viernes, 22 de mayo de 2020

Capítulo 1: La Pecera

Cuando me sacaron de ‘capucha’ creí que se terminaba todo. Me vino a buscar el Tigre Acosta en persona, acompañado por un oficial más joven; pero en lugar del subsuelo me llevaron a las duchas. El Tigre no habló en todo el tiempo mientras me bañaban, debo asumir que al oficial joven le encargaron la tarea de desnudarme y asearme: a pesar de que seguía encapuchado, o tal vez justamente por eso, le notaba el temblor de las manos. Puedo jurar que ese chico hacía arcadas, hacía mucho más de un mes que yo no podía bañarme. Después sí, habló Acosta.
A esa altura el miedo y el frío habían cedido parte de su espacio unívoco a una incierta, insana curiosidad. De acuerdo a lo que había aprendido en ese lugar, no te bañan cuando te trasladan, no hay ducha ni cigarrillo ni último deseo: sólo te llevan y no volvés más. Había oído que a los trasladados los llevaban cerca de acá, a Aeroparque. Y después, nadie sabía bien qué pasaba.
Supe que no me llevaban a Aeroparque. En cambio me pusieron una capucha limpia, y con las manos esposadas como estaba me fueron vistiendo con ropa ajena. Sólo me sacaron las esposas para ponerme una camiseta y una camisa, y después me volvieron a esposar pero con las manos adelante. Me pusieron un pulóver sobre las esposas, como hacen con los presos en la televisión o en las fotos del diario. Por un momento creí que me iban a llevar a algún lugar con gente, pero después casi me río de mi ocurrencia. Me llevaron por varios pasillos, acaso para despistarme, y volvimos a subir las escaleras. Antes de subir alcancé a escuchar el ruido de la calle, un poco lejos, como si hubiera una avenida a unos cien metros. No llegamos al entretecho, entramos a una habitación en el primer piso, cerraron las puertas a mis espaldas y me sacaron la capucha.
La luz me encandiló porque hacía mucho que estaba acostumbrado a estar encapuchado; me ardieron los ojos y tuve que bajar la cabeza por un rato. Cuando pude ver a mi alrededor, vi que había otros tipos en la habitación. Uno de ellos me pareció familiar por haberlo visto en televisión o en la foto de algún diario. Era curioso, la televisión y los diarios aparecían como explicándome cosas, narrándome esas realidades que se habían ido difuminando al cabo de los días en este infierno de cabotaje. Me costó terminar de reconocer a este hombre de traje gris, pero era el Almirante Massera en persona. Los otros eran un par de miembros de la patota, uno a cada lado del almirante y con la mano a la altura del riñón izquierdo. Había también dos chicos más, jóvenes y flacos, ojerosos, que me miraban con una expresión de a ratos vacía y de a ratos implorante. También estaban vestidos con una ropa que les quedaba grande.
El Tigre habló.
Dijo que sabían que yo no estaba demasiado comprometido, y que podían darme una oportunidad si me encargaba de algunas tareas de oficina. Lo miré como queriendo entender. Me dijo que en unas oficinas un grupo de personas recuperadas estaban haciendo trabajo de archivo y seguimiento periodístico de acuerdo a las instrucciones de la Marina, que era una forma de reparar el daño que habíamos cometido y de contribuir a la pacificación de la nación. Que creían que no todos los prisioneros eran irrecuperables, sino que algunos podían tener una chance ayudando en esas oficinas. Miré a los dos chicos, que bajaron la vista.
Les pregunté que podía hacer yo. Me respondió el Tigre: conocían mis antecedentes como periodista, sabían que había estudiado en la universidad, y que podía trabajar con los diarios y las informaciones que ellos iban recibiendo diariamente. Que tenía que hacer reportes de prensa e identificar a algunas personas para que ellos supieran en qué andaban. Los dos chicos seguían con la mirada fija en los mosaicos del suelo, como leyendo una sentencia en la monotonía amarilla del granito. Los dos chicos se miraron entre sí, callados y ajenos a la confirmación de esa suerte de anticipo o premonición que jugaba con mi mente: la prensa, los diarios, la televisión.
Recién en ese momento el Almirante descruzó sus brazos y habló.
Dijo que estaba convencido de que algunos de nosotros éramos personas valiosas que habían elegido un camino equivocado. Que la mayoría eran ateos marxistas y no tenían remedio, y que habían obligado a las fuerzas armadas a asumir la defensa nacional iniciando una guerra que no querían pero que iban a dar, y estaban dando, hasta eliminar por completo la amenaza subversiva. Pero que otros simplemente fueron unos incautos que creyeron en esos cantos de sirena y se dejaron llevar por esos discursos, aunque él sabía que a la patria la querían bien. Sospeché que se refería a nosotros, y que sólo los imbéciles y los traidores, por estupidez o cinismo, podían aspirar a la bendición de sustraerse a la ‘capucha’, al Tigre y a las sesiones de parrilla y picana.
Dijo que estaba preparando un proyecto de país para cuando concluyera el proceso de reorganización nacional, y que estaba reclutando los mejores cerebros del país para ponerlos al servicio de la patria. Que nosotros, los recuperados, tendríamos un lugar en ese proyecto. Él personalmente estaba seleccionando a las personas que lo acompañarían en esa gesta refundadora, y sugería que yo podía ser un engranaje de ese mecanismo: era mi oportunidad para dedicarle mi vida a algo trascendente. O, meramente, salvar mi vida.
Después volvió a cruzar sus brazos y me miró con la cabeza ligeramente ladeada, como esperando el resultado de un experimento. Nunca me dijo, ni quise saberlo, si me consideraba del grupo de los imbéciles o del grupo de los traidores.
Era evidente que yo no tenía opciones, que si rechazaba su invitación me esperaba un traslado. Tampoco podía fingir un heroísmo que no tenía, después de la parrilla no me quedaba ni gota de la valentía que habíamos fingido durante esos años. Asentí, abrí un poco la boca pero la sentía empastada, no pude decir una sola palabra, tragué con dificultad una saliva espesa. Bajé los ojos y murmuré “acepto”. Adiviné en los labios delgadísimos del Almirante un rictus que parecía la sombra de una sonrisa. Lo miró al Tigre y le hizo un gesto con la cabeza. Me volvieron a colocar la capucha y escuché los pasos del almirante que se alejaban, acompañados por los de sus guardias.
- Se terminó la reunión, dijo el Tigre.
Me dieron media vuelta y comenzaron a conducirme hacia afuera de la sala. No podía verlos, pero sabía que esos dos chicos ojerosos y mal vestidos me estaban mirando.
Me llevaron por otro pasillo, me hicieron subir y bajar varios escalones y finalmente terminé frente a la puerta de “capucha”. Pero en lugar de empujarme a mi cubículo, a mi reino miserable de medio metro de altura, me arrastraron hacia la derecha, a lo que llamaban “el pañol”. Cuando cerraron la puerta el Tigre me dijo que la propuesta del Almirante era un regalo que una basura como yo no merecía, pero que él cumplía órdenes y controlaba que las suyas se cumplieran. Después sí, me volvió a llevar a “capucha”, pero en lugar de mi tabique al fondo del entretecho, me empujaron a una de las celdas a la izquierda del pasillo. Me dijo que al otro día me vendrían a buscar a las siete de la mañana, dio media vuelta y se retiró. El oficial joven había sido reemplazado por otro guardia, que parecía más experimentado. Me sacó la capucha y las esposas.
- Acá no las vas a usar, pero más vale que tengas mucho cuidado de no hacer boludeces, porque si generás algún problema, todo lo que te pasó desde que llegaste acá te va a parecer un cuento de hadas comparado con lo que te voy a hacer yo. En media hora te traen la comida.
La celda tenía un metro y medio por dos, con un colchón en el suelo. Era acaso un poco más grande que los tabiques, pero estaba relativamente limpia y el colchón tenía una frazada. Un rato más tarde escuché pasos en el pasillo, pero no eran pasos de borceguíes ni de los zapatos del capellán, sino pasos desacompasados, como de personas mareadas o débiles. Eran los dos chicos que había visto en la oficina del Tigre; uno entró a la celda contigua a la mía y el otro a una celda unos metros más allá. En ese momento me di cuenta de que no sabía cuántas celdas habría en ese lugar, ni si había otras personas. Del otro lado del pasillo estaban los prisioneros de los tabiques que rotaban constantemente, pero no había logrado identificar a los habitantes de las celdas, acaso una élite de ese submundo. En estos lugares nunca se sabe si la persona que uno tiene al lado es un compañero de infortunio o si es alguien que sólo quiere sacarte alguna información. Frecuentemente son las dos cosas a la vez, porque tener algo para informar puede ser el pasaporte para sobrevivir un día más.
