viernes, 22 de mayo de 2020

Capítulo 4: Volver


El aterrizaje en Ezeiza estuvo signado por una tormenta espantosa que nos acompañó desde Misiones como una premonición idiota. Mi nuevo nombre era Hernán Bermúdez y seguía siendo un ingeniero, pero ahora provenía de Zárate. Roxi no necesitaba un nuevo nombre, lo que agradecí porque ella no estaría preparada para una vida falsa; sin embargo noté que eso significaba que Corcho usaba su apellido real. Supuse que él sabría lo que hacía.
Tomé dos habitaciones contiguas en el hotel Castelar, aunque sabía que solamente usaríamos una. Si alguien quería rastrear mis pasos no quería revelar tan pronto que dormiría con Roxi. Ella lo entendió y entendió que seguramente nos estarían monitoreando. Las habitaciones se comunicaban entre sí por una puerta, de modo que ella ingresó primero a su habitación y luego yo a la mía.
Apenas el botones salió de mi cuarto, ella abrió la puerta que conectaba ambas habitaciones y entró en la mía. Nos desvestimos con prisa, torpes y adolescentes; unos segundos más tarde ya estábamos explorando nuestros cuerpos, recorriéndonos con avidez, buscando saciarnos con meticulosa urgencia. Logramos separarnos más de dos horas después. Roxi era virgen cuando entró a mi cuarto. Ahora era una mujer: mi mujer.
- Tenemos que bajar a llamar a tu papá Roxi, después vamos a ir a ver departamentos, ¿querés? Voy a alquilar dos contiguos para que Corcho sepa que estoy cerca para cuidarte, pero todavía no debería saber nada más. Ya veremos cómo le decimos, y cuándo.
Nos separamos con pereza animal, y mientras ella se duchaba yo terminé de ordenar un par de cosas y revisar la habitación. Había elegido el hotel sin consultar a nadie, nadie podía adivinar que elegiría este. Sin embargo quería estar absolutamente seguro. Miré por la ventana hacia la calle, pero no detecté nada anormal. Me acordé de cuando fui a buscar a Adriana a ese café frente a la plaza Miserere, años atrás, cuando era completamente incapaz de identificar a nadie que me siguiera. Ahora pude ver y reconocer a la gente de la Marina, del Ejército y los diversos servicios, pululando desde que aterrizamos en Ezeiza. Pero ninguno monitoreando nuestra calle. Roxi salió de la ducha y tomé su lugar mientras ella acomodaba su ropa en los cajones y se vestía.
Roxi hizo lo que le dije, le avisó a su padre que había (habíamos) llegado bien y que saldríamos a ver departamentos cerca de la empresa donde yo trabajaría. Ella quería inscribirse en Ciencias Sociales, así que después iríamos a la facultad.
Escudero me había recomendado la inmobiliaria de un primo del Tigre pero no quería comenzar por allí mi búsqueda. No me hacía ninguna gracia negociar un contrato con un tipo que me había torturado hacía sólo un par de años, y menos aún quería quedar tan a merced de Escudero y el resto de los marinos. Pero fundamentalmente me aterraba que esos hombres brutales conocieran a Roxi. Los asesinos nunca olvidan a las víctimas que se les escapan, y no tenía intenciones de excitarles el morbo a los carniceros de la ESMA.
Pasamos casi todo el día viendo departamentos, solamente hicimos un alto para ir a comer algo a un restorán de Libertador. Roxi estaba encantada con Buenos Aires: antes de irse a México había vivido en San Telmo, un barrio gris y sin gracia que seguramente jamás dejaría de ser un lugar melancólico y aburrido. Ahora viviría en la Recoleta y estaba comenzando a conocer el que sería su barrio. Al final del día encontramos un departamento de dos dormitorios en Posadas y Ayacucho que tenía justo al lado un monoambiente amueblado y decorado con buen gusto. La ubicación era perfecta para Roxi, porque estaba cerca de las paradas de subte y colectivos que la llevaban a la facultad.
