viernes, 22 de mayo de 2020

Capítulo 15: Imágenes del Naufragio


El año comenzó con algunos remezones. Las cuentas públicas estaban en un estado más desesperante que lo que De la Rúa imaginaba, y su ministro de Economía intentaba buscar una propuesta que permitiera contener la crisis inminente. La desocupación no dejaba de crecer y la marginalidad comenzaba a convertir al conurbano bonaerense en una olla a presión. Todo el mundo sabía que había que abandonar la convertibilidad para equilibrar los gastos y reactivar la economía, pero la misma dinámica de la crisis había acobardado a los argentinos y el gobierno decidió aferrarse a esa estabilidad ficticia, en parte por la obcecada defensa de “Chacho” Álvarez. Lo pagaría demasiado caro.
Mientras los radicales intentaban ocupar los espacios del poder ejecutivo nosotros logramos conservar nuestra estructura en el nivel medio de la administración pública. Virtualmente nos respondían casi todos los subdirectores, por la sencilla razón de que el gobierno demoraba demasiado en reemplazarlos por gente propia. En la oficina de seguridad social la jefatura estaba en el piso más alto, el séptimo. Allí había cuadros con la imagen del nuevo presidente ostentando la banda presidencial. A partir del cuarto piso se conservaban los cuadros que mostraban a Menem en idéntica pose. Eso ocurría en casi todas las oficinas del gobierno. Controlábamos hasta los carteros.
Nuevamente el cumpleaños de Esperanza estuvo signado por los cortes de calle y marchas multitudinarias, pero ahora además de los familiares de los desaparecidos se sumaba gente de otros sectores. Había hasta radicales. Preferimos aprovechar el buen clima y tomarnos un par de días con los chicos y sus abuelos en una quinta de Castelar. No invitamos a Escudero.
Al volver a Buenos Aires encontramos la casa de mis suegros con la puerta abierta. Saqué la Beretta de debajo del asiento y le ordené a Roxi que volviera al auto y llevara a los chicos y los padres de Claudia a dar una vuelta y me esperaran en una estación de servicio. Ni bien salió, entré a la casa. La recorrí minuciosamente: estaba revuelta y faltaban el televisor, la videocasetera, y en ese infierno en que habían convertido el dormitorio de mis suegros había una cajita de metal vacía, tirada en el suelo. Intuí que de allí faltaban algunas pocas alhajas. Vi algunas fotos de Claudia cuando era chica, de su primera comunión y ya adolescente. En el dormitorio que usaba Roby faltaban algunos juguetes caros y la computadora que estaba empezando a usar.
Habían entrado por el patio, rompiendo la puerta como si fuera de hojalata. Por las hojas secas que había en el suelo de la cocina me di cuenta de que habían entrado el día anterior, por las huellas supe que eran al menos dos personas, una de ellas adolescente. Faltaba comida de la despensa y habían arrasado con la heladera. Con un hilo de sudor helado bajando por mi espalda atravesé el patio, pero no había indicios de que hubieran entrado a mi casa. Si lo hubieran intentado se habría activado la alarma. De todos modos la recorrí íntegra, para cerciorarme de que estaba todo en orden.
Llamé a Roxi, y le pedí que volviera a casa. Llamé a un comisario de confianza para reportarle el robo. Por supuesto que no pudieron encontrar mayores rastros de los ladrones, pero yo sabía que sí sabían quiénes habían sido. Mientras un cerrajero cambiaba las cerraduras de la casa ayudamos con Roxi a ordenar el desquicio, porque mis suegros estaban desolados. Roby reprimió una pataleta por su computadora y sus juguetes, se sentó junto a sus abuelos y les ofreció galletitas. Esperanza dormía como un ángel. En un momento en que mi suegra comenzó a ordenar su dormitorio le entregué las fotos de Claudia que había encontrado en el suelo. Me abrazó y comenzó a sollozar. Esa noche les ofrecí que durmieran en casa, al menos hasta que se sintieran más seguros, pero prefirieron quedarse con sus cosas.
Este tipo de robos se había vuelto cada vez más frecuente en el conurbano, pero no tanto en barrios relativamente tranquilos como Liniers. Fue un llamado de atención, y volví a contemplar la posibilidad de mudarnos a otro lado que tuviera medidas de seguridad más adecuadas. Roxi no quería saber nada, porque se había habituado al barrio y le gustaba que Roby pudiera jugar con otros nenes.
- Roxi, pero eso es una locura. Por empezar vivimos en una ficción, nos tenemos que esconder para entrar y para salir, y la única forma de parecer normales como vos decís es usando la casa de los padres de Claudia. Decime en qué punto todo eso es normal. Además está todo el mundo enrejando su casa, ¿qué va a pasar si a Roby le pasa algo y no puede entrar?, ¿se va a quedar detrás de la reja, en la calle? Es peor el remedio que la enfermedad.
- Yo ya viví esa vida de ghetto para millonarios, no quiero volver ahí...
- Vos viviste en el infierno de los colombianos, acá no tiene por qué ser así. Si no querés ir a un country podemos irnos a una de esas torres con seguridad, que tienen pileta y gimnasio.
- ¡Peor! ¿Vos querés que meta los chicos en un departamento, que los encierre entre cuatro paredes?