Después de unos minutos se escuchó el chirriar de la puerta de entrada y el ruido metálico de algo que rodaba sobre el cemento helado. Era la hora de la comida. Eso que rodaba rodó un par de metros más y se detuvo a pocos pasos de la puerta de mi celda. Se abrió la puerta, dejaron algo en el suelo, se cerró la puerta. Cuando la cosa que rodaba llegó frente a mi celda y escuché un ruido de candados y cadenas me di vuelta contra la pared del fondo.
- Mirálo vos al nuevo, se pone en penitencia solito.
Una voz cascada, con tonada cordobesa y una risa sofocada por la apnea. Cerraron mi puerta y al lado de ella encontré un plato metálico con un puchero y una cuchara. Supe que tenía un vecino a mi derecha, y tres más hacia el fondo del pasillo. Serían en total unas cinco o seis celdas; la que estaba a mi izquierda parecía vacía. Esa cosa que rodaba rodó de regreso hacia la puerta de “capucha”, que se cerró. Quince minutos después entró a la sala el mismo tipo, ahora sin la cosa que rodaba. Fue abriendo las puertas, retirando los platos, cerrando las puertas. Esta vez me senté mirando la pared opuesta al colchón, con la puerta a mi derecha.
- Prolijito el nuevo, se ve que tenía hambre.
Otra vez el cordobés y su risa cianótica. Con el rabillo del ojo vi que levantaba mi plato y lo metía dentro de una bolsa de arpillera. Cerró la puerta.
Cuando terminó y se fue, comenzó un diálogo apagado, un susurro entre vecinos de celdas. En ‘capucha’ no se puede hablar casi nunca, siempre hay vigilantes que lo impiden. Me dijeron que alguna gente se comunicaba con código Morse, pero yo nunca lo aprendí, y tampoco escuché esos diálogos de golpecitos arrítmicos.
El vecino de la derecha era uno de los chicos que estaba en la oficina. Me preguntó con cautela de donde venía. Del fondo del pasillo, de un tabique.
- ¿Cómo cinco meses? ¿Y antes?
- Antes nada, laburaba en un diario. Me votaron delegado en enero y en septiembre me rajaron del diario. Y en esos días me fueron a buscar.
- ¿De qué palo sos?
- De ninguno. Era delegado nomás. En el ´69 estuve con los chinos en la universidad, pero me fui. Después nada más. Hasta la comisión del diario.
En esos lugares uno tiene que tener una biografía neutra por las dudas, porque nunca se sabe quién es el que te escucha. Lo que le dije a este chico era lo que venía repitiendo desde hacía meses, que por otra parte era cierto. A nadie le dije de Adriana, salvo lo que ellos ya sabían, que también era delegada del diario. Pero nada de lo nuestro, que en realidad era tan poco que era casi nada: algún escarceo, siempre sintiendo que para ella yo era una herramienta de utilidad dudosa.
Al otro día nos despertó otro oficial, menos jovial pero más tolerable que el cordobés. Llegó muy temprano y nos ordenó prepararnos para que otros guardias nos lleven de a uno a las duchas. Cuando estuvimos todos de regreso en las celdas nos trajeron mate cocido y un poco de pan, con el mismo carro de la cena. Después nos fueron sacando de a uno, encapuchados, y de a uno nos fueron llevando hacia el fondo del “pañol”, a las oficinas. Supuse que al cabo de los días yo iría aprendiendo la ubicación de cada recodo y cada escalón, y que traernos de a uno era una forma astuta de impedirnos adivinar cuánto tiempo llevaría cada uno allí adentro.
La oficina tenía la misma estructura metálica del techo de “capucha”, pero estaba compartimentada por tabiques de vidrio. Cuando llegué había cinco personas: los dos flacos del día anterior, un hombre de mediana edad con la mirada vacía y que no hablaba con nadie, una mujer de unos cuarenta años, pelirroja y con los ojos permanentemente inyectados, y una chica gordita que siempre miraba para los costados, como si necesitase confirmar que estaba allí. Llamaban ‘la pecera’ a esa sala dividida por tabiques y vidrio, no sé si por pereza mental o por alguna sofisticada exhibición de ironía. Dos hombres armados con FAL custodiaban la única entrada.
Me asignaron un escritorio impersonal con algunos diarios del interior, varios de los cuales jamás había sentido nombrar. Eran varios ejemplares de cada uno, apilados por orden cronológico hasta llegar a una fecha: 12 de marzo de 1977. Entendí que entonces debía ser el 13 o el 14 de marzo, contando el tiempo que tardaran en llegar esos diarios a donde fuere que estábamos.
Mi tarea sería revisar y recortar las notas en las que se mencionara a la Junta y especialmente al Almirante. También debía ubicar las menciones a dirigentes políticos, sindicales, a los empresarios y los curas, e incluso cualquier referencia al gobierno que viniera de artistas o futbolistas. A los otros deportistas, me decía el Tigre, no los escucha nadie. Y los columnistas de los diarios decían casi todos lo mismo, en algunos casos en el mismo orden y con las mismas palabras. Debía preparar un reporte semanal indicando la imagen del Almirante en los medios, su nivel de popularidad, y compararla con la aceptación que recibía el gobierno en general pero muy especialmente el resto de los miembros de la Junta.
Supe que al Almirante lo desvelaba tanto la construcción de su propio espacio político como el crecimiento de los militares de las otras fuerzas, donde no podía acelerar o detener la carrera de nadie. Varias veces el Tigre me pidió que le aclarara alguna cosa, por qué creía yo que tal General o Brigadier hacían o decían cosas que me parecían relevantes. Fingiendo inocencia le explicaba que cuestiones como la obra pública, la organización del Mundial de fútbol, o incluso algún discurso de homenaje podían darle visibilidad a quien ocupara esos espacios. Y que esa visibilidad podía ser usada en beneficio propio y no del gobierno, por el acceso a ciertos negocios y personas. Entonces el Tigre me miraba con desprecio, en silencio, pero yo sé que entendía perfectamente de lo que le hablaba.
Cada tanto, algún personaje con cierto grado de carisma que veía crecer en los diarios de alguna región, era súbitamente reemplazado por otros personajes. Los interventores de empresas públicas, de entes autárquicos o los delegados municipales que podían proyectarse más allá de esas funciones solían ser reemplazados por personajes grises o evidentemente ligados a la Marina, y de lealtad criminal hacia el Almirante.
Puedo decir que las primeras semanas me fue relativamente bien: el Tigre dejó de venir cada dos horas a controlar lo que hacía y sus insultos también fueron decreciendo hacia un maltrato habitual y a esa altura soportable. Había descubierto que, por delirante que pareciera, yo había adquirido cierta influencia en los enjuagues políticos del Almirante; aunque fuera para propiciar la remoción del interventor de la sociedad de fomento de Comodoro Rivadavia.
Comencé a hablar un poco con mis compañeros de oficina. Uno de los chicos que había conocido desde el principio había sido delegado de algún centro de estudiantes. Su familia lo había querido mandar primero a México y después a Olavarría, al campo del abuelo, pero cuando estaban por convencerlo lo levantaron en una cita. El otro tenía ojitos nerviosos, decía ser arquitecto pero era demasiado joven para serlo, tendría unos veinticinco años o poco más. También su familia había tratado de hacer algo por él, pero sólo después de su secuestro alcanzaron a contactarse con algún pariente recién nombrado en el Ministerio de Economía.
El hombre de mediana edad era sacerdote, según los otros chicos. Seguía casi mudo y solamente respondía con monosílabos. Le costaba controlar el temblor en su mano derecha, y sólo en esos momentos se permitía exhibir un poco de vergüenza como única expresión de emociones humanas.
La pelirroja se llamaba Marta y había sido profesora en Sociales o en Filosofía. Su marido había desaparecido una semana antes de que a ella la encontraran en la casa donde se escondía, y no supo de él nada más que un rumor que hablaba de su traslado.
La gordita de cara redonda hablaba mucho, casi siempre sobre cosas sin importancia, pero con una voracidad que solamente podían contener los guardias que le ordenaban callarse. Una tarde que estuvo particularmente locuaz uno de los chicos, el de los ojitos nerviosos, se permitió una humorada atroz: ¿te la imaginás a ésta en la parrilla? Le habrá puesto al Tigre las bolas por el piso…
Todos ellos habían sido reclutados por distintas “orgas” de la Tendencia y recién se habían conocido en ‘la pecera’, pero habían leído los mismos libros y panfletos y habían pintado o recitado los mismos slogans. Sólo desentonaba la gordita, Estela, porque nadie sabía bien de dónde venía salvo que había militado en alguna parroquia del conurbano y venía de una familia largamente peronista. Y yo, porque mi pasado político era más bien superficial y breve, y en todo caso no era de la Tendencia.
