiasmo que veía en Schocklender. Construir casas para gente pobre desde la fundación de las Madres de Plaza de Mayo. A Robbie le gustó la idea. A Roxi no tanto, porque detestaba a todo aquello que tuviera alguna relación con los guerrilleros que habían matado a su madre y convertido a su padre en un cazador de hombres. Pero decidió que por lo menos se trataba de una buena causa: esa noche volvimos a hacer el amor después de varios meses.
El año terminaba, y fuimos a pasar las fiestas al caserón de Nordelta. El día antes de fin de año Robbie me pidió plata para ir a un recital de rock con sus amigos del colegio; se suponía que ir a escuchar bandas mediocres y emborracharse con cerveza barata es parte de los rituales de iniciación de los adolescentes. Estuve tentado de decirle que no, pero no iba a querer tener una cena de Año Nuevo con un clima bélico. Además quería que mi hijo pudiera mostrar a sus amigos que su padre, el mafioso, era un tipo agradable. Los llevé, a los cuatro chicos, en mi auto. Mientras manejaba toleré, con paciencia budista, la música horrible de la banda que irían a ver.
Apenas había alcanzado a regresar a Nordelta cuando me llamó Robbie desesperado. Pensé que le habían robado, o que se habían peleado con alguien. A gritos, llorando, me dijo que el lugar se estaba incendiando, que él y dos de los chicos habían podido salir, pero que no encontraban al otro. Di vuelta sobre la misma avenida de acceso y volví a la Avenida Rivadavia. Manejé como un poseído, hasta que casi atropello un auto que se me cruzó en Libertador. El susto y los insultos de la gente del otro auto me ayudaron a reaccionar: mi hijo estaba bien, me había podido llamar por teléfono. Llegué a Once, a la misma esquina donde había dejado a Robbie una hora antes.
Donde antes había grupos de chicos cuidadosamente desharrapados, congregados en barras, tomando cerveza de la botella y fumando porros baratos, ahora había un caos de ambulancias, móviles de televisión, policías, y miles de chicos desesperados. Encontré a mi hijo con sus amigos, rodeando a un paramédico que se afanaba sobre otro chico tendido en la calle. No entendí lo que estaba pasando, hasta que el paramédico dejó de atenderlo y miró a su asistente. “Nada más que hacer, vamos al próximo”. Abracé como pude a los tres chicos, que dejaron de ser jóvenes arrogantes y volvieron a ser niños ateridos por la muerte cercana: su amigo tendido en el asfalto, inmóvil frente a ellos.
Un rato después saqué mi teléfono para llamar a Roxy, que me había llamado cincuenta y dos veces. Cincuenta y dos llamadas perdidas.
- Robbie está bien, mi amor, acá está conmigo. Pero uno de los chicos se murió. Esto es un quilombo y no entiendo nada.
Llamé a los padres del chico, que estaban buscándolo entre los que sacaban del teatro, o lo que fuera ese antro humeante. Nos encontraron, entre tanta gente. Por primera vez en mucho tiempo me desmoronaba la angustia de tipos como yo, gente a la que no le falta nada hasta que le falta un hijo. Nos quedamos junto a ellos, y junto a ellos nos encontraron los padres de los otros dos pibes. Creo que lloramos todos, junto a ese adolescente enfriándose en la calle Jean Jaurés. Lo retiraron a las tres de la mañana, apenas alcancé a lograr que no lo llevaran a la morgue y que esa gente pudiera hacer los trámites directamente en una sala velatoria. Cuando Robbie entendió que esa gente necesitaba estar sola volvimos a casa.
Salieron a recibirnos Roxy y mi suegra. Esperanza corrió a abrazar a su hermano, y hasta Corcho, que estaba en la casa, tenía los ojos enrojecidos. Amanecía en Buenos Aires, comenzaba uno de los días más tristes que yo recordara. No quisimos ver televisión, ni los diarios. No logramos dormir en absoluto, y esa misma tarde acompañamos a mi hijo al velatorio de su amigo. Algo se estaba quebrando, no podía soportar la idea de la muerte de un chico como Robbie, y menos de una manera tan absurda. No se trataba de un delincuente, o un mafioso, alguien que podría tomar su muerte como una mera incidencia laboral. Volvimos a casa cerca de las once. Comimos unas pizzas y nos fuimos a dormir.
El primero de enero me llamó Sergio, que creyó verme en algún paneo rápido de la televisión. Le pedí que no lo divulgara, pero que mi hijo había estado allí, que no le había pasado nada, pero que un amigo de él había fallecido.
- Tu hijo es un sobreviviente, Julio. Va a tener que aprender a vivir con eso, y no le va a ser fácil. A vos tampoco.
- Ya lo sé, Sergio, yo también soy un sobreviviente.
- …
- Nada, dejalo ahí. Me voy a prepararles un asado a los chicos, que hoy viene todo el curso de Robbie. Están destrozados los pendejos.
- Imagino. Che, si necesitás, mi mujer está disponible, es psicóloga. Es muy buena, no lo digo porque sea mi mujer. Pero te puede ayudar. Y sobre todo al pibe.
- Gracias viejo, lo voy a tener en cuenta.
- Mandale un abrazo fuerte al pibe...
- Gracias che, será dado. Te mando un abrazo.
- Abrazo, loco.
Miré a mi alrededor. Robbie, Roxi y Corcho, mi suegra. Todos habíamos perdido algún ser amado, de manera violenta o injusta. Éramos todos sobrevivientes, qué joder. Puta si era difícil serlo. Esperanza vino a abrazarme, y recién en ese momento me di cuenta de que estaba llorando de nuevo. La abracé y la alcé como cuando era una bebé, y salimos a la galería a preparar las hamburguesas. Mi hija era el último bastión de la inocencia, tendría que protegerla como no había logrado proteger al resto de mi familia. Media hora más tarde comenzaron a llegar los amigos de Robbie.
Unos días después del asado, Robbie y sus amigos se fueron a Pinamar. Les alquilé una casa inmenso donde dormirían entre ocho y diez adolescentes, y a su manera harían su duelo. Me aseguré de que no les faltara nada ni corrieran ningún riesgo, y mientras tanto con Roxi y Esperanza nos fuimos a dormir un par de noches a un hotel, el mismo hotel en el que ella se alojaba cuando la encontré de nuevo, tiempo atrás. Algunas vidas atrás.
También Pinamar nos parecía melancólica, en parte porque el pesar se había deslizado desde Buenos Aires como una mancha de humo tóxico, y en parte porque parte de nuestras vidas habían tenido un giro muy grande en ese lugar. Era el escenario de lo sublime y lo grotesco, ese equívoco en el que insistimos en buscar claridad. Volvimos a Buenos Aires, y de allí, casi sin cambiar las valijas, a Punta del Este. Sólo alcanzamos a buscar a mi suegra.

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