- Ok, decime cómo viven ahora. Tenemos que entrar y salir encanutados en un Mercedes con vidrios negros. Nuestros vecinos no saben quién carajo vive al lado de su casa. El día que me vean en la puerta no sé si me van a saludar o me van a cagar a tiros porque creerán que soy un ladrón. Vos misma, ¿conocés a tus vecinos?, ¿me podés decir el nombre de cinco vecinos de la cuadra?
- No me hables así. Podemos poner un tipo que vigile la cuadra...
- No sabés lo que estás diciendo. Los tipos de las empresas de seguridad son una banda de delincuentes de la peor calaña, tipos tan inútiles o ladrones que hasta la policía los echó. Son todos canas o milicos echados, mano de obra desocupada.
- Che, mi papá es mano de obra desocupada, usá otros términos.
- Tu papá no es mano de obra desocupada. Cuando terminó el quilombo buscó la forma de ganarse el pan como pudo, no salió de fierro por ahí como todos éstos.
- Yo sé bien cómo se ganó el pan mi viejo, no fue ningún santo y vos tampoco, no me vengas con boludeces.
- ...
- Lo que faltaba, que ahora seas un angelito, vos y mi papá...
- Está bien, Roxi, así no estamos yendo a ningún lado.
- ¡Perfecto! No quiero que nos vayamos a ningún lado. Quiero que nos quedemos acá y punto.
En ese momento me llamó el comisario para avisarme que tenían dos sospechosos. Le pedí el auto prestado a Roxi porque no quería aparecer por la comisaría en el Mercedes grande. Cuando llegué me mostraron a dos pibes que tendrían unos quince años que estaban esposados en una celda. Los habían golpeado hasta cansarse y tenían quemaduras de cigarrillos en el cuerpo. Los dos lloraban. Pedí que me dejaran solo.
- ¿Me van a contar qué pasó? ¿Fueron ustedes?
Los dos me lo negaron, entre sollozos. Me dijeron que a veces robaban cosas en la calle pero que nunca entraron a ninguna casa. Que siempre que roban una casa la policía los iba a buscar para tener alguien a quién mostrar. Que robaban para comer porque su padre hacía varios años que estaba sin trabajo y se había vuelto alcohólico, y su madre no daba abasto. Que su hermano más grande había sido puntero de un concejal de Ramos Mejía, pero que lo habían matado en una pelea entre las barras de Nueva Chicago. Tenían trece y catorce años, pero parecían más grandes. Miré las suelas de sus zapatillas desflecadas, y no coincidían con las huellas que vi en la casa de mis suegros.
- Miren chicos, esto que tengo acá es una bolsa de plástico. Si te la pongo en la cabeza no podés respirar. ¿Quién quiere ser el primero?
A esa altura yo estaba asqueado de toda la situación. Los dos pibes lloraban y juraban que no habían entrado jamás a ninguna casa. El más grande me suplicó que no le hiciera nada a su hermano, que no sabía para qué era la bolsa pero que comenzara por él y no tocara al hermano.
- ¿Me van a prometer que no se van a meter en quilombos?
Antes de salir de la comisaría le ordené al comisario que los liberara, que no eran ellos, y que la próxima vez que me trajera cualquier “perejil” terminaría sumariado, sin trabajo y en la cárcel. Antes de que pudiera responderle le mostré brevemente mi credencial de la SIDE.
- Y si me entero que estos chicos tuvieron algún problema, que algún cana los mira mal, le puedo asegurar que se va a acordar de mí.
Algo había comenzado a revolverse en mis entrañas, y no era por la mugre y la pestilencia de esa celda. Justo antes de subirme al auto una corriente de lava comenzó a subir por mi cuerpo rompiendo los diques de mi voluntad; terminé vomitando en plena calle, furiosamente. Cuando terminé me limpié como pude y subí al auto.
No podía sacarme de la cabeza la idea de que eso que acababa de ver lo habíamos hecho nosotros, que yo había sido parte de lo que generó esa miseria y esa violencia. Nuestro juego de poder y negocios se cobraba víctimas inocentes: eran las fichas que nos jugábamos de a miles en cada operación. A las pocas cuadras terminé de asumir que la culpa era una mercadería que no podía pagar.
Le ahorré a Roxi y a mis suegros los detalles de lo que había pasado en la comisaría, solamente les conté que tenían a dos chicos que no tenían nada que ver.
- ¡Seguro que algo tienen que ver, si no entraron a mi casa seguro que entraron a otras! ¡A estos negritos de mierda hay que matarlos a todos!
Mi suegro estaba alterado, no tenía sentido discutir con él ni hacerlo razonar. De todos modos emergía de sus gestos y su bravata ese miedo genérico que veía en muchos rostros y ahora también en los de mi familia.
Compré, por las dudas, un lote en Nordelta. Muchas de las personas con las que trabajaba vivían allí o estaban por mudarse. La mayoría jamás había sufrido un delito violento ni sentido ese sabor áspero que te queda en la boca cuando sabés que tu vida estuvo en manos de un energúmeno que quiere tu billetera o tu auto y que le importa tres carajos matarte para tenerlos. Para la mayoría de mis conocidos Nordelta era una meca, un nuevo escalón de ascenso social: era comprarse una vida nueva. Yo de eso, de comprarme una vida nueva cada tanto, sabía mucho. Demasiado.
En esos días volví a hablar con Flamarique. Estaba desesperado porque no lograba negociar la aprobación de una ley clave para el gobierno, que buscaba atraer inversiones y promover el empleo. La izquierda lo criticaba porque la ley limaba los derechos de los trabajadores para hacer más barato contratar y sobre todo despedir empleados, pero tanto Flamarique como la izquierda y los sindicatos eran incapaces de ver que la jugada del presidente era mucho más astuta y de largo alcance.