Al cabo de un tiempo, unas cinco o seis semanas, aproveché que el Tigre había venido a mi escritorio y le pedí información sobre un General que era mencionado todos los días en un diario de Mendoza. Lo habían nombrado interventor de la universidad local pero lo veía planteando cuestiones sobre el río Atuel, sobre las bodegas Giol, o elogiando la actuación de la justicia federal sobre el procesamiento de los subversivos. El Tigre me miró con una mezcla de sospecha y de odio, pero no necesariamente odio hacia mí, sino hacia otra persona: acaso el General que le había mencionado. Parecía que este General apuntaba a consolidar su poder en la provincia, desplazando algunos aliados del Tigre. Su mirada indignada me traspasaba, yo era solamente el soporte de un mensaje o un augurio.
Accedió de mala gana a facilitarme alguna información sobre los contactos políticos del General mendocino. Yo había logrado una victoria imprecisa: mientras pudiera sugerir alguna trama en la que él o el Almirante podrían verse amenazados, contaría con su apoyo para investigar más allá de los escuetos diarios que apilaban en mi escritorio. La ambición desesperada y paranoica de mis captores se convertía, de manera surrealista, en mi propio reaseguro, en mi pasaporte a una vida después de ‘la pecera’.
Dos días después el Tigre dejó en mi escritorio una carpeta de cartulina y con un gesto me ordenó que la abriera. Adentro había unas diez o doce hojas fotocopiadas, con el membrete y partes del texto tachadas. Eran informes de algún aparato de inteligencia sobre las personas de máxima confianza del General mendocino. Había unos quince nombres, casi todos vinculados por lazos de sangre o por haber compartido los años del Liceo. La mitad de ellos eran civiles, y todos asistían a las misas que oficiaba uno de ellos, que progresaba en la jerarquía eclesiástica de Mendoza. Ocupaban los puestos más altos en la justicia, en la comisión que trataba el uso del río, en la bodega estatizada, en la municipalidad de Mendoza, y en el diario que mencionaba al General con insistencia proselitista. Yo sabía que el interventor de la provincia no era un hombre del Almirante, pero que se aprontaban para ubicar allí a uno de los suyos. Este General en ascenso, a juzgar por las reacciones biliares del Tigre, no pertenecía a este armado.
El caso de Mendoza fue contrarrestado con los informes que venían del sur, donde los amigos del Almirante tenían un éxito similar al de sus rivales cuyanos. En algún caso un prominente empresario pesquero apareció muerto en la entrada a Río Gallegos: la nota apareció en la página de policiales del diario local confirmando la decisión del gobierno de adscribir esa muerte a un asalto inverosímil. Al poco tiempo los allegados del Almirante asumieron la dirección de las empresas del occiso y transfirieron sus capitales a sociedades con sede en las Bahamas o Uruguay. La familia del muerto se exilió rápidamente en Grecia y no intentaron averiguar sobre la suerte del patrimonio familiar. Todo esto lo supe por comentarios del Tigre, cuando le pregunté si al empresario lo habría matado la subversión o alguna fuerza rival. Sólo me dijo que ellos se estaban haciendo cargo de ese tema. Del movimiento de capitales y la suerte de la familia supe tiempo después, en París.
El caso de Mendoza se resolvió: al cabo de algún tiempo tuve que elaborar un informe sobre alguna acusación menor que apartó a este General de su cargo en la universidad, y semanas después sus allegados también fueron removidos por infracciones menores. En casi todos los casos los espacios vacantes fueron cubiertos por marinos u hombres de la fuerza aérea, que a veces trabajaban juntos.
Un tiempo después comenzaron a dejar en mi escritorio los diarios de ciudades más importantes, como Rosario y Córdoba. Ambas estaban en manos del ejército y requerían un análisis detallado para reconocer la construcción de poder de los interventores en las provincias, sus ciudades importantes y las principales instituciones, porque podían servir como plataforma de liderazgos nacionales. Yo ya sabía que allí la Marina casi no tenía incidencia, y mi función era detectar fricciones entre las otras fuerzas para canalizar el apoyo del Almirante hacia algún grupo afín. Las negociaciones entre ellos me eran inaccesibles, pero más de una vez el Tigre se jactó ante mí de haberle salvado el cuero a algún aliado de la fuerza aérea y de cómo habían logrado facturar esos favores.
A esta altura el Tigre comenzaba a detenerse por más tiempo en mi escritorio. El hecho de no haber pertenecido a las “orgas” peronistas me facilitaba un poco las cosas, porque él sentía por ellas un rechazo visceral. De a poco comenzó a hacerlo visible en el trato: casi había dejado de tratarme en forma denigrante, como aún lo hacía con mis compañeros de ‘la pecera’. Sólo el cura se salvaba de su maltrato, y lo trataba con incierta condescendencia.
Por supuesto que mis compañeros comenzaron a desconfiar de mí: al principio sutilmente y después ya sin ambages expresaron su desconfianza y resentimiento. Me apodaron “la Tigresa”, combinando desprecio y humor en partes iguales. Las consideraciones sobre la homofobia y la igualdad de género no formaban parte de su discurso revolucionario, ni lo harían hasta muchos años después. Aunque tampoco era común expresarse con tacto y sensibilidad: el infierno nunca fue un lugar políticamente correcto.
La simpatía que el Tigre me profesaba profundizó el ostracismo de mis compañeros de ‘pecera’. De todos modos no compartía con ellos casi ninguno de los ritos y liturgias que malamente los unía, y la sospecha no tardó en ser mutua. Comenzaron a faltarme recortes o diarios enteros, lo que me generó algunos problemas con el Tigre. Acaso la menor de mis infamias haya sido pedirle ser el primero en llegar a ‘la pecera’ y el último en irme, y que los guardias vigilen mi escritorio cuando me llevaban al baño.
El Tigre parecía acostumbrado a este tipo de incidentes de oficina, tal vez porque al final de cuentas los cuarteles no eran tan diferentes, y accedió a mi pedido. Yo había sido el último en llegar y algunos de mis compañeros habían establecido algún tipo de relación amistosa con los guardias, que a veces les convidaban cigarrillos o les contaban novedades de afuera. Esto pudo haberme puesto en peligro, pero la autoridad del Tigre me mantuvo a salvo de alguna picardía consentida por los guardias. No supe qué les dijo, pero los guardias no solamente cumplieron con llevarme antes y retirarme después que todos, sino que además sus módicos intercambios se hicieron aún más clandestinos.
En “capucha” la única diferencia era que ya casi nadie hablaba con nadie, porque se suponía que mi presencia allí era la de un espía o un alcahuete. Sólo después de unos días mis colegas volvieron a su rutina de conversaciones en torno a su infancia o sus planes. No digo que esto sea necesariamente banal, no quiero menospreciar tan cruelmente las pocas expresiones de humanidad relativamente sincera de las personas que pasaron por ese averno, pero tampoco eran datos que pudieran interesarle a nadie más que a quien los emitía.
Yo también he hablado de esas cosas, de cómo conocí a Adriana, aunque nunca dije su verdadero nombre. Por prurito, por culpa o por vergüenza nunca la llamé por su nombre en las pocas charlas que tuve en las celdas. Les conté que después de algunas salidas no la vi más, y que la premonición o la evidencia me obligaron a pedir a un conocido que me prestara un lugar donde esconderme cuando supe que la habían secuestrado: ella conocía mi departamento, y a pesar de que juraba que se perdía cada vez que iba a mi casa, yo sabía que quedarme allí era simplemente suicida.
A esa altura en el diario donde trabajaba ya manejábamos información sobre los secuestros y las citas envenenadas, y sabíamos cómo los sistemas de seguridad de las “orgas” fallaban una y otra vez, inexplicablemente. Matemáticamente. Lo que no supe es que quien me prestó el departamento descascarado donde me encontraron también había caído, acaso esa misma tarde. Lo sabría después, cuando el Tigre me dijo que él sabía hasta qué punto yo era un ‘perejil’, que no solamente no estaba en nada grave sino que fui solo a meterme en las fauces del lobo al aceptar el alojamiento de alguien cuyos compromisos yo desconocía.
Como dije, no me habían molestado mucho ni el silencio ni la hostilidad de mis compañeros, me bastaba con que el cura no hubiese modificado su laconismo habitual y con que el Tigre siguiera convencido de que yo podía seguir siéndoles de alguna utilidad.