Y también para mí, porque estaba cerca de La Biela, donde nunca había podido tomar un café, y había decidido incorporarlo a mis rutinas. También había parques cerca, y la Biblioteca Nacional, que según el gobierno estaba a punto de inaugurarse y donde podríamos ir algún día con Roxi a estudiar. Y fundamentalmente, el edificio contaba con una discreta salida de servicio sobre Posadas.
Los señamos de inmediato y nos concedieron un par de días para allegar las garantías. Yo no quería ponerme en contacto con la gente del Almirante que Escudero me había recomendado, pero no tenía opciones porque no podía pedirle a ningún pariente que me brindase su garantía. Decidí alterar el piso en el que estaban los departamentos para no facilitarles tanto el acceso al lugar donde viviría; luego, con un par de llamadas telefónicas arreglamos el asunto. Alguien de la Marina llamó a los dueños de ambos departamentos y los persuadió de que nos los alquilaran, además a un precio excepcional. Al día siguiente por la mañana fuimos a firmar nuestros contratos y retirar las llaves de los departamentos. Después fuimos a Sociales.
La última vez que yo había entrado en ese edificio había sido en 1973 para cubrir una huelga de estudiantes, y entonces estaba completamente tapizado con carteles de agrupaciones peronistas y de izquierda. Ahora estaba pulcro, ordenado y aburrido. Los estudiantes apenas hablaban entre ellos y había mucha menos gente. Era notable la cantidad de agentes de inteligencia que intentaban sin éxito hacerse pasar por estudiantes. Roxi los vio y los identificó de inmediato, casi jugando. A pesar de que habían cerrado las inscripciones bastó una breve alusión a la Armada para que registraran a Roxi en el examen y los cursos que comenzarían a mediados de febrero.
De allí fuimos a comprar algunos muebles. Mis garantes me habían recomendado un par de mueblerías que pertenecían a hombres del Tigre, donde podría comprar muebles usados de buena calidad a muy buen precio. Pero yo intuía la procedencia de esos muebles, y no tenía ningún interés en dormir en una cama a cuyo dueño lo habrían levantado a culatazos. Fuimos a una mueblería enorme de la Avenida Belgrano y compramos un juego de dormitorio sencillo pero elegante, un juego de comedor y un juego de living. Sería la primera vez que yo estrenaría esas cosas. También aquí mi credencial como agregado de la Marina me sirvió para negociar un descuento importante. Después fuimos a comprar toallas y juegos de sábanas.
Era viernes y recién llevarían nuestros muebles el lunes, de modo que resolvimos quedarnos dos noches más en el hotel y disfrutar una luna de miel clandestina e improvisada. Teníamos piscina, solarium y desayunos incluidos, habitaciones contiguas y una buena cantidad de tiempo para disfrutar juntos. Roxi se había ido de Buenos Aires siendo una niña y recorrió la ciudad con ánimo de turista. Yo la recorrí con cautela y recelo, esperando no encontrarme con ningún conocido y evitando el microcentro. Me habían secuestrado allí hacía pocos años y sería imposible explicarle a nadie qué estaba haciendo ahora. Confiaba en lucir lo suficientemente distinto como para que nadie me reconociera: tenía el cabello mucho más corto y algunos kilos más que cuando trabajaba en La Opinión.
El lunes por la mañana recibí los muebles y destinamos una parte del día a ordenar nuestros departamentos. Roxi usaría el monoambiente cuando tuviera que recibir compañeros de la facultad o algún pariente inevitable al que tuviera que mostrarle que vivía sola. Además yo no conocía todavía los niveles de peligro de mi tarea y no quería que se supiera que vivía con ella, no quería exponerla a riesgos innecesarios. Por la tarde fui a reportarme a las oficinas de una supuesta empresa constructora en las que trabajaría. Las oficinas estaban en esas torres de la Avenida Leandro Alem que aparecen en todos los folletos turísticos que pretenden mostrar una Argentina moderna.
Me atendió Luis Cattáneo, el presidente de la empresa. Había reemplazado al directorio anterior después del golpe, y una vez en funciones había nombrado un directorio fantasma compuesto por hombres de la Marina. Desde entonces mi nuevo jefe había obtenido decenas de licitaciones para construir edificios públicos, entre ellos varios de la justicia federal. Estaba especialmente orgulloso del edificio de los tribunales federales de Córdoba, emplazado en un parque desde el que se veía toda la ciudad, y se demoró varios minutos mostrándome las fotos. “Como si los hubiera hecho él mismo”, pensé.