Buscaba en realidad debilitar a los sindicatos, que comenzaban a despertar del letargo de dólares y cocaína que habían disfrutado en los ´90. De la Rua quería vengar simbólicamente la paliza que les dimos a los radicales hacía más de quince años, cuando Alfonsín quiso quebrar al sindicalismo ortodoxo y terminó con la primera boca de agua en el casco de su gobierno. Con un trabajo flexibilizado sería mucho más difícil para los sindicatos justificar los recursos que le extraían al gobierno y a sus mismos afiliados, y en poco más de cinco años la columna vertebral del peronismo estaría quebrada.
Flamarique nunca entendió la jugada, creyó que simplemente era un pedido de los empresarios amigos que querían abaratar su costo laboral. Yo no me iba a poner a enseñarle a jugar al ajedrez. Pero ahora estaba en aprietos. Y “Chacho”, en lugar de tenderle la mano, lo dejaba solo; acaso ya recelando que el Ministro de Trabajo había dejado de responderle. Convencí al jefe de la SIDE para que dispusiera de las efectividades conducentes para la aprobación de la ley, después de haber acordado con varios senadores claves su apoyo a la ley.
Fue en esos días de abril que Flamarique demostró una torpeza inconmensurable. Un grupo de sindicalistas le preguntó por la posición de algunos senadores remisos a aprobar el proyecto de ley. El ministro les respondió que “para convencer a los senadores tenemos la Banelco”. No le alcanzaría su vida para arrepentirse de esa frase. Sobre todo porque dejó afuera del reparto a varios senadores que acostumbraban a cobrar por su voto.
La ley finalmente se aprobó, y los mismos radicales se encargaron de trasladar y repartir el dinero. Fueron tan torpes que lo hicieron a la vista de todo el mundo, a plena luz del día. También ellos lamentarían su imprudencia.
- No pasa nada, Julito, que protesten nomás. Al “Negro” Moyano ya lo vamos a hacer entrar en alguna y se va a dejar de joder.
- Alberto, ustedes son unos animales. Sacaron la plata de la SIDE en cheques, ¡están locos! Esos dos tipos que fueron al banco a cambiar los cheques son de la SIDE y todo el mundo lo sabe.
- ¿Pero qué te pasa, te volviste monaguillo, huevón?
- No, tarado, pero estas cosas no las hace ni un principiante. Boludo, a ver si entendés: dejaron rastros por todas partes.
- Vos no me vas a venir a decir a mí cómo tengo que hacer las cosas. El ministro soy yo...
- Escucháme ministro, yo estoy a cargo de operaciones de todo tipo desde el ´78. Yo hacía venir Montos del exilio para que los cazaran como pajaritos, y subía y bajaba milicos en la interna de la Armada, mientras vos todavía te hacías la paja y le pedías plata a tu mamá. Si creés en Dios comenzá a rezar, porque este moco te va a estallar en las manos.
Me levanté del café sin saludarlo. Estaba indignado con este idiota pero más aún conmigo mismo. Yo había sido el mentor de este tipo que ahora me desconocía y pretendía manejar cosas para las que no estaba preparado. Bien mirado, me beneficiaba que un idiota de este calibre estuviera en el gobierno, porque era una bomba de tiempo. Salí a caminar un rato para calmarme, nunca pude soportar la soberbia, y menos de tipos que no saben ni atarse los cordones de los zapatos. Había ideado una operación para debilitar al vicepresidente, pero acababa de perder el control del juego. El barco navegaba a la deriva.
En esos días un senador de Salta le confió en off a una periodista de La Nación que había cobrado una coima. Tal vez quiso impresionarla para llevársela a la cama, se trataba de una periodista joven, rubia y bonita. Cuando el jefe de los senadores peronistas difundió una declaración que desmentía lo que el salteño había hablado con la periodista, ésta sintió que su credibilidad profesional estaba en juego. Amenazó difundir el nombre del senador que le había hecho la confidencia si resultaba desmentida.
En plena conferencia de prensa el salteño le manoteó el micrófono a Alasino, el jefe de su bloque, para decir que había hablado con ella sobre la ley que había votado, pero no sobre el dinero que lo había motivado. El nivel de estupidez de cada jugador solo era superado por el del jugador siguiente.
Lo que en cualquier país y en cualquier momento hubiera sido fácil de tapar siguió creciendo hasta tomar estado público. Alfonsín llegó al ridículo de decir que si era cierto que se habían cobrado coimas en el Senado, él dejaría la política para siempre. Hasta un juez hizo la pantomima de allanar los despachos de dos o tres senadores. La sombra crecía y no podían detenerla.
Era el día más frío del invierno cuando De la Rua anunció un nuevo ajuste económico. Era una forma de correr hacia adelante, de postergar la catástrofe hasta que algún milagro encarrilara la economía argentina. Nadie esperaba una revolución, pero la magra esperanza de mantener la estabilidad comenzaba a deshilacharse como una fantasía mal contada. El senador Menem acompañó al presidente a Estados Unidos, donde presentó el plan de ajuste ante el Fondo Monetario, el Banco Mundial y otros piratas del mismo barco.