Tal vez por eso una tarde se sentó en mi escritorio y me preguntó si hablaba francés. Lo miré con sorpresa, porque la pregunta me parecía irrelevante en mi situación, y porque creía que ellos ya sabían absolutamente todo de mí, incluso cosas que yo mismo no sabía. Pensé que me darían diarios franceses para analizar, lo que yo asumía como la cosa más parecida a un ascenso laboral. Le respondí que sí.
- Bueno che, lo felicito, porque capaz que va a ir a París a trabajar en una cosa que estamos armando.
Con un gesto me indicó que no abriera la boca, y miró brevemente hacia un costado como indicando de quiénes tenía que proteger nuestro secreto. Asentí, sabiendo que todas las personas que estaban en la sala nos miraban de reojo. Después él se levantó y salió. Me costó una buena media hora volver a mi trabajo.
Dos semanas más tarde los guardias que me llevaban a mi celda se detuvieron en algún punto del trayecto, abrieron una puerta a mi izquierda y me introdujeron en una escalera que no había detectado antes. Bajamos hasta la misma oficina del primer piso donde me habían llevado cuando me avisaron que iría a la “pecera”, me sentaron en una silla y me sacaron la capucha: ante mí estaba el Tigre, detrás de un escritorio, y pude ver a los costados a dos o tres hombres más, que no tuvieron la deferencia de presentarse.
- Mire Roberto, yo le comenté que se está armando un grupo para ir a trabajar a Europa. Usted ha visto que hay una campaña muy agresiva de los subversivos en el exterior y que quieren embarrar la imagen de la Argentina. Hace ya un tiempo, desde antes incluso de que tomáramos el control operativo de la nación, que el embajador en París y otros patriotas vienen armando un equipo para que haga operaciones de rebote, es decir que generen informaciones positivas ante la opinión pública. Algunos artistas y otras personalidades ya han salido a defender al gobierno en la lucha contra la subversión y han dado fe de que la gente de bien no tiene nada que temer, pero los subversivos nos siguen acosando con denuncias. Los grupos marxistas en Francia, Italia y España les dan bolilla, y los medios recogen esa basura y la difunden. En España no tanto, porque todavía tienen un gobierno con pelotas, pero en Francia hasta el presidente nos viene con cuestiones. Lo que tenemos que hacer es difundir la versión opuesta. Mejor dicho, lo que usted tiene que hacer es identificar esas denuncias y generar contradenuncias o buscar la forma de desacreditarlas. Ya le darán las instrucciones del caso. No le vamos a pedir que siga a nadie ni que se meta en nada, porque usted no conoce a ninguno y es demasiado chambón. Ahora vaya, y no le diga a nadie sobre esta conversación. Pero a nadie, ¿eh?, mire que siempre hay un traslado esperando. Acá o en París o en la China. Si se hace el loco, esto se corta, ¿entendió?
Asentí primero con la cabeza, y después, justo cuando decía “entendí” me colocaron la capucha y me izaron de la silla. Cuando me llevaban por el pasillo hacia la celda me sentía como cuando uno acaba de aprobar un examen sorpresa. Transpiraba a pesar del frío otoñal que se obstinaba en ese edificio sin calefacción. Por un segundo temí que el olor acre de mi transpiración me delatara más que los dos o tres minutos que habría durado la entrevista con el Tigre y los otros desconocidos. Y, por la razón que sea, cuando me encerraron en mi celda el silencio fue más pesado que nunca. El clima de sospecha era tan agobiante que hasta el silencio del cura me parecía un reproche callado, una forma de enfatizar un sentido de traición que sin embargo no había buscado ni consentido, ni que lograba explicarme del todo.
¿Por qué yo? ¿Por qué fui yo el elegido para sacarme del tabique primero y llevarme a la “pecera”, y por qué a mí me ofrecían esta especie de promoción, esta suerte de estrellato en las tinieblas? ¿En qué momento yo les había demostrado ser algo más que un periodista mediocre cuyo único mérito evidente consistía en la buena memoria para los nombres? Una parte de mí sostenía que no haber sido peronista me favorecía: los marinos son, en primer lugar, gorilas acérrimos. No tener compromisos ni contactos me absolvía de la sospecha de lealtades ocultas hacia quienes yo debía investigar o reportar, aunque bien sabía ya lo que valen las lealtades acá abajo. La prolijidad de mis informes podía ser un punto a favor, aunque no puedo saber si eran mejores o peores que los de mis colegas de ‘redacción’ porque no podíamos consultarnos ni cruzar nuestro material.
Supongo que si alguna lealtad me quedaba era hacia el escritor que había querido ser: me esforzaba por ser claro y legible, y por mantener alguna pretensión de elegancia en mi estilo, como si estuviese escribiendo un artículo para el diario. En todo caso, lo que más teme un periodista es aburrir a su audiencia, aunque ésta se componga de una indeterminable jauría de asesinos.
Descubrí, a pesar de mi circunstancia miserable, que me quedaba algún rastro de vanidad. Y quizás también de ilusión adolescente: si todo iba bien conocería París. Pensé que si me permitía ilusionarme con ese viaje es que no había perdido del todo algún sentido de humanidad, más allá de la codicia o el ansia de libertad que excitaba la sola mención de mi destino posible. Pensé también que no había traicionado ni entregado a nadie para llegar a la ‘pecera’, ni mucho menos para recibir la oferta que me había hecho el Tigre hacía un rato.
Con cierta sorpresa descubrí que no sentía culpa, que es parte de los sentimientos omnipresentes de los que sobreviven a los campos de concentración. Me encantaría poder decir que esa noche la comida tuvo un sabor especial, pero fue el mismo rancho asqueroso de todos los días y todas las noches. Incluso el cordobés del carrito estaba más serio y casi no bromeaba:
- Pero que calladito que está el cabarute...
La alusión prostibularia podía significar dos cosas obvias: sus propias ganas de internarse en uno por tiempo indeterminado; y el clima de tensión y hostilidad que podía percibir entre nosotros ya que nadie se molestaba en ocultarlo. Lo que llamamos un puterío. Cuando el cordobés abrió la puerta de mi celda lo recibí con mi perfecta cara de estúpido, que no alcanzó a engañarlo si debo juzgarlo por esa sonrisa ladeada y esa mirada ladina y penetrante. Decía en silencio que sabía que yo era el meollo de esta inaudita tensión entre los seis pescados de su pecera.
Tal como había acordado, procuré que nada en mis costumbres o mi trabajo delatara mi expectativa. Más bien, procuré cometer algún par de errores sin importancia para que mi mecenas inopinado tuviera alguna excusa para humillarme un poco: él también entendía el juego que yo tenía que jugar, y se prestó feliz a insultarme un poco. No tardé en bajar mi perfil en ‘la pecera’ y el Tigre solamente se detenía en mi escritorio cuando había algo que le interesaba particularmente, como hacía con el resto del equipo. La desconfianza no se diluyó pero el clima se volvió un poco menos irrespirable.
Tenía que esperar al menos un par de meses para que resolvieran las cuestiones burocráticas, aunque sabía también que viajaría con un documento elaborado por el cura o Estela, que eran los especialistas. Con buen tino le encargaron la elaboración de mi pasaporte al cura, y en pocos días me convertí en un abogado uruguayo llamado Federico Montes Ramírez. Viajaría a Francia con un supuesto socio o colega de cátedra, para asistir a un congreso sobre derecho sucesorio o alguna fantochada parecida. El supuesto socio era, claro, un hombre del Tigre.

Capítulo 2: París no era una Fiesta

Imaginé mi ingreso a París decorado con el aura romántica de la Gare du Nord o alguna otra estación de tren atravesada por la literatura. Por alguna razón sentimental siempre creí que llegaría a Europa en barco, como en una parábola que revirtiera el exilio o la emigración de mis abuelos. La realidad me demostró una vez más la potente creatividad del absurdo: abordé el vuelo de Air France rodeado de agentes de civil, todos miembros del GT 3.3.2, el grupo de tareas que operaba ‘la pecera’.
Había viajado alguna vez en un avión a hélice de LADE, en un vuelo al Chaco para cubrir unas inundaciones o alguna otra calamidad recurrente. El Boeing enorme y atestado que nos tocó distaba mucho de aquél avioncito endeble y ruidoso. Nuestro vuelo fue aburrido como sólo puede serlo un vuelo transatlántico, agravado en mi caso porque no podía levantarme a caminar por los pasillos. Aún si uno de mis guardias se dormía, el otro se mantenía despierto y vigilante. Apenas hablamos de algunas naderías en los minutos posteriores al despegue, a medida que se relajaba mi tensión locuaz y antes de que nos ganara el aburrimiento.