Me asignó una oficina en su mismo piso, con una línea telefónica independiente y acceso a un ascensor exclusivo para los directores de la empresa. Estaba claro que esa empresa encubría las operaciones y negocios del gobierno, era apenas una fachada empresarial para dirigir y coordinar acciones en varios niveles.
También estaba claro que recibirme en su mismo piso obedecía no tanto a la deferencia para con un nuevo ejecutivo, como a la necesidad de tenerme estrechamente vigilado. No me asignó secretaria, pero lo agradecí porque las mujeres que vi en ese piso parecían escapadas de una agencia de modelos y eso me traería problemas obvios con Roxi, que no desconocía la relación prostibularia entre las modelos y los militares o sus agentes.
Mi escritorio ya tenía una lista de cosas para hacer, redactada con la caligrafía precisa y enérgica de Escudero. Evité el impulso obvio de buscar micrófonos, porque sabía que los encontraría. Pero también seguramente habría al menos un par de cámaras registrando mis movimientos. No era considerado de buen grado revisar la oficina que le asignan a un agente confidencial, así que directamente me senté a trabajar. Redacté mi primer informe en una máquina de escribir eléctrica de última generación y comencé a diagramar mis tareas.
La primera camada de subversivos venía de México y ya había sido capturada ni bien llegaron a Argentina, y en los días siguientes fueron cayendo de a poco, ni bien llegaban al país los integrantes de un nuevo contingente. En algunos casos se esperó un par de días para ir detrás de ellos para no poner tan en evidencia que los militares los estaban esperando y sabían dónde se alojarían, pero en otros casos fueron capturados casi de inmediato. La prudencia y el sentido estratégico solían llevarse mal con la necesidad de figuración de algunos jefes militares, pero lo que hicieran ellos no me concernía.
Me estremecía un poco pensar en el destino de esos chicos que volvían a pelear una guerra imaginaria que ya habían perdido años antes. No lograba comprender cómo podían ser tan crédulos, cómo mantenían esa fe casi religiosa en sus dirigentes que los vendían por kilo como animales en el mercado de Liniers, cómo ignoraban sistemáticamente todas las señales de que se encaminaban a una trampa urdida por sus propios líderes y por esta unidad de contrainsurgencia amateur que teníamos en México.
Sentí un poco de lástima por ellos; despreciaba su soberbia y su cinismo, pero estos chicos estaban volviendo voluntariamente a un infierno del que se habían salvado por milagro, o por sus relaciones familiares con sus verdugos. Pensé que acaso habíamos compartido el mismo vuelo con algunos de ellos, pero también pensé que yo tampoco tenía demasiadas opciones, no podía renunciar a ese trabajo y dedicarme a otra cosa. A fin de cuentas, ellos eran mucho más libres que yo para elegir su destino, aún si yo contribuía a ese destino con mis reportes fraguados.
Me interrumpió un llamado de Escudero, que estaba monitoreando todos los operativos. Me pedía encontrarnos en el estacionamiento de la empresa. Cuando nos encontramos fuimos a dar una vuelta por Libertador, alejándonos un poco del edificio donde trabajaba.
- Tependino está furioso Bermúdez, ¿se puede saber quién operó en Paso de los Libres?
- No lo sé, Escudero. Acordamos con el Coronel que no nos íbamos a meter en eso, que se hacían cargo ellos, ¿qué pasó?
- Que agarraron un grupo entero, como seis personas, apenas cruzaron la frontera. No se puede ser más estúpido, faltó decirles que el Ejército y la Marina formaban el comité de bienvenida. ¿Usted sabe lo que va a pasar si esto se sabe?
- Y, los que vienen de Europa van a pegar la vuelta en el aire. Eso si es que se suben al avión... Y hasta un chico de cinco años se va a dar cuenta de que la Contraofensiva somos nosotros.
- Veo que se da cuenta, ahora dígame que pasó.