- Lo miraban como a un cadáver, Carré. No dan ni dos pesos por su gobierno, saben que no tiene el poder para hacer lo que tiene que hacer, y aún si tuviera los hue... el valor para hacerlo, tampoco lo dejarían. Están apostando a manotear todo lo que puedan antes de que el país estalle.
- Pero le elogiaron el plan, Senador. Y le dieron como quinientos millones...
- Para la foto. Ese dinero no va a llegar nunca, acuérdese de lo que le digo. Le van a pisar el crédito apenas aparezca el primer problema, que saben que lo tendrá en un par de meses. De la Rua les tuvo que rogar que le dieran una señal. Ruckauf estaba conmigo, quiso apretarlo ahí mismo en los jardines. Ese carroñero sabe que el presidente huele a muerto, pero lo tuve que parar porque se lo quiere cargar antes de tiempo.
Las confesiones de Eduardo Menem buscaban seducirme, persuadirme para que no terminara de firmar mi pase con Duhalde. Habían fracasado los intentos de entregarme como prenda de cambio para la prensa y “Chacho” Álvarez, y había entendido que yo contaba con información que era mi seguro de vida. De todos modos nunca en mi vida di un paso atrás, ni lo iba a dar ahora. El poder se escurría hacia otras manos, y yo necesitaba estar cerca de quienes lo tuvieran. Fue un invierno muy crudo, pero alguna gente aún tenía esperanzas.
Se desvanecieron pronto esas esperanzas, cuando De la Rua anunció cambios en su gabinete. Todo el mundo esperaba algún tipo de reacción por el escándalo del Senado, porque “Chacho” no estaba dispuesto a permitir que el edificio bajo su mando se convirtiera en un mercado persa. Pero en lugar de eliminar a los funcionarios sospechados, De la Rua los ascendió.
Flamarique dejó la cartera de Trabajo y fue a la Secretaría General de la Presidencia. Además mandó a “la piba” Bullrich al ministerio de Trabajo y ascendió también a un hombre del “Coti”, un tal Colombo. Bullrich había sido Montonera, y después había pasado por varias agrupaciones políticas. Nadie sabía muy bien para qué servía esa mujer, pero allí estaba, una de las más inexplicables adquisiciones del “Chacho” en su momento. Colombo era un profesional con perfil bajo y ejecutivo, pero su parentesco con Nosiglia lo convertía en un enemigo de Álvarez, que lo detestaba porque estaba convencido de que era él quien manejaba la SIDE detrás de Santibáñez, el banquero amigo de De la Rua.
Al día siguiente, apenas diez meses después de asumir el gobierno, “Chacho” Álvarez renunció a la vicepresidencia. Convocó a una conferencia de prensa en un hotel, al que llegó junto a su mujer. Cada detalle había sido prolijamente elaborado: el arribo de la mano de su esposa, el discurso cuidado, la pretensión de conservar la Alianza manteniendo a los funcionarios del Frepaso en sus puestos de gobierno. Por unos minutos fue héroe, mártir y estratega.
Unos minutos después el presidente anunció que, pese a la renuncia de su vicepresidente, no había crisis en el gobierno. Se sobrepuso a esa afirmación absurda con otra estocada perversa: “el pueblo nos eligió, hay que cumplir los mandatos hasta el final”, dijo. Al mismo precio zahería a Alfonsín, que nunca había dejado de despreciarlo minuciosamente, y a quien no le contestaba el teléfono. A partir de ese momento “Chacho” pasó a ser un cobarde que huyó antes de enfrentar la corrupción en el Senado. Pero la perfidia que solía destilar el somnoliento presidente sería a la vez una maldición y una profecía autocumplida. No faltaría tiempo para que nos encargáramos de recordársela.
A las pocas horas renunció también Flamarique. Se convirtió en un paria, expuesto ante lo que ya todo el mundo asumía como cierto. No hacía falta que me encargara de encontrar pruebas de los sobornos, ni mucho menos fabricarlas. Ellos mismos, el mendocino y los senadores que habían participado del reparto, habían dejado indicios que hasta el más estúpido de los jueces podría encontrar.
Los radicales debían hacer renunciar a Genoud como presidente provisional del Senado porque estaba implicado en el escándalo. Pero no podían hacerlo sin antes garantizar que lo sucedería otro radical, para no alterar la línea sucesoria ante la renuncia del vicepresidente. Arreglaron rápidamente con la gente de Menem, a pesar de que de a poco Duhalde iba ganando poder en el peronismo. Era claro que el gobierno y el menemismo apostaban a cubrirse las espaldas mutuamente; pero a medida de que el poder se desplazaba en nuestra dirección, en lugar de sumar fortaleza amontonaban debilidades.
El pacto de impunidad terminó siendo visible ante los ojos de todo el mundo, el ajuste congelaba la economía y llenaba de hambreados el conurbano sin que nadie invirtiera un sólo dólar, y la opereta del senado terminó por desmoronar la mascarada ética y moralista de la Alianza.
El año comenzaba a terminar, habían asaltado al dueño de la rotisería de la esquina de la casa de mis suegros y por milagro no lo habían matado. Mis negocios iban relativamente bien y comencé a invertir en departamentos que se vendían a mitad de precio en remates y subastas. Mucha gente había pedido créditos para comprar su casa o su auto, y al cabo de algún tiempo ya no podía pagar las cuotas. Los diarios dedicaban páginas enteras a los remates judiciales, y había logrado acceder a un par de martilleros que me permitieron comprar muchos inmuebles en pocos meses. De este modo también lavaba parte del dinero que tenía escondido en varios lugares, y me permitía contar con un buen capital para cuando aparecieran opciones interesantes.