Intenté dormir un rato después de cenar, pero no logré hacerlo. Nunca pude dormir en los buses ni en los trenes, y estaba descubriendo que el insomnio comprendía también a los aviones. De todos modos, después de “capucha” y “la pecera” nadie vuelve a dormir fácilmente. Cuando comenzaba a cabecear, un bebé empezó a llorar algunos asientos adelante, o atrás; ya estaba tan aturdido que no percibía la dirección de los sonidos. Estaba atrapado en ese apelmazamiento en el que la vigilia es una mancha borrosa, cuando anunciaron el descenso.
Comprobé mientras tanto que el francés aprendido tiempo atrás difería del que usaban las azafatas y el comandante de vuelo, pero supuse que con un poco de práctica, una vez en tierra, podría comenzar a moverme sin mayores problemas. Después de todo, no sería extraño que un abogado uruguayo necesitara que le expliquen las cosas lentamente y en francés de libro.
Ni siquiera conocí el aeropuerto De Gaulle por dentro; tuvimos que esperar a que bajaran todos los pasajeros cuando un militar francés se presentó ante los guardias que me acompañaban, cruzaron credenciales y nos indicó que nos pusiéramos de pie. En tierra nos esperaba un auto de civil; el bus chato y ruidoso que llevaba a la mitad del pasaje comenzaba a alejarse del avión y otro bus similar ya se acercaba al espigón de arribos, pero nosotros teníamos el curioso privilegio de un auto esperándonos. Me introdujeron en el asiento trasero, entre mis acompañantes criollos, y partimos hacia una entrada lateral apenas visible en el cuerpo principal del aeropuerto.
En una oficina anónima certificaron el arribo a Francia del abogado Federico Montes Ramírez, uruguayo. Cuando terminamos de completar esos papeles atravesamos unos corredores desiertos, ajenos a la expectativa, la alegría y el pesar de quienes aguardaban a los otros pasajeros o se despedían de ellos. De todas las emociones que habitualmente tienen lugar en un aeropuerto, solamente el tedio burocrático y la desconfianza policial acompañaban a nuestra pequeña comitiva clandestina.
Después de girar en el enésimo recodo vi a los agentes de la Embajada Argentina. Reconocí vagamente a alguno de ellos, había pertenecido a la ESMA o había estado allí con el Tigre. Era un hombre rubio, con apostura de marino, y muy joven, de unos 25 años. El marino sostenía un arma diminuta en la mano derecha que apenas dejó entrever y escondió a medias en el interior de su saco, mientras con una sonrisa cordial me aseguraba que ante el más mínimo movimiento en falso él mismo estaría feliz de rematarme.
Me subieron a un viejo Mercedes con los vidrios oscuros; el interior del auto parecía apolillado, con olor a ropa guardada. Mis guardias se sentaron a mis costados y antes de partir me pusieron una capucha oscura que me llegaba hasta los hombros: se cumplía la parábola en la que todo comenzaba de nuevo. Encapuchado me habían subido a un auto en Buenos Aires, nueve meses atrás; encapuchado me subían ahora a otro auto en París. Esta vez mi trayecto estuvo exento de golpes y amenazas, y al menos podía estar sentado en mi asiento y no tirado en espacio mezquino del suelo del auto.
Lamenté no poder ver la ciudad, el destino me había jugado esa broma macabra y de una crueldad refinada. Otra vez perdí la noción del tiempo, por momentos no escuchaba más ruidos que el del auto, y por momentos había tráfico alrededor, bocinas y motores que me decían que ahí mismo, a un metro a mi izquierda o mi derecha, detrás de un vidrio gioscuro, había una ciudad, y había personas, y estaba la libertad. Y la igualdad y la fraternidad, supongamos.
En un momento ingresamos a una calle más silenciosa, finalmente giramos y nos detuvimos. El conductor dijo alguna cosa en un francés que no comprendí y le respondió otra voz marcial. Escuché el ruido de un portón metálico que se corría, un breve movimiento del auto, y al cabo de unos metros nos detuvimos. Los militares nos ayudaron a bajar y me sacaron la capucha. Detrás nuestro había ingresado otro auto cuyos ocupantes se bajaban al mismo tiempo que nosotros: los agentes que me vigilaban eran más que los que yo había alcanzado a ver en el aeropuerto.
Estábamos en una especie de garaje largo que desembocaba en un patio, pero me hicieron entrar por una puerta de servicio a un pasillo oscuro que terminaba en un hall con una escalera de caracol. Subimos por ella en fila india hasta el segundo piso de ese edificio. Hasta ese momento de París solamente había visto pasillos, garajes y escaleras: no había sido más que un pasajero en tránsito perpetuo. En ese segundo piso ingresamos a una sala amplia y recargada de muebles de estilo; solamente la penumbra que la ocupaba constituía una continuidad con los ambientes desangelados por los que había transitado. Se encendió una luz apenas tenue cuando entró un hombre canoso vestido con un traje impecable y que exudaba don de mando.
- Soy el embajador de Anchorena, veo que ha llegado bien. En nombre de la delegación argentina en París le doy la bienvenida. Como usted sabrá la Marina ha asumido el mando en esta embajada y conduce los operativos estratégicos de nuestra nación en Francia y algunos países limítrofes. Tome asiento, usted querrá saber por qué lo hemos traído, ¿verdad?
Asentí en silencio, el hombre encendió un habano y prosiguió:
- Como usted sabe, por la tarea que ha hecho en Argentina, nuestra nación está amenazada por un enemigo que se ha vuelto casi invisible. Los hemos derrotado con las armas en una guerra no convencional de la cual usted ha sido testigo, porque la vio desde adentro. Pero hay otra guerra, que se está librando ante la opinión pública y perjudica nuestros intereses y nuestra imagen. Es una guerra cultural: nuestros enemigos derrotados han iniciado una campaña de propaganda para demonizar a las Fuerzas Armadas, al proceso que estamos llevando adelante y, en fin, a nuestro estilo de vida occidental y cristiano. En esta guerra cultural los medios para combatir son distintos que los convencionales: no usamos armas, o al menos las restringimos para operaciones especiales. Usamos la inteligencia, y la creación de información. En esta campaña de desprestigio nuestros enemigos nos acusan de infinidad de cosas, mienten, fabulan, distorsionan las cosas. Tenemos a personalidades reconocidas opinando estupideces sin saber lo que pasa, tenemos a organismos internacionales tratando de husmear en nuestros problemas, tenemos a organizaciones de izquierda como Amnesty, apañadas por los gobiernos, que también repiten las mentiras de nuestros enemigos. ¿Me sigue?
- Sí, claro.
- Bien. Nuestros enemigos son los subversivos que se nos escaparon, y en algunos casos los familiares de los que hemos eliminado en Argentina. Se han contactado con personalidades argentinas que viven en Europa, y han armado redes desde las que destilan su veneno. A nosotros no nos importa si los que viven acá eran ignorantes o ingenuos que se dejaron manipular por los subversivos, o si también son marxistas. Mientras no metan demasiado la nariz no tomaremos medidas contra ellos. Nuestro objetivo son los que vinieron en estos dos últimos años de Argentina. Incluso antes de que las Fuerzas Armadas asumieran el control operacional del país nosotros ya estábamos construyendo esto, porque sabíamos que iban a organizar redes de apoyo en Europa y otros lugares para recibir ayuda de los soviéticos. Y no nos equivocamos, no señor.
El Embajador hizo una pausa para servirse un whisky, que ofreció cortés a nuestra delegación. Ninguno aceptó, yo tampoco.
- Le voy a explicar ahora cuál será su tarea aquí. Nuestros agentes han logrado infiltrarse en algunas reuniones de los subversivos en París y Roma y están recolectando información sobre quiénes son, qué contactos tienen acá, cuáles son sus objetivos. A la vez recibimos información permanente desde Argentina sobre los que han quedado allá. Usted tendrá que cruzar y analizar esa información como lo hacía en la Escuela, para encontrar datos y conexiones ocultas. También tendrá que colaborar en otras actividades, principalmente generando información que nosotros filtramos a la prensa, denunciando estos ataques a la nación y presentando de la mejor manera las cosas que estamos haciendo. Y también habrá operaciones especiales, que ya le iremos informando.
- Bien, asentí.
- Usted se va a alojar en este mismo edificio, entenderá que va a estar vigilado constantemente y que ante el más mínimo problema estamos en condiciones de asegurarnos de que nunca nadie vuelva a verlo. Me entiende, ¿verdad?