- Mire, esto me suena raro. Acordamos con Tependino cómo nos íbamos a mover, que íbamos a plantar el retén de Gendarmería justo un rato antes de que llegara el colectivo, para no avivar a nadie. Eso estaba todo arreglado, incluso el lugar, para que no fuera visible desde lejos. Y que iba a ser llegando a Corrientes, bien adentro del territorio nacional.
- Bueno, o lo puentearon a él o nos están caminando a nosotros. Los cazaron como moscas a los Montos, apenas entraron. No sé si estos cascotes quieren hacerse los héroes cazando subversivos en la frontera o hay alguien saboteando la Contraofensiva. Si se rajan para Brasil, encima vamos a tener un problema diplomático.
- Averiguo Escudero, y le aviso. ¿Usted sospecha de alguien?
- No, ese es su trabajo. Pero guarda con la información que maneja desde su oficina, porque me parece que es por ahí que se filtran las cosas.
- Imposible, estoy en el mismo piso de Cattáneo, con todo el dispositivo de seguridad...
- Ese Cattáneo no me cierra, usted haga lo que le digo y cuide la información porque estamos a punto de salir en los diarios.
- Bien, manejaré los detalles del segundo grupo desde afuera, y dejaré algunas cosas en la oficina para despistar nomás.
- Me parece bien. Estamos al habla.
- Hasta luego, Escudero.
Hice lo acordado. A mí tampoco me cerraba Cattáneo, ni su gentileza almibarada ni su palabrerío anticuado. Dejé algunas notas menores en la oficina y comencé a escribir mis informes en casa. No podía desactivar las cámaras y micrófonos sin llamar la atención, de modo que preferí montar una escena creíble y prolija. “¿Querés ficción, Cattáneo? Yo te voy a dar ficción.”
Averigüé que efectivamente Cattáneo tuvo varias reuniones con gente de Inteligencia Militar. Lo seguí hasta que lo encontré llamando a un tal Milani, un oficial del Ejército que venía de Tucumán con ínfulas de toro campeón y que viajaba demasiado seguido a Corrientes. Este Milani también venía seguido a la oficina de Cattáneo, pero como usaba otro nombre me costó asociarlo con el oficial que mi jefe llamaba desde su oficina.
Cuando el segundo grupo de Montoneros ya estaba en vuelo preparé informes para la prensa que daban cuenta de un ataque subversivo orquestado desde el exterior, financiados por Cuba o los soviéticos. Utilicé información sobre un par de atentados menores: algún sabotaje en el Astillero Río Santiago, o en alguna fábrica de Villa Constitución con pintadas y panfletos de los subversivos. Inventé algún allanamiento para darle un marco operativo. La magnifiqué un poco, y cuando tuve una nota lista comencé a armar distintas versiones de ella.
El tono difería ligeramente según las notas estuvieran destinadas a diarios más clericales, o más nacionalistas, o más populistas. La idea era la misma: que este ataque ponía en peligro la paz social que los argentinos habíamos obtenido al cabo de los últimos años y que habían costado sangre, sudor y lágrimas. La referencia a la frase de Churchill no era original, pero la prensa argentina era un dechado de lugares comunes y muletillas estereotipadas, y era perfectamente posible que tres o cuatro columnistas utilizaran la misma expresión el mismo día. Lo habían hecho siempre, por lo tanto a nadie le llamaba la atención. Con meticulosa puntualidad los tres o cuatro diarios más importantes de Buenos Aires comenzaron a publicarlas.
Cuando volví esa noche a casa encontré a Roxi preparando unas pastas.
- Hola mi amor, estoy haciendo la cena, ¿cómo te fue?
Me hizo mucha gracia que esta muchacha que hasta hace un par de semanas era una adolescente hija de papá hubiera aceptado con tanta naturalidad su rol de concubina. Había traído utensilios de cocina desde su departamento y en la mesa estaban los apuntes que ya había comenzado a estudiar. En el camino yo había comprado vino, pan, café, yerba y preservativos, y comencé a ordenar y preparar la mesa. Roxi vestía solamente una remera larga, y cuando me acerqué a saludarla noté que no llevaba ropa interior.
- Sos lento ¿eh?, hace dos horas que te espero así...