Me quedó una última operación antes de cerrar el año. Logré infiltrar un email a Darío Lopérfido, el Secretario de Cultura y hombre de confianza de De la Rúa. Lo invitaba a acordar una participación en un programa cómico conducido por Marcelo Tinelli. En el mail explicaba que una breve entrevista podría potenciar su llegada en sectores juveniles que se mantenían distantes desde la partida de Álvarez. En seguida envié otro correo a la producción del programa, solicitando las condiciones para pautar una participación del Presidente en un saludo de fin de año.
Al día siguiente ingresé a las casillas de correo que había fraguado y las eliminé. También borré los mensajes de la casilla de email de Lopérfido y del productor de Tinelli. Cuando éste respondió el email lo hizo estipulando el precio de los minutos al aire, y aquél replicó con detalles sobre el operativo de seguridad para llevar al presidente a un programa televisivo. La primera movida había sido un éxito: había generado el interés de las dos partes, yo monitoreaba esa comunicación y se había concretado el operativo.
El esquema de seguridad del Presidente era relativamente vulnerable, porque no chequearían la identidad de cada miembro del público. También sería fácil introducir agentes que el gobierno pensara que pertenecían al canal, y la gente del canal supusiera que pertenecían al gobierno. Finalmente me reservé una picardía: De la Rua quería saber el nombre de la esposa de Tinelli, para mandarle saludos. De la respuesta de la producción borré “Paula” y agregué “Laura”.
El día acordado ingresó al set un agente vestido como los de seguridad del canal, pero con las insignias del equipo de seguridad de la Presidencia. Nuestro hombre se ubicó en una de las salidas del set. El set tenía dos salidas indistintas, pero yo había informado a Lopérfido que se utilizaría la que se encontraba a la izquierda de la pantalla por motivos de seguridad. Un par de horas antes del programa, y coincidiendo con el ingreso de nuestro hombre de seguridad, ingresó como público un muchacho que había reclutado de una unidad básica.
Era un chico desequilibrado, con problemas económicos y que detestaba al presidente. Habíamos acordado que lo abordaría y le pediría por los guerrilleros presos por el copamiento del cuartel de La Tablada. El chico no se acordaba qué era eso, pero no importaba, mientras memorizara su speech de dos líneas estaría todo bien. Sólo tenía que ponerse de pie y comenzar a gritarle al presidente hasta que los agentes de seguridad lo retiraran del estudio.
De la Rúa ingresó al set recibido por aplausos tímidos y desconcertados. Un imitador que parodiaba su lentitud se encontraba junto con el presentador, sin saber qué hacer: permaneció allí hasta que le indicaron que se retirara. Parecía un presagio. El presidente le envió saludos a Laura, la esposa del conductor.
- Paula, presidente, mi esposa se llama Paula...
Nadie reparó en el gesto de De la Rúa. En ese momento el presidente supo que algo no estaba bien. Tuvo ese raro instante de lucidez que imaginó Dalmiro Sáenz para su novela sobre el asesinato de Alfonsín: el protagonista intuyendo que esos detalles anormales que le llaman la atención se encadenan en una trama que determina su muerte, las causas de su muerte, y su muerte como símbolo político. Miró detrás de las cámaras como buscando a Lopérfido, a quien no habían dejado entrar al set. Intentó concentrarse en el programa, en su rol, en jugar ese juego extraño y taimado.
El chico que yo había instruido se levantó de su asiento y en lugar de gritar como habíamos acordado, corrió hasta el presidente y lo tomó de la corbata y la solapa del saco. Por un instante De la Rúa pensó que era otra broma de Tinelli, pero el nerviosismo de los agentes de seguridad revelaron que no, que un tipo del público había llegado hasta el presidente y había tenido contacto físico con él, y que ninguno de los responsables de seguridad que estaban allí había logrado evitarlo. Sólo Tinelli reaccionó de inmediato, abrazando al presidente y cubriéndolo con su espalda enorme. No hubo corte, el programa siguió hasta el fin del bloque como si todo hubiera sido un mero error, un impromptu en un programa meticulosamente improvisado.
Al término de los saludos el presidente se dirigió a la salida que le habíamos marcado. Allí nuestro hombre le dijo que esa salida estaba clausurada, que tenía que utilizar la otra, que se encontraba a la derecha. Se pudo ver al presidente, detrás de Tinelli, intentar salir por una puerta, dudar, volverse sobre sus pasos hasta salir de la escena, todo el tiempo seguido por los reflectores. Ese brevísimo deambular por el set sería explotado y exagerado mil veces por los medios y los humoristas. El mismo Tinelli ubicaría después al imitador deambulando incesantemente por el set.
Lo que los semiólogos de café pasaron por alto fue el aspecto simbólico que, sin pensarlo, metaforizaba el destino de la Alianza y del mismo presidente: pareció que saldría por la izquierda, pero se fue por la derecha, confundido y humillado.
Nunca, ninguna de las dos partes, podría explicar qué fue lo que ocurrió. Sólo eran conscientes de la inmensa vulnerabilidad en que se encontraba el presidente de la nación, y lo fácil que era manipular situaciones de este tipo. Por primera vez en muchos años Tinelli tuvo miedo; luego aprendería que callar es la empresa más redituable. De la Rua no logró reponerse del ridículo, y aun cuando supo que allí comenzaba su caída, también supo que nadie le creería cuando intentara explicarlo. ¿Quién puede tomarse en serio la idea de que en ese programa ocurrió un sutil atentado, un magnicidio civilizado y semiótico? Con esa operación terminé el año.