- Perfectamente.
- Así me gusta. Ahora lo van a llevar a su habitación. Si tiene que salir, saldrá acompañado y habiendo informado antes adónde va y por cuánto tiempo. No dudamos de su lealtad ni de su compromiso patriótico que ha demostrado trabajando para nosotros en la Escuela, pero entenderá que tenemos que tomar precauciones y que todos los agentes del Centro están permanentemente monitoreados. Ahora puede retirarse a descansar, mañana temprano le informaremos sobre sus tareas. ¿Tiene alguna pregunta?
- No, no. Ninguna por ahora.
- Bien, que descanse.
Levanté mi maleta minúscula y seguí los pasos que me indicaban los agentes. Era evidente que todos ellos, incluyendo los que habían venido conmigo, estaban totalmente familiarizados con el edificio y su funcionamiento. En un altillo oscuro había una especie de estudio con unos pocos muebles austeros, un anafe y una pileta. Había un baño contiguo. Las dos habitaciones tenían ventanucos que daban hacia un patio interior, y ambos estaban custodiados por barrotes sólidos: el parecido con “capucha” debió estremecerme, pero me pareció natural. Cuando terminé con mi observación rápida del lugar puse mi maleta sobre la mesa, y en ese momento los agentes me saludaron y salieron de la habitación. Mis pertenencias consistían en una muda de ropa, algunos pocos elementos de higiene personal y algunos documentos que había traído a instancias del Tigre. Acomodé todo eso en un armario ordinario, me desvestí lentamente y caminé hacia la ducha.
Me dio un poco de vergüenza imaginar que apareciera alguien por el corredor mientras yo estaba desnudo; cuando estaba abriendo la puerta de mi cuarto me detuve a escuchar si habría alguien cerca. No había nadie merodeando ese pasillo, y de todos modos la puerta del baño estaba a un metro de la puerta de mi cuarto.
Abrí la ducha. Para mi sorpresa el agua era tibia, todo un avance después de más de un año de bañarme (ser bañado) con agua fría. El agua tibia duró unos pocos minutos en los que apenas había alcanzado a relajarme, de modo que tuve que enjabonarme y enjuagarme rápido y con agua fría. Repitiendo las precauciones de un rato antes volví de un salto a mi habitación y me metí en la cama desnudo y temblando de frío. Según mis cálculos serían las ocho de la noche en París, de modo que comí unas rodajas de pan que había guardado en la maleta y después dormí como no lo hacía desde mucho tiempo atrás: profundamente y casi de inmediato.
A la mañana siguiente me despertaron unos golpes en la puerta. A pesar de que mi habitación no tenía llave habían tenido la delicadeza de golpear la puerta. Me estaba incorporando para responder al llamado cuando recordé que estaba desnudo, así que solo atiné a decir ‘un momento, por favor’. Del otro lado de la puerta una voz de mujer me respondió secamente que me esperaba para bajar a desayunar. Me vestí apurado, tomé mi cepillo de dientes y un peine y abrí la puerta. La mujer que me había llamado estaba de espaldas a la puerta, como intuyendo que antes de bajar yo debía pasar por el baño. Cuando salí y le informé que estaba listo se presentó con un gesto seco: soy la doctora Menéndez, secretaria de Cancillería, acompáñeme por favor.
La seguí hasta la misma escalera en espiral hasta la planta baja, pero en lugar de tomar el pasillo que desembocaba en el garaje ingresamos a una cocina grande, que seguramente servía a todo el edificio. En un rincón había una mesa pequeña con dos sillas. Me indicaron que me sentara en una de ellas y me sirvieron café con leche, unas tostadas y mermeladas de frutas. 
- Entenderá que no es fácil conseguir dulce de leche, me dijo la mujer. 
- No se haga problema, no soy un gran fanático del dulce de leche.
Yo sabía que seguramente sí tendrían dulce de leche, pero el gesto de negármelo sería una de las tantas pequeñas humillaciones que marcarían mi posición en la escala jerárquica y moral de la embajada. De todos modos para quien viene del vientre del infierno ese tipo de mezquindades son pueriles, insignificantes.
- No le pregunté, ¿qué ha cenado anoche? Nos olvidamos de traerlo para que comiera algo. 
- No se preocupe, no tenía apetito y prefería acostarme liviano. 
La doctora Menéndez me dedicó un gesto de sarcasmo o de hastío y miró hacia otro lado mientras yo terminaba de comer.
- ¿Terminó? Sígame.
La pregunta no esperó su respuesta pero de todos modos terminé el último bocado de comida antes de levantarme. Seguí sus pasos de vuelta por la misma escalera, consciente ahora de que ella estaría más que incómoda sospechando que yo, subiendo detrás de ella, estaría mirando sus nalgas. Por supuesto que las miré, la mujer tendría unos cuarenta años pero a pesar del corte formal de su ropa se insinuaba una figura aún atractiva. Sus piernas bien torneadas estaban vestidas con medias finas y zapatos caros. Pero mi observación fue casi rutinaria y absolutamente clandestina: yo sabía que la mujer me estaría mirando furtivamente y en cada una de las miradas que me lanzó yo la miré directamente a los ojos, sin desafiarla pero sin bajar la mirada. 
Acaso su pudor cristiano (pude ver que usaba un colgante con una cruz delicada) fue más intenso que su visible desprecio por una persona a la que sin dudas consideraba un ateo y marxista. Puedo estar casi seguro de que agradeció mi discreción, y que aquello constituiría una módica victoria que me facilitaría sobrellevar mis días en este lugar.
- Bienvenido al Centro Piloto, este será su lugar de trabajo, ése es su escritorio y ahí tiene un memorial con las normas de trabajo y una indicación de las cosas que tiene que hacer hoy.
Me señaló un escritorio vacío en un rincón de una oficina en la que había otras tres personas trabajando. Ni se molestó en presentarme ante los dos hombres y la mujer que estaban allí, de modo que saludé y referí mi nombre uruguayo. No podía saber si estas personas habían venido en las mismas condiciones que yo, si eran empleados de la cancillería, funcionarios del gobierno o integrantes del GT 3.3.2. Tampoco tenía demasiada urgencia en averiguarlo, porque si alguno de ellos había pasado por lo mismo que yo, no tardaría en darme cuenta.
En efecto, uno de los hombres había estado muy poco tiempo en ‘la pecera’ porque resultó ser el sobrino de un ministro del gobierno. Pero tampoco podían dejarlo libre porque había delatado a muchos de sus compañeros y células enteras habían caído gracias a sus confesiones; era, en manos del Ejército o de Montoneros, un hombre muerto. Este hombre casi no hablaba, me enteré de quién era con el correr de los días, atando los cabos sueltos de alguna conversación con mis compañeros de ‘la pecera’. Le decían ‘el rengo’ porque lo habían herido en la rodilla izquierda en el tiroteo en el que lo capturaron. No había tenido el coraje para tragarse la pastilla de cianuro, y su colaboración y sus vínculos familiares le salvaron la vida y le garantizaron una rápida salida a París.
El otro hombre era un funcionario de carrera de la cancillería, cuarentón, había sido asignado en París durante los últimos meses del gobierno de Lanusse, y con una función similar: se jactaba de haber puesto micrófonos en el departamento de Cortázar, donde sospechaban que recibía exiliados desde comienzos de los ’70. Este hombre hablaba, y mucho. Parecía tener o haber tenido alguna relación con la mujer, que parecía permanentemente asustada a pesar de su carácter destemplado. Ella tendría unos treinta años pero por las arrugas alrededor de sus ojos yo sospechaba que había pasado por la ESMA o por algún otro campo. También estaba siempre en silencio, salvo cuando se alteraba por razones casi inverosímiles.
Con los días noté que Heriberto, el cuarentón, hacía algunas cosas a propósito con el fin de hacerla reaccionar: María Pía, que así se llamaba, no soportaba que alguien sacara alguno de sus lápices o bolígrafos, o leyera siquiera por encima lo que ella escribía en su máquina. Heriberto hacía constantemente las dos cosas, apenas reprimiendo una sonrisa de satisfacción.
Mi primera tarea consistió en cruzar una lista de nombres de quienes integraban algo así como un centro de refugiados, con alguna información que me habían mandado de Argentina. La asociación se llamaba Centro Argentino de Información y Solidaridad, y el gobierno sospechaba que canalizaba fondos hacia organizaciones subversivas. La otra información era una lista de personas que habían hecho transacciones o tenían cuentas en el banco de un tal Graiver, de quien decían que era el banquero de Montoneros.