Esa noche las pastas se pasaron, un paquete de café terminó en el suelo y la yerba desparramada en la pileta de la cocina. Esta chica tenía la increíble capacidad de estimularme de inmediato con sólo rozarme, dejarme sentir el olor de su cuerpo o mostrarse desnuda. O vestida, me daba exactamente lo mismo.
Yo nunca me había considerado un tipo muy sexual, mis encuentros esporádicos consistían en enredarme con chicas más bien castas y complicadas. Adriana, la mujer que cambió mi vida, jamás dejó que la acariciara ni le sacara la ropa. La Doctora Menéndez, de quien no tenía noticias, había llegado a ser una mujer voluptuosa pero me había costado mucho lograr que se relajara conmigo. Cuando comenzaba a hacerlo, acicateada por nuestra complicidad en el informe que armábamos, decidió venir a Buenos Aires; y acaso traicionarme si era necesario. Roxi me hacía perder la cabeza. Supe que debería gastar más dinero que lo pensado en preservativos.
Esos primeros meses transcurrieron sin sobresaltos: durante el día yo trabajaba en las oficinas de Cattáneo y Roxi estudiaba, y los fines de semana salíamos a comprar las cosas que faltaban para el departamento, o simplemente a dar una vuelta por la ciudad. Los domingos Roxi llamaba religiosamente a Corcho, que sobrellevaba bastante mal la separación con su hija. A veces yo también hablaba con él, tratando de no delatarme en el tono con el que me refería a ella. Le habíamos contado que teníamos departamentos muy cercanos, pero entendió que eran contiguos. También él había notado cosas raras por parte de Beto chico y sabía que el mexicanito estaba tratando de recopilar información sobre su hija.
Un día me llamó a la oficina, lo que era muy inusual. Temí que hubiera pasado algo.
- ¡Le voy a partir la madre a ese pendejo hijo de remil putas! ¡Hijo de la chingada y la concha overa de la reputa madre que lo remil parió!
Cuando Corcho alternaba las puteadas en argentino y mexicano significaba que estaba realmente enojado, fuera de control.
- ¿Podés creer? Este negrito de mierda tenía fotos de Roxi en bolas...
- ¿Desnuda?
- Bah, en bikini, que es lo mismo.
- Calmáte Corcho, contáme que pasó, no te alteres.
- Mirá Rogelio (todavía me llamaba Rogelio, como Roxi todavía me llamaba Roger), esta mañana salieron los dos Betos a hacer un seguimiento. Yo tenía una mala espina con el más chico, como vos dijiste. Vi que me faltaba una foto de Roxi que se sacó en Acapulco, las tenía a todas adentro de mi escritorio, en el cajón, ¿viste? Me acordé lo que dijiste sobre el olor a esos charutos de mierda que fuma el pendejo. Había estado en mi cuarto, ¿podés creer?
- ¿Y qué hiciste?
- Me fui al cuarto de ellos, que queda detrás del de las sirvientas. Viven en un chiquero, Rogelio, no sabés la mugre de ese cuarto. Había un escritorio con llave, pero lo abrí con un alambrito nomás. Ni para eso sirven. Adentro encontré la foto que me faltaba y varias fotos más que el asqueroso éste le sacó cuando estaban en la pileta con la hija del Mayor.
- Che, pará Corcho, no estás hablando desde la unidad, ¿no?
- ¡No, boludo! ¡Estoy recaliente pero no soy imbécil, me vine a un locutorio del centro! ¿Qué te creés?
- Está bien, disculpame, no te encabrones. Contame que pasó después, que más había.
- Bueno, estaban las fotos de Roxi, había unas cartas asquerosas y unos poemas horribles, dedicados a ella. Y encontré una libreta donde este pendejo anota el teléfono de un tipo en Argentina, un agente que pasó por acá en el setenta y seis, un tipo de lo último que se hizo amigote de los dos Betos. Rogelio, tengo miedo de que este pendejo la haya hecho seguir, el tipo que te digo está allá en Buenos Aires ahora.
- Bueno, pasame ese número y pasame los nombres que usó ese tipo, dónde revista y cómo lo encuentro.
- Te paso ya, por fax, el legajo del tipo, que teníamos copia en la unidad.