Pasamos las fiestas en el departamento de Roxi en Montevideo, y después alquilamos unas casitas en La Pedrera, un paraíso hippie donde los chicos podían jugar en la playa hasta la noche. Alquilé un par de autos comunes porque no podía ir allí en mi Mercedes. Lo último que queríamos era llamar la atención.
- Che, ¿me parece a mí o tu suegro es un facho?
Hasta a Corcho le había llamado la atención la virulencia del padre de Claudia. Cuando me puse a pensarlo, la situación era un tanto extraña: uno de mis suegros se quejaba del otro. El que había sido un soldado voluntario de la represión antisubversiva trataba de fascista a un tipo que había trabajado toda su vida en una librería de barrio. Éramos millonarios vacacionando en una colonia de estudiantes, viviendo en casuchas sin electricidad y calentando el agua con calefones a leña. En este lugar del mundo, en estos tiempos, nada era lo que parecía, sino más bien todo lo contrario.
Lo cierto es que mi suegro (el padre de Claudia) estaba realmente agresivo. No sólo protestaba a viva voz contra los jóvenes bohemios que nos rodeaban, sino que también vituperaba a los “delincuentes que les venden la droga”, mirando de reojo a mi otro suegro (el padre de Roxi).
- Si no fuera tu suegro, lo calzo. Pero francamente, Roger, me tiene las pelotas hinchadas este viejo. No para de bardearme. A mí, a los pendejos que fuman marihuana, a tu suegra, a los uruguayos. ¿Este tipo fue siempre así?
- No, ahora que lo mencionás no. Era más bien un tipo tranquilo, me parece raro ese comportamiento. Se puso así desde que les entraron a robar.
- Fijáte. Porque hasta la putea a la pobre vieja, que es un pan de dios.
Era cierto, mi suegro había comenzado a volverse cada vez más agresivo, e incluso mascullaba frases que dejaba sin terminar. Comenzaba a olvidarse cosas, o el nombre de las personas. A Roxi un par de veces le dijo Claudia. Mi suegra callaba. Decidí hacerlo ver por un médico cuando volviéramos, porque la convivencia se volvía francamente insoportable.
El día antes de regresar hubo un altercado entre mi suegro y unos adolescentes en la playa y tuve que traerlo a casa casi a la fuerza. Cuando fui a buscar a mis hijos se me acercó un muchacho de unos treinta años. Me dijo que era neurólogo, que había visto el comportamiento de mi suegro en los últimos días y le había parecido un caso de manual de Alzheimer fulminante.
- ¿Te parece? ¿Y qué perspectivas le ves?
- Ninguna. Lo siento.
- ...
- Trate de medicarlo urgente, pero no le doy más que un par de meses. Y lo va a tener que internar rápido. Perdón por estropearle las vacaciones.
Esa noche casi no dormí.
A la mañana le expliqué la situación a Roxi y le pedí que mis suegros vinieran en el auto con nosotros, mientras Corcho y los chicos viajaban en el otro. Quería controlar a mi suegro y estudiar sus reacciones. Protestó desde que salimos a la ruta, mortificó a mi suegra por nimiedades, no paró de destilar cizaña contra Roxi mientras hablaba de Claudia, pese a los codazos insistentes de mi suegra.
Llegamos a Montevideo al mediodía, y habíamos quedado que pasaríamos el día allí y volveríamos a Buenos Aires al día siguiente, pero cambiamos de planes. Mientras entregábamos los autos en la agencia le expliqué la situación a Corcho, que por una vez se mostró sensato: sugirió que le diéramos un calmante suave para que durmiera durante el viaje. El retorno fue apresurado pero prolijo. Esa misma noche encontré un neurólogo y acordé una cita.
Fingimos un asado para que pudiera estudiar a mi suegro sin generar sospechas, pero antes del postre Joaquín, el neurólogo, me abordó cerca del baño.
- El pibe de la playa tenía razón, Julio. Alzheimer de manual. Traélo mañana a la clínica y pedile a tu suegra que arme un bolsito.
Mi suegro ingresó sedado a la clínica de Joaquín, esa misma mañana había golpeado a mi suegra y se había orinado encima. Su deterioro fue tan rápido que no tuvimos tiempo para asimilar lo que estaba ocurriendo frente a nuestros ojos. Murió en dos semanas, alejado de todo, ajeno a sí mismo. Murió sin paz.
Roxi dedicó los días siguientes a acompañar a mi suegra día y noche, a consolarla y atenderla.
- Me pregunto si mi mamá era así. Una mujer buena, simple. No alcancé a conocerla, casi. Tengo muy poquitos recuerdos de mi mamá.
Lo que me faltaba, Roxi comenzaba a ingresar en el aura nostálgica de mi suegra. Esa semana unos conocidos nos invitaron a la inauguración de su casa. No tenía ganas de ir pero sería bueno sacar a Roxi a tomar aire.
Se trataba de un empresario vinculado a los casinos que había venido desde Santa Cruz y financiaba el desembarco de su gobernador en Buenos Aires. Fuimos los primeros en llegar, así que nos hicieron recorrer su departamento, enorme y ostentoso, y con unas vistas magníficas sobre Palermo. Al llegar al complejo habíamos notado con Roxi el discreto pero omnipresente sistema de monitoreo y seguridad. La torre estaba en el centro de una manzana rodeada por jardines cuidadosamente diseñados.