Lo primero que hice fue establecer la relación entre los miembros de este centro, y requerir los nombres de sus parejas, hijos y hermanos. Ninguno de los nombres de los miembros del grupo correspondía con los clientes del banco sospechado, pero quería asegurarme y pedí que me ampliaran la información. Este exceso de celo fue tomado por un poco de sorna por mis compañeros de oficina, pero yo sabía que si obtenía algún dato no tardaría en diluir la frialdad con la que la doctora Menéndez recibió mi pedido.
Descubrí que el hermano de una de las mujeres que estaba en el grupo denunciando la desaparición de su hija, había recibido una transferencia de unos cinco mil dólares desde una cuenta del Societé Generale a nombre de una mujer francesa. Averigüé que la mujer francesa era la pareja de un argentino que integraba el grupo, aunque esto me valió un reto poco convencido por parte de la doctora, quien me prohibió volver a investigar a los franceses. Había un acuerdo implícito con el gobierno francés: ellos toleraban las actividades del Centro Piloto siempre que no nos metiéramos con sus ciudadanos. 
Sobre el hombre que había recibido el dinero en Buenos Aires, supe que era un profesor de derecho que buscaba a su hija. Ambas chicas eran primas, casi de la misma edad, y habrían estado juntas militando en alguna parroquia politizada de Retiro. El hombre había presentado hábeas corpus por las dos, pero el secretario del juez le había pedido una coima para recibirle el escrito. Lo de la coima me lo había dicho el marino joven que me recibió en el aeropuerto mostrando su arma: él se había infiltrado en el grupo y me facilitaba ese tipo de información que le extraía a la madre que integraba el grupo. 
Alberto Escudero, que así se hacía llamar, estaba allí supuestamente comprometido con la desaparición de un hermano o una hermana, y por su rostro angelical había recibido las atenciones y también las confesiones de varias de las mujeres que integraban el centro.
Le propuse a la doctora Menéndez elaborar una nota en la que dábamos cuenta de que este centro enviaba dinero para sobornar jueces argentinos, lo que sin dudas habría minado su credibilidad ante personalidades internacionales que estaban más apegadas a la legalidad. Pero no aceptó esta idea, porque implicaría prácticamente desenmascarar a Escudero.
Le propuse fraguar algún tipo de señal, como una carta o algo así, que pudiera ‘accidentalmente’ caer en manos de otros agentes, de modo de que no se sospechara que conocíamos esa información por Escudero. Estuvo de acuerdo, y esa misma tarde confeccioné una boleta de depósito y un certificado de transferencia que un agente nuestro que pasaba por turista ‘encontraría’ en un taxi y llevaría a la embajada para que encontraran a la dueña. La embajada alegaría que el receptor del dinero estaba en una lista de personas sospechadas de colaborar con la subversión y denunciado por intentar sobornar un magistrado del Poder Judicial de la Nación. 
Hubo algún conato de escándalo porque la prensa francesa no aceptó de inmediato nuestra historia. Sabemos que el hombre que recibió el dinero fue detenido y sus oficinas allanadas, el secretario del juzgado fue trasladado a otro destino y el dinero no apareció jamás.
Para el centro de exiliados fue un escándalo mayúsculo, y por un tiempo estuvieron paralizados sin poder decidirse entre expulsar a los implicados en la maniobra o cerrar filas en torno a ellos. Por supuesto que denunciaron ser víctimas de una campaña de inteligencia, pero la embajada amagó con una protesta formal ante el gobierno francés por permitir las actividades de este tipo de organizaciones. Finalmente reinó el silencio.
Mi triunfo fue celebrado por Escudero y por Menéndez, con quien había decidido mantener una distancia prudente. No debo aclarar ahora que Escudero era su nombre de guerra, porque ese nombre lo haría famoso algunos años más tarde. Mis rutinas se limitaban a salir cada tanto al supermercado y eventualmente a tomar un café: conocí el Sena tomando un espresso junto a uno de los miembros del GT mientras el otro me vigilaba desde el auto. Lo recuerdo muy bien porque fue esa misma tarde que Menéndez me ordenó que me compre ropa porque iríamos a cenar.
Al regresar a la embajada, cerca de las seis de la tarde, me interceptó en la escalera que daba a mi altillo con una mirada de reproche. Imaginé que me preguntaría qué hacía tomando un café como un turista, en plena jornada laboral, y me preparaba para responderle que había quedado con Escudero en que me citaría con una argentina de quien él estaba obteniendo información. Pero me sorprendió con su comentario sobre mi ropa:
- ¿Usted anda con esa ropa por la calle? Mire, a mí no me importan sus principios para vestirse, pero entienda que acá trabaja en una embajada, ¿entiende? Ahora mismo lo llevan a comprarse un poco de ropa decente, pida que se la tengan lista para ya mismo, y si tienen que arreglársela, usted se queda hasta que se la terminen. Y vuelva antes de las ocho. Esta noche hay un evento y usted tiene que ir presentable. No se preocupe por las facturas, nos hacemos cargo nosotros.
Apenas alcancé a darme una ducha rápida y cambiar mi ropa transpirada por una muda igualmente humilde y anodina, pero limpia. Hacía años que no me compraba ropa, siempre fue un trámite incómodo en el que invariablemente lo que me compraba me quedaba grande. Y desde que me secuestraron y entré en “la pecera” usé ropa que me entregaban mis captores, prendas que formaban parte del botín de guerra.
Me había acostumbrado a suprimir mis juicios de valor sobre lo que veía a mi alrededor, cuando uno es un muerto que ha regresado a la vida los detalles éticos importan más bien poco. Pero cuando entramos a la galería Lafayette cayó sobre mí el peso inaudito del lujo y la ostentación, una sensación de agobio que me oprimía un poco el pecho, como certificando que nadie, nunca, iba a estar tan fuera de lugar como yo en este lugar. Uno de mis guardias me palmeó el hombro:
- Vamos, no se me asuste... pero tampoco se acostumbre.
Con un suspiro clavé mi pesadumbre y mi embarazo en el suelo lustroso de la galería y caminé hacia uno de los primeros locales, de Christian Dior, o Yves Saint-Laurent. Cuando entramos el guardia de mayor rango le mostró una credencial al asistente que se nos acercó, y le indicó en un francés más bien imperativo que necesitaba dos trajes y tres camisas para mí, y un par de corbatas. En solamente diez minutos ya me había probado cuatro o cinco trajes y elegí uno gris claro y uno negro. Las camisas fueron propuestas por el asistente, así como las corbatas y los cinturones para cada pantalón. Mientras acortaban apenas un par de centímetros las mangas de los trajes me llevaron a una zapatería al frente de la tienda. Elegí un par de zapatos negros y otro más informal, según mi guardia, más acordes al traje gris. Cuando pagamos (pagaron) los zapatos, regresamos a la tienda donde acababan de terminar de arreglarme los trajes. Los guardias pagaron de nuevo y en apenas una hora estábamos regresando a la embajada.
- Ponéte el traje gris y la camisa celeste, que es medio informal la cena. Y afeitáte bien. 
Con esas instrucciones del guardia subí a mi cuarto con mis paquetes. Me resultaba ridícula la condición de mi estadía allí y la humildad espartana de mi habitación, en contraste con las bolsas y paquetes ostentosos de mis trajes nuevos. Si esto era una nueva operación psicológica el efecto era notable: sentía una vaga, pero creciente vergüenza de mi ropa casi andrajosa, de mis zapatos gastadísimos y un par de números más grandes que mis pies, de mi camastro rehundido contra la pared desconchada de una habitación clandestina.
Me desvestí apresurado, me di otra ducha rápida y comencé a vestirme. Me parecía que mis calzoncillos agujereados desmentían el porte impecable de la ropa que estaba por estrenar, eran una suerte de ancla que me fijaba en el punto exacto de mi propia identidad: una fachada ostentosa encubriendo una sustancia precaria, corroída, degradada. Unos golpes en la puerta interrumpieron mi sesión de autoconmiseración: la voz de Menéndez.
- Oiga, le traigo ropa interior, que seguramente se olvidaron de comprar. Se la dejo al lado de la puerta, apúrese. 
Casi largo una carcajada cuando pensé “esta mujer es como una madre”, lo cual era maravillosamente absurdo en mi situación. Escuché sus tacos que se alejaban por el pasillo y me saqué los calzoncillos viejos. Abrí la puerta y cuando levantaba otro paquete, igualmente lujoso, con mi ropa interior nueva, vi a Menéndez parada al final del pasillo, dándome la espalda. Ella sabía, y yo sabía que ella sabía, que yo estaba desnudo a sus espaldas. Cerré la puerta con una sonrisa y comencé a vestirme con la mejor ropa que había tenido en mi vida.