- ¿Pero te volviste loco, Corcho? ¿Cómo sacás un legajo de ahí adentro? ¡Te van a hacer boleta!
- Tranquilo Rogelio, saqué fotocopias y los guardé de nuevo. Me traje las fotocopias nomás, no soy boludo.
- Está bien, che. Mandame ya mismo el legajo del tipo que yo acá lo rastreo.
- Bueno hermano, te lo paso y rajo para la unidad. Antes voy a quemar esto por ahí. Y por favor no le digas nada a Roxi, no quiero que se asuste.
Quedate tranquilo, hacete bien el boludo y tratá de averiguar más sobre los planes del pendejo. Poné tu mejor cara de opa cuando te lo cruces, no levantes la perdiz hasta que sepamos en qué anda. Yo acá me encargo de encontrar a este otro tipo y desactivarlo.
- Rogelio, mirá que no es joda, el tipo es un sádico, un degenerado que sacamos cagando de acá por sanguinario. No sabés las cosas que les hacía a las mujeres...
- Ya sé que no es joda, sé lo que te estoy diciendo, no voy a dejar que un matón de ésos se le acerque a Roxi. Mandame ahora las cosas y llamame cuando tengas más datos.
- Gracias hermano, muchas gracias.
- De nada querido, te mando un abrazo fuerte, y quedate tranquilo, que yo la cuido.
- Gracias querido, chau.
Cuando Corcho cortó la llamada intuí que estaría lagrimeando; eso significaba que el tipo que posiblemente seguía a Roxi era realmente pesado, porque Corcho no se asustaba por cualquier cosa. Cuando me llegó el legajo lo guardé en mi maletín y volé a casa. Antes de entrar en el edificio me aseguré de que nadie me estuviera viendo, al menos nadie que se pareciera al tipo de la foto. En el camino me compré una navaja retráctil: una tarde de aburrimiento Corcho me había enseñado a usar la suya. Él llevaba una siempre y a mí me parecía una exageración o una fanfarronada, pero entendí ahora que yo trabajaba detrás de un escritorio mientras él arriesgaba el cuero todos los días. En esas condiciones una navaja, o cualquier arma, no es más que una herramienta de trabajo.
Entré a casa y vi que Roxi estaba estudiando. Se alarmó mucho cuando me vio, seguramente mi cara descompuesta y mi puño crispado traicionaban la tranquilidad que había intentado infundirme. La abracé con fuerza y solamente entonces comencé a relajarme.
- ¿Qué pasó Roger, qué pasó?
- Nada mi amor, nada. SentateTraeme un vaso de agua. No, mejor quedate, voy yo.
- Pará Roger, ¿qué pasa?
- Bueno, mirá: tu papá me pidió que no te lo cuente para no asustarte, pero tenés que estar alerta.
Le conté en detalle lo que había hablado con Corcho, la requisa de mi habitación cuando estábamos en la playa, el tipo con el que Beto chico se había contactado.
- Bueno, pero Beto no dijo que lo había contratado al otro tipo para seguirme, ¿no?
- Mirá, tu papá conoce muy bien a ese tipo y me habló muy nervioso, no es fácil que Corcho se ponga así. Vamos a tomar algunas medidas de seguridad y mientras yo voy a rastrearlo. Y lo voy a encontrar.
- ¿Qué vas a hacer, Roger? No hagas locuras, por favor.
- No Roxi, tranquila, me voy a encargar de que esté lo más lejos posible de vos, nada más, no te asustes.
El tipo en cuestión era un matón heredado de la Triple A. Un asesino sin control que no había durado mucho en el grupo de tareas del Tigre porque su sadismo lo obnubilaba: se olvidaba de que la tortura era un método para extraer información, y no una práctica erótica. Ése era el tipo que Beto, un miserable de la misma calaña, había contratado para encontrar a Roxi. El imbécil seguramente no advertía el peligro en que la había puesto.
El que me ayudó a encontrarlo fue Escudero, que había llegado de sorpresa a Argentina. Le comenté sobre el caso y comprendió de inmediato que entre la chica y yo habría algo más que una relación de tutoría.
- Es una chica atractiva, Bermúdez, entiendo que ese muchacho haya perdido la cabeza.