La cena hubiera sido completamente aburrida si no me hubiera entretenido con un político radical, un gladiador del barro bonaerense que había tejido mil roscas y negocios con Duhalde. También detestaba a Nosiglia, y quería saber cuáles eran los motivos de mi inquina particular contra el operador radical. Nunca lo supo. El “Marciano”, que así lo llamaban, me pidió encontrarnos en otro momento, solos, pero no le di espacio.
- ¡Qué lindo lugar! ¿Cuánto costará un departamento de éstos?
- No lo sé mi amor, supongo que bastante. ¿Viste lo que es ese jardín? Nosotros renegamos con tres rosales locos.
- Sí. Tienen un lugar para los chicos también, ¿viste? Como un... ¿cómo era que se llamaba?
- Un playroom. Me contaba Cristóbal que tienen maestras jardineras cuidando a los nenes, no los dejan solos.
Seguimos el viaje hasta Liniers en silencio. Si hubiera sido creyente hubiera rezado por que Roxi estuviera sopesando la idea de mudarnos a ese complejo. Buenos Aires era un páramo tenso y surcado por sirenas de la policía y las ambulancias. Nuestro barrio había dejado de ser tranquilo y también Roxi intuía que no habría, en el presente cercano, nada parecido a esa vida tranquila que la había seducido.
Llegamos a casa y no tuvimos que hablar para entender que nuestras medidas de seguridad eran agobiantes y absurdas: dar dos vueltas a la manzana antes de entrar a casa, recorrerla con el arma en la mano sin que la viera mi suegra ni los chicos, conteniendo la respiración hasta asegurarnos de que nuestro bunker estaba a salvo. Mi suegra prácticamente había tapiado las aberturas de su casa y casi no salía si nadie la acompañaba.
- Roxi, quería darte una sorpresa, pero me parece mejor preguntarte. Voy a comprar un departamento en Le Parc, hay tres en venta y quiero verlos con vos.
- ¿Cuándo vamos?
El verano comenzaba a agonizar, estiraba sus lengüetazos áridos sobre un país empobrecido y gris que intentaba postergar la llegada del otoño. Compramos el departamento a la mitad del precio, porque el vendedor necesitaba desesperadamente conseguir esos dólares para llevárselos lejos. Además, porque le mostré una foto que alguien le había tomado entrando con un travesti a un hotel alojamiento.
Nos mudamos una semana antes del cumpleaños de Esperanza. Roxi y mi suegra estaban fascinadas con el jardín que rodeaba la torre. Roby ya comenzaba el secundario en un colegio de Palermo, y tampoco lamentaría mucho dejar Liniers. También mi hijo había sufrido muchas pérdidas en ese barrio, incluyendo unas zapatillas nuevas que le habían robado unas semanas antes. Fue a punta de sevillana, pero yo no esperaría a que asalten a mi hijo con un arma de fuego. Cambió un viaje en bus de más de una hora por una caminata de cinco minutos. En la primera semana de escuela dejó de llamarse Roby para llamarse Robbie.
Finalmente acepté almorzar con Moreau, el “Marciano”.
- Julio, nos tienen que ayudar en las elecciones.
- ¿A qué te referís?
- Sabemos que así como estamos no nos va a ir bien, pero tenemos que meter en diputados gente afín.
- ¿Afín a quiénes?
- Mirá, vos estas con el “Cabezón” ahora, hemos trabajado mucho juntos. Vos sabés que el “Coti” va a tratar de meter gente de él y del “Chupete”, y nos quieren dejar afuera...
- ¿Me estás pidiendo que me meta en la interna de ustedes?
- No, Julio. Te pido que no les des aire a De la Rúa. No estuvimos diez años en el llano para volver al neoliberalismo.
- No sé qué hicieron en esos diez años en el llano, eso es cosa de ustedes. Sí sé que en esos diez años hicieron negocios. No te los voy a enumerar. Vamos al grano, “Marciano”, no estamos hablando de ideología.
- No queremos que la derecha del partido se quede con todo. Los sectores progresistas no somos escuchados, y al único de nosotros al que le dieron poder lo incendiaron en Corrientes. Si estos tipos llegan más o menos bien a las elecciones se quedan con el partido y nos mandan a cuarteles de invierno a los alfonsinistas.
- Mirá, bien no les va a ir. No sé quién va a ganar las elecciones, faltan como seis meses. Pero si esto sigue así, ustedes seguro que no.
- No sé a qué “ustedes” te referís. Nosotros no somos De la Rúa. Nosotros teníamos un programa que no era éste. Nos sentimos casi opositores.
- Pero si te ofrecen un ministerio vos agarrás...
- Pero no me lo van a ofrecer nunca.
Me quedó claro que Moreau y un grupo indefinido de radicales no se sentía a gusto con el gobierno de De la Rúa. La mayoría de los argentinos tampoco. Pero había algo más, una disputa por espacios de poder que consideraban propios y que el presidente se había empeñado en mezquinarles.
¿Qué es lo que me quiso pedir Moreau? ¿Que boicotee al gobierno, como si no lo estuvieran haciendo ellos mismos?, ¿o que los financie para la interna radical?, ¿o me quiso sugerir un acuerdo entre ellos y Duhalde, más extenso que el que tejió el propio Moreau durante los ´90? Estuve a punto de decirle que podía pagarle el psicólogo pero no más que eso. Me contuve.