Cinco minutos después salí de mi habitación y la doctora Menéndez seguía en el pasillo junto a la escalera. Cerré la puerta y comencé a caminar lentamente hacia ella, que se dio vuelta para mirarme. En sus ojos vi aprobación, quizás sorpresa, y algo de turbación, después de todo aún llevaba ese rosario en el cuello. 
- Le queda bien la ropa, Montes, y mejor que no se afeitó del todo. Ese bigote lo hace un poco mayor.
Le pregunté si podría usar mi nombre real, pero me dijo que prefería no saberlo.
Creí que me llevaría a una cena en la que tendría que marcarle gente de los grupos de exiliados, pero me dijo que ella no se encargaba de esas cosas. Llegamos a un restaurant lujoso en la Avenue Foch, donde ella despidió al chofer de la embajada. Cuando el auto dobló la esquina me condujo a otro restaurant, mucho más humilde, a la vuelta de la misma esquina donde había doblado nuestro auto. 
- Lo traje acá porque este lugar no está monitoreado, entenderá que no puede saberse que estuvimos acá, y por lo tanto todo lo que hablemos es estrictamente confidencial. Entre usted y yo, Montes. 
Asentí con la cabeza y esperé que ella pidiera por los dos.
- Mire Montes, sé que me arriesgo al contarle estas cosas, pero se tienen que saber porque creo que si no, el Proceso estará en peligro de que la subversión gane la partida. Me enteré, no importa cómo, que hubo algunos contactos entre la Marina y los Montoneros, acá en París. Le voy a decir cómo, para que sepa que tiene que andar con cuidado: el chofer, el correntino morocho, le contó a alguien que había llevado a dos altísimos dirigentes Montoneros a una reunión con el Almirante en persona. Que en el auto habían hablado, en francés, de un pago de un millón cuatrocientos mil dólares para que no haya atentados en el Mundial de fútbol. El chofer los vio subir al auto después de una reunión con un maletín lleno de dinero que contaron en el trayecto hasta el aeropuerto, que le ordenaron que fuera bien despacio. Parece que estaba la cifra convenida. La persona a la que el chofer se lo contó, me lo contó después a mí. No ponga esa cara, Montes, la suya no es la única colaboración entre Montoneros y la Marina. Y de paso, qué bien que le eligieron el nombre...
Le respondí que yo no había sido Montonero, que solamente había sido delegado sindical en el diario porque nadie más quiso serlo. Que había salido con una chica que desapareció, y que poco tiempo después me fueron a buscar a mí. Que creía que lo que me había salvado era que los marinos creyeron que era de Montoneros y además especialista en inteligencia; y que cuando supieron que era un perejil, y que apenas era periodista, ya hacía rato que dependían de mis informes, y no les importó.
- ¿Qué pasó con su chica, Montes?- me preguntó Menéndez. 
- No sé, nunca quise saberlo.
- Bueno, se terminó el melodrama. Yo le conté esto porque necesito que me ayude a buscar más información y armar un reporte confidencial para Cancillería.
- ¿Pero Cancillería no es de la Marina?
- No, Montes, no se confunda. Cancillería es de la Marina pero el Almirante no es toda la Marina. Y entenderá que si esto se sabe habrá cambios drásticos en esa fuerza y en general en el gobierno. A mí me importa poco lo que pase en Buenos Aires, tanto como a usted. Pero estas movidas nos ponen a todos en la línea de fuego, y yo no quiero quedar pegada a estos acuerdos entre Montoneros y el Almirante. Quiero informar esto y después desaparecer por un tiempo hasta que pase la tormenta. Después, volver a mi oficina en la embajada cuando hayan depurado el Centro Piloto y seguir con mi carrera.
Le pregunté por qué seguía en el Centro Piloto si no quería estar al tanto de lo que pasaba.
- Mire Montes, sus compañeros mataron a mi marido en el ´72. A mí me importa poco la política, pero yo tenía una carrera y un marido, y ahora solamente me queda mi carrera. Y créame que me importa un rábano lo que pase con la gente que agarran los militares, para mí estamos en una guerra y los subversivos son mis enemigos: ellos me declararon la guerra.
Le dije que lo sentía mucho, y le insistí en que yo no había sido Montonero, pero me hizo un gesto despectivo y miró hacia un costado. 
- Coma, Montes, que se le enfría. 
- Tengo dos preguntas: ¿por qué yo?, ¿y cómo hará para que no sepan que fue usted la que denunció al Almirante?
- Una sola respuesta: usted inventará algo, es el único que puede engañarlos para que no me sigan a mí. Los viene engatusando desde hace casi dos años. Después, si quiere se vuelve a Argentina con otra identidad y comienza otra vida. Le recomiendo Córdoba, que tengo parientes que lo pueden ayudar. O se queda en Europa, como agregado de alguna legación. Usted elija.
Cuando volvimos a la embajada subió conmigo a mi cuarto, con la excusa de que necesitaba las facturas de la ropa para rendirlas en la contaduría. Entró y se detuvo junto a la mesa, mirando alrededor, como reconociendo mi habitación. Guardó las facturas en su cartera y se acercó a la puerta entreabierta. La cerró, se dio vuelta y caminó hacia mí. Sin decir nada la abracé y la besé, y sentí como su cuerpo tenso comenzaba a relajarse y a explorar el mío y dejarse explorar. Se fue una hora más tarde, y supe por sus lágrimas y su ardor que no se había acostado con nadie desde que mataron a su marido.
La mañana siguiente se me acercó, distante como siempre, a la hora en que todo el mundo se preparaba para bajar a almorzar a la cocina, y me dejó un sobre cerrado entre las carpetas del trabajo de la tarde. Antes de bajar a la cocina metí el sobre en el bolsillo interno de mi saco viejo, que estaba descosido. Lo empujé un poco hasta asegurarme que había caído entre la tela y el forro. Después bajé a comer.
Esa noche la doctora Menéndez no subió a mi cuarto, así que me dediqué a estudiar los documentos que me entregó. Un mes más tarde ya tenía información suficiente para un reporte completo, incluyendo nombres, lugares, montos de dinero, números de cuentas bancarias, direcciones de los departamentos y hoteles donde se hicieron las transacciones, los agentes que participaban y los miembros de Montoneros que manejaban la operación. 
Supe también, aunque sin buscarlo, que el Almirante había recibido de Montoneros mucho dinero para el Partido para la Democracia Social que aquél estaba armando, y en el que la conducción de la “orga” pretendía reciclarse en las sombras. Había recibido dinero también para salvar algunos miembros de la conducción y exterminar a otros, gracias a los datos proporcionados por Firmenich y Perdía. Incluso conseguí sacar fotos de uno de esos encuentros en una habitación del Intercontinental, en que el Almirante recibía parte del dinero obtenido por Montoneros en el secuestro de Jorge Born. Montamos esas operaciones con Menéndez, quien aún se resistía a tutearme y me exigía mantener ese trato aún en la intimidad precaria de mi habitación.
Ya teníamos toda la información preparada para enviarla a Buenos Aires con una amiga íntima de Menéndez, a quien yo meticulosamente desconocía. La noche anterior al vuelo le pedí a Menéndez que fuéramos a cenar a su casa, pero se negó. Me dijo que aún era demasiado pronto y que la pondría en un aprieto si alguien se enteraba, que apenas podía mantener en secreto sus escapadas a mi cuarto. Le respondí que hacía más de una semana que no venía, a pesar de mi insistencia.
- Ubíquese, Montes. Recuerde cómo fue que usted llegó acá.
Luego suavizó su voz y me pidió disculpas. De todos modos me quedó claro que yo había tenido una función instrumental en su juego, que yo era una ficha esencial pero descartable una vez cumplido mi cometido. Y que acaso ella había previsto dejarme expuesto para sacarse de encima a la única persona que conocía sus planes. 
Cuando volví a mi cuarto noté que lo había hecho revisar íntegramente por si yo tenía copias de la información que le había entregado. Revisaron la habitación y el baño. Lo que no revisaron fue un descanso al pie de la escalera, que tenía en un ángulo oscuro de la pared una caja de electricidad de la que sobresalían algunos cables viejos y apolillados. Supe que esa carpeta que estaba escondida en el doble fondo de esa caja de electricidad era mi seguro de vida, y que tendría que usarla rápido. Averigüé también que la misteriosa amiga de Menéndez era ella misma, que había logrado que la mandaran a Buenos Aires a llevar información del Centro. A la mañana siguiente pedí hablar con Escudero. Lamenté no poder despedirme de ella.