Me impresionaba la capacidad de Escudero de recordar mis nombres falsos y usarlos con prolijidad teutona. También, su discreción al momento de dejarme en evidencia.
- Mire, ande con cuidado, el tipo es escurridizo pero tiene una debilidad: siempre anda a cara descubierta. Se acostumbró a matar en descubierto y siempre sale caminando, como si nada. Debutó matando un chico de la Jotapé al frente de su familia mientras cenaban en la Costanera. El padre del chico era decano de la Facultad de Derecho y no pudo hacer nada, imagínese. Este tipo andaba del brazo con López Rega, para que se dé una idea. Usted lo va a ver venir, y si está preparado lo atacará antes que él haga nada. Ahora que lo pienso me parece que no lo mandaron a seguir a nadie, no es un rastreador. Es un killer, nomás. Ande con cuidado, Bermúdez.
- …
- Otra cosa, sabemos que al tipo le gusta el porno violento. Hay un solo cine acá que pasa esas porquerías, está en Florida casi llegando a Belgrano. Voy a necesitar que termine este tema lo antes posible porque lo quiero cien por ciento enfocado en su misión, ¿me entiende?
- Sí, Escudero, muchas gracias por su ayuda. Esta tarde terminaré con esto.
- Bien Bermúdez, está haciendo un gran trabajo. Siga así y no se preocupe por este sujeto. Cuando usted se encargue del tema, yo me ocuparé de que nadie lo moleste.
- ¿Cuento con eso?
- Sí, cuenta con eso.
- Muchas gracias.
El cine en cuestión era una cueva que apestaba a mil pajas, a la pestilencia erótica de una caterva de hombres enfermos. Entré temprano y me escondí detrás de un cortinado que estaba detrás de las butacas. Si el tipo era tan escurridizo como decía Escudero seguramente se sentaría en los asientos de atrás, lo más cerca posible de la puerta. Hacia las nueve de la noche yo ya había visto dos o tres películas suecas o italianas de un sadismo insoportable, algunas de ellas las habían repetido.
Al comenzar la función de las nueve y cuarto entró un tipo idéntico al de la foto que me había mandado Corcho. Tal como yo lo suponía se sentó en la butaca más cercana a la puerta, a escaso metro y medio de donde yo estaba parado. Comenzó una película en la que violaban a una chica entre varios soldados y el tipo comenzó a masturbarse furiosamente. Entrecerró los ojos y en ese momento di un paso hacia él, le tapé la boca con la mano izquierda, donde tenía un pañuelo embebido en ginebra barata, y tiré su cabeza hacia atrás. Con la derecha abrí la navaja en el mismo movimiento con el que le seccioné la garganta. El tipo no reaccionó de inmediato: después de un par de segundos de sorpresa se comenzó a revolver en su asiento, pero no tardó en marearse por la ginebra y desmayarse por la pérdida de sangre. Unos segundos después ya no se movía más.
Cuando la sangre dejó de salir a chorros violentos lo recosté contra la butaca del lado y registré sus bolsillos. Encontré una foto de Roxi y una libreta con direcciones. Le saqué la billetera también, por si tenía documentos que pudieran servir para identificarlo. Me limpié la mano derecha en el cortinado, limpié también la navaja y me la guardé en el bolsillo. Nadie me vio acabar con ese tipo, nadie recordaría verme salir del cine a las nueve y veinticinco de la noche, mientras en la pantalla los soldados orinaban sobre la chica violada.
- Hola mi amor, estoy en casa.
Roxi salió de la cocina a recibirme con cierta alarma en su mirada.
- ¿Qué pasó?
- Listo mi vida, ya se encargaron del tipo. Nadie va a molestarte.
- ¿Quién, cómo, qué pasó?
- Una gente conocida, Roxi, no te preocupes. Ellos se encargaron. ¿Qué hay para cenar?
Después de comer los canelones me di una ducha y lavé bien la navaja, que había escondido en una media. Esa noche Roxi estaba indispuesta, lo que agradecí porque las primeras veces que habíamos hecho el amor no nos habíamos cuidado. Además estaba asqueado por las películas que había entrevisto durante la tarde mientras esperaba al tipo que Beto había mandado a buscar a Roxi. O a mí. Y también había matado a un hombre, pero eso era lo que menos me había impresionado de esa tarde.
Al otro día en la oficina había una esquela de Escudero: “Buen trabajo, B., lo felicito”. No me sorprendió que se hubiera enterado tan pronto. Más bien me hizo pensar si no habría sido una prueba, una atroz ceremonia de iniciación en la que acaso Corcho tuvo algo que ver. Si lo fuera, la habría pasado con éxito; si no, entonces debería relajarme y dejar de sentirme paranoico. Esa misma tarde hablé con Corcho, le informé que había terminado con el problema y que efectivamente el tipo tenía una foto de Roxi. Sabía que con eso estaba sellando la suerte de Beto chico, y por un momento quise estar en los zapatos de Corcho.
Pero era legítimo que fuera él quien se encargara de Beto. Unos pocos días después encontraron el cuerpo en un basural del D.F. Unos perros callejeros habían terminado el trabajo que comenzó la navaja de Corcho. El otro Beto comenzó a sospechar algo, pero el mismo día lo atropelló un tren. El informe oficial estableció que se emborrachó de pena y se cayó sobre las vías, y cuando llegaron los forenses no había forma de saber que una de las heridas había precedido a la llegada del tren.
La operación de la Contraofensiva había sido un éxito y habíamos emboscado a elementos importantes de la subversión, particularmente los que significaban un obstáculo mayor a los acuerdos entre el Almirante y la conducción de Montoneros. Y el Almirante había logrado capitalizar el éxito hacia adentro del gobierno porque la inteligencia y los contactos los había canalizado su grupo, por afuera de las estructuras formales de la inteligencia militar. Lo habían ayudado desde afuera: los embajadores en Italia y Rumania le habían facilitado la información de los vuelos en los que volaban los Montoneros que paraban en Roma o en el Este europeo. El director de Varig en Buenos Aires también había ayudado a traer algunos subversivos a la emboscada, sobre todo los que estaban en Sao Paulo y tenían dinero para venir en avión.
Supe, por una infidencia de Escudero, que todos esos hombres eran parte de un grupo secreto, una logia llamada Propaganda Due. El Almirante había sido propuesto por López Rega para integrarse a ese grupo siniestro cuando operaban juntos en el ´74, y le había permitido tejer una vasta red de alianzas con empresarios turbios en Argentina e Italia.
Y también con el Vaticano: fue a través de esa logia que el Papa había dado su visto bueno al golpe de estado y la represión. Años después se sabría que la misma iglesia había sugerido hacer desaparecer a los prisioneros para evitar el escarnio de los fusilamientos, que resultarían indigestos a la opinión pública. Las desapariciones, explicaba la curia, permitían a los grupos de tareas ganar tiempo y operar tranquilos, sin la interferencia de la justicia o la prensa. Y siempre que la muerte de los ateos marxistas fuera piadosa, se encontraría plenamente justificada en alguna parte del Evangelio.
Cuando la mujer de Perón fue derrocada el Almirante ya había puesto a buen resguardo a López Rega, y luego a través de él había conseguido los contactos con la conducción Montonera. No sabíamos si los Montoneros participaban en la P2, pero sí que habían aceptado hacer negocios con el Almirante a través de López Rega y de Adolfo Savino, el Ministro de Defensa de Isabel. Las lealtades entre los de la P2, los peronistas y los marinos atravesaban las denominaciones formales, y conformaban un mosaico inverosímil en el que yo prefería no detenerme demasiado. No tenía estómago para tanto, apenas trataba de seguir manteniéndome con vida y cuidando de mi mujer.
Escudero se arrepintió tan pronto como me filtró esa información, porque cambió de tema y no volvió a mencionarlo. Habló de la P2 con una mueca que no alcancé a saber si era de resentimiento o desprecio, o ambas cosas, pero lo concreto es que no me volvió a mencionar nada más. Yo creía que eso de la masonería era una cosa del pasado, pero resultó que la P2 no era parte de ella o la habían expulsado. En algún momento me pondría a investigar sobre el asunto, por ahora me alcanzaba para entender la telaraña de las relaciones de poder.

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