El gobierno había convocado a Domingo Cavallo para apagar la tormenta iniciada por el plan de Ricardo López Murphy, que pretendió encauzar la economía con un ajuste aún más agudo. Tuvo la torpeza de pretender recortar los fondos para la educación, y hasta los estudiantes radicales de Franja Morada salieron a la calle a pedir su cabeza. La designación de Cavallo enajenó definitivamente del gobierno a Alfonsín y a la mitad de su partido. Aun así, las medidas que tomó sirvieron de poco.
Desde el inicio del verano habíamos comenzado a esmerilar la base económica del gobierno retirando los dólares de los bancos en forma masiva. Organicé una operación relativamente costosa pero efectiva: armé documentos correspondientes a cincuenta personas distintas, todas ellas con mi rostro, y con ellos abrí cuentas en distintas sucursales de cuatro bancos importantes. Deposité unos dos millones de pesos, y al cabo de una semana los convertí en dólares y los retiré. Supe, a través de Jorge Brito, uno de los banqueros más ávidos de negocios y rosca, que los gerentes de esos bancos habían comenzado a preocuparse y a comunicarse entre ellos. Sospechaban de una operación, pero por prudencia no intercambiaron los datos. Si lo hubieran hecho se habrían dado cuenta de que esa corrida tenía un sólo rostro anónimo: el mío.
Lo repetí en otros bancos de Córdoba y Rosario, después en La Plata y Mendoza. Terminé el raid en Tucumán y Santa Fe. Había gastado una buena cantidad de pesos, pero también había podido cambiarlos por dólares y retirarlos de circulación. Los operadores tradicionales sabían que alguien estaba jugando, pero no sabían quién. Eso los puso nerviosos, y comenzaron a especular cada vez con más fuerza, con más dólares, con más irresponsabilidad. Al inicio del invierno las cartas estaban echadas, y la especulación contra el gobierno ya era imposible de detener.
Cavallo había ordenado al Banco Central que investigara los primeros movimientos extraños. Supe en qué escritorio se había recopilado la información que podía revelarlos. Supe, también, qué empleado del Banco tenía acceso a esa oficina porque había sido amante del funcionario anterior, y guardaba una llave de ese despacho. Lo persuadí para que me la entregara, y le expliqué en detalle las cosas que le pasaban a la gente que recordaban o decían cosas que era mejor olvidar. Entendió, era un muchacho confundido pero inteligente.
Ingresé al BCRA esa misma noche, con su tarjeta magnética y su juego de llaves. Fui hasta la oficina que me habían marcado y me dediqué a revisarla meticulosamente. No había nada, ni siquiera en la computadora. En una agenda habían consignado que ese mismo día habían llevado “carpetas reservadas” a una bóveda de un banco. Sería una inmensa paradoja que guardaran esa información en la caja de seguridad de un banco que sangraba dólares extraídos por algunos de los investigados. Si era así no había nada que yo pudiera hacer.
Comenzaba a sentir la vaga angustia de un problema que se escapaba de mis manos, y me senté en el escritorio del funcionario. Por unos instantes traté de imaginar cómo sería tener una vida así, relativamente a la luz del día, con fotos de la familia en portarretratos con marco de plata, fotos de los amigos y compañeros de militancia, sin nada grave que esconder. Hasta que vi, entre esas fotos, una imagen del funcionario, jovencísimo, abrazado al Coti Nosiglia, también muy joven.
En ese momento se me ocurrió. Tomé una lapicera del escritorio y escribí en la agenda: “quemar esas carpetas”. Junto al texto coloqué el portarretratos con la foto del Coti. Salí de la oficina con la incierta idea de haber ejecutado una idea estúpida, pero la única que podría funcionar.
Era poco creíble pensar que Nosiglia, uno de los pocos apoyos serios que tenía De la Rua, pudiese ser el autor de la corrida. Pero acaso el funcionario podría pensar que se trataría de algún amigo o allegado del operador radical, acaso un aportante de campañas. Trabajar la urdiembre del misterio tiene algunos inconvenientes, entre ellos, que a un hombre misterioso se le pueden atribuir las cosas más descabelladas sin que pueda salir a desmentirlas. Es un precio que hay que pagar, y a veces también Nosiglia lo pagaba religiosamente. Le sería atribuida una fechoría más, de las tantas que no había cometido.
Las peleas dentro del peronismo por las candidaturas fueron feroces. No había un liderazgo nacional ni nadie que encolumnara a todo el partido en un solo haz. Cada gobernador armó su lista distrital y su propia estrategia electoral, y lo único que nosotros podíamos hacer era perseguir el mejor resultado posible para imponer el peso de la provincia de Buenos Aires y conducir el bloque. Pero Duhalde aún sufría el escarnio por la derrota de 1999, y los gobernadores no aceptarían mansamente su liderazgo. El menemismo estaba en declive, y no había un polo que aglutinara el poder. Por eso tampoco nosotros queríamos una caída catastrófica para el gobierno. No por ahora.
Las elecciones de octubre representaron una paliza para el gobierno. A pesar de que la derrota era previsible y no había sido tan aguda, era claro que De la Rua no había entendido el mensaje. Y que en consecuencia, tendería a agravar sus errores. Los gobernadores hervían de ganas de derrocarlo y no sería posible contenerlos mucho tiempo más.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario