viernes, 22 de mayo de 2020

Capítulo 14: El Inquilino


- Senador, su amigo será Rogelio Frana. Él será yo, será quien fui. Hasta que salga de acá, después podrá ser quien se le ocurra.
- ¡Pero Carré! ¿De qué me está hablando?
- De un salvoconducto. Los documentos a nombre de Rogelio Frana son los más prolijos que he tenido en mi vida. Ya no los hacen así. Ese nombre además significa entrar y salir sin que quede asentado en ningún lado, pertenece a un código de inteligencia militar que nadie puede rastrear. Su amigo tiene que salir del país con ese nombre y esperar en Uruguay, donde tengo una casa segura. Se puede quedar allí el tiempo que quiera, y después ver cómo se va al lugar donde se sienta seguro.
- No podemos perder el tiempo en esos juegos, Carré, no me haga perder la paciencia.
- Senador, tengo acá el juego de documentos, lo único que voy a pedir es que yo pueda recuperarlos. Sobre todo para que no haya sospechas. Mientras tanto su amigo puede encargar los documentos que necesite. Mi casa de Uruguay está lista y no la conoce nadie más que yo.
- No sabía que tiene una casa en Uruguay...
- Hay algunas cosas que usted tal vez no sabe. Y es mejor así.
Me miró fijamente, como tratando de reconocerme. Conocía su mirada escrutadora, que invariablemente preludiaba la desconfianza o la caída en desgracia. Sabía que mi futuro dentro del gobierno comenzaba a disolverse y que acaso solamente duraría el tiempo necesario para terminar exitosamente esta misión inverosímil. Había llegado a un punto de no retorno en el que me había expuesto insensata pero inevitablemente: no hubiera podido seguir formando parte del poder si no me hubiera comprometido a este nivel. No había forma de bajarse del tren, sólo cabía correr hacia adelante.
- Bueh, cuénteme rapidito qué es lo que está pensando.
Un hombre desesperado es capaz de ir corriendo hacia su muerte si se le asegura que su salvación inmediata se encuentra en el punto exacto en que lo encuentra su fin. De hecho, esto ocurre a cada rato: los hospitales son una muestra de eso.
El hombre estaba tendido en una camilla, borracho y semi desmayado, rodeado por otros seres tan desastrados como él. Estaba solo, tenía una herida leve en la mano derecha, posiblemente se había cortado con una botella. Examiné la herida, la rocié con un desinfectante y la vendé. Los otros enfermos clamaban por asistencia, pero yo solamente podía atender a este solo paciente. Le aseguré la mano en la camilla y comencé a empujarla. Una de sus ruedas estaba rota y la camilla tendía a escorar hacia un costado, pero logré arreglármelas para atravesar los pasillos atestados de ese moridero, esquivando heridos de tránsito y peleas, algunos enfermos terminales y un amplio muestrario de desahuciados.
Cuando salimos a la entrada de emergencias el viento frío de las primeras noches de otoño despabiló al hombre, que pareció querer incorporarse y bajar de la camilla. Abrí de un tirón los portones traseros de la Traffic y empujé por allí la camilla, subí detrás de ella y cerré los portones. Ya tenía un trapo embebido en formol esperándome: antes de que el hombre reaccionara ya estaba luchando con el trapo que le oprimía la nariz y la boca. Tenía esa fuerza descomunal que suelen tener los borrachos, y demoré más de la cuenta hasta tenerlo completamente sedado. Tanto que una ambulancia que apareció de la nada comenzó a tocarme bocina: necesitaba la plataforma que yo ocupaba para poder descargar algún nuevo herido. Pasé entre los asientos, encendí el motor y salí procurando no llamar demasiado la atención.
En el sur del agobiado conurbano bonaerense nada llama demasiado la atención, ni siquiera una Traffic con enormes carteles de Coca Cola y la patente cubierta por una bolsa plástica abandonando la playa de estacionamiento de un hospital público en medio de la madrugada. Manejé tres cuadras y estacioné. Me volví hacia el hombre que llevaba, que comenzaba a moverse. Le ajusté las correas, le inyecté más sedante, y antes de volver al volante saqué los plásticos de las patentes, que ya no iba a necesitar. Todavía estaba oscuro cuando dejé la Avenida General Paz y tomé la ruta 9. Cuando doblé hacia Zárate comenzaba a amanecer.
A media mañana me detuve en una estación de servicios como habíamos convenido. En la parte posterior había un galpón, en el que esperaban cinco tipos en dos Pathfinder. En una de ellas cargamos al hombre que tenía en la Traffic, aún sedado, y partimos. Llegamos a la estancia a las once, Yabrán nos estaba esperando desde hacía varios días, antes incluso, de que el juez decidiera procesarlo. Llevamos el hombre hasta la habitación principal y Yabrán en persona me ayudó a ponerle un pantalón y una camisa idénticos a los que él llevaba en ese momento; así vestidos el parecido era asombroso. El resto nos esperó en la galería.
El hombre comenzó a despabilarse cuando lo senté en una silla entre la puerta del baño y la cama. Esperé a que Yabrán saliera de la habitación, y antes de que el hombre abriera los ojos le apoyé la escopeta en la cara y disparé. Limpié mis huellas digitales de la escopeta y coloqué los dedos del hombre en el gatillo. No quise mirar lo que había quedado de su cabeza.
Salimos del campo momentos antes de que, tal como habíamos previsto, llegara la policía con la jueza de Gualeguaychú. No sé si nos vieron. Yabrán, sentado a mi lado, les dedicó una sonrisa socarrona. Volvimos a bajar por la ruta 14 hasta la misma estación de servicios donde nos habíamos encontrado. Nos subimos a mi Traffic y partimos hacia Gualeguaychú.
En el camino nos pasaron los móviles de todos los canales de Buenos Aires, la policía federal, la bonaerense, la entrerriana, y hasta los autos de la SIDE. El centro de atención se había desplazado desde el campo de San Antonio al juzgado local, que ya hervía de periodistas y curiosos. Ninguno de ellos prestó atención a la Traffic de Coca Cola con vidrios polarizados que pasó delante de ellos a paso de hombre e ingresó en la playa de estacionamiento de un hotel humilde a unos pocos metros del juzgado. Tal como suponíamos, desde el dueño hasta el último empleado estaban en la vereda, participando de la orgía de chismes que ocurría justo frente a ellos. Yabrán subió a la habitación con su bolsito y cuando me aseguré de que estaba adentro llamé al encargado. Le pagué la habitación por adelantado y le pedí que nos subiera un almuerzo para dos.
Un rato después comíamos parados, mirando detrás de la cortina de voile hacia el juzgado, a menos de treinta metros de donde estábamos nosotros. El hombre del misterio, el que todos temían o recelaban, los miraba tranquilamente comiendo una pata de pollo con la mano.
- Senador, estamos bien. ¿Qué novedades tenemos?
- Las previsibles, Carré, en los diarios nadie cree mucho en esta historia. Más vale que todo salga bien...
- ¿Levantaron el control en la frontera?
- Carlos ya firmó el decreto, pero recién para mañana quedarán todos los puestos informados. No se muevan antes del mediodía.
- Entendido. Lo llamo mañana antes de salir. ¿Alguna cosa más?
- Sí, más vale que...
Corté. El Senador ya no estaba en condiciones de amenazarme ni sugerirme nada. Yabrán intuyó lo que había ocurrido.
- Hizo bien, a la gente a veces hay que ubicarla. Oiga, ¿le molestaría traerme un poco de helado? Acá a la vuelta hay una heladería muy buena, yo venía de chico, ¿sabe?
- Cómo no, ¿qué gustos quiere?
Pasamos el resto de la tarde mirando las noticias con un pote de medio kilo de helado cada uno en la mano. Por la noche pedí unas ensaladas y nos acostamos temprano. Al otro día bajé a comprar los diarios y provisiones para el viaje, y de regreso al hotel encargué el desayuno. A las 11 de la mañana llamé al Senador.
- Está listo lo de la frontera, pero usted me va a tener que escuchar.
- En otro momento, Senador. Lo llamo más tarde, buenos días.
Nadie le cortaba el teléfono a Eduardo Menem, yo lo hice dos veces en unas pocas horas. Yabrán me miraba sin decir nada, pero con una levísima sonrisa en esos ojos glaciales. No había calculado que mi impaciencia podría servir para impresionar a nadie, pero estaba harto de las invectivas y retos de un hombre por el que ya me había jugado la vida y el infierno varias veces.
Otra vez aprovechamos que todos los empleados del hotel estaban en la vereda, y don Alfredo (como me pidió que lo llame) bajó las escaleras detrás mío y salió al estacionamiento donde estaba la Traffic. Mientras subía al furgón apareció un muchacho de la limpieza, que lo miró desconcertado. Don Alfredo le guiñó un ojo, y cerró la puerta. Yo pagué la comida y salimos despacio del hotel. El pueblo aún hervía de periodistas e investigadores de toda calaña que habían ido a la caza de la noticia imposible. Pasamos despacio entre ellos, y al mediodía exacto estábamos saliendo del pueblo. Recién entonces don Alfredo abrió su ventanilla, y aspiró el aire áspero del otoño entrerriano. Menos de una hora más tarde ya estábamos en territorio uruguayo.
Desde allí el viaje transcurrió relativamente aburrido, en parte porque la ruta estaba desierta y en parte porque Yabrán casi no hablaba. Yo trataba de imaginar las cavilaciones de un hombre que había sido más poderoso que varios presidentes, que había ascendido y descendido ministros y jueces, que era el dueño de todo el tráfico aéreo del país y el comandante en jefe del ejército privado más grande de esta parte del mundo. Ahora, convertido en un fugitivo, uno de los hombres más ricos de Argentina huyendo en una Traffic, con el uniforme de un repositor de gaseosas, cubriéndose del sol de la tarde con una gorra desteñida. Pensé que en el mejor de los casos cualquiera de nosotros podría terminar así. En el peor de ellos, no quería ni pensarlo. Llegaríamos a mi casa en José Ignacio al atardecer.
- Supongo que tendrá yerba y mate, ¿no?
Lo miré con sorpresa, porque había mandado a Corcho a equipar la casa y almacenar provisiones de primera calidad al menos para un mes, pero no estaba seguro de que hubiera algo tan sencillo como un mate, una bombilla y un kilo de yerba. Paramos en un mercadito en Maldonado.
- ¿Alguna preferencia?
- Canarias. Si no, traiga Sara nomás. Y si no es mucha molestia, compre por favor unas facturas, que acá se llaman bizcochos.
Me desarmó la sencillez repentina de este hombre.
La casa estaba en perfectas condiciones, comprobé con alivio que Corcho había hecho las cosas exactamente como se lo pedí. Ni siquiera sospechaba quién podía ser nuestro inquilino. Mientras recorría la casa para asegurarme de que el sistema de seguridad funcionaba correctamente, Yabrán puso la pava en el fuego y preparó el mate en una mesita en la galería.
- Linda casa...
- Puede quedarse el tiempo que quiera. Hay provisiones para un mes, pero si quiere quedarse más tiempo avíseme y le hago llegar lo que necesite.
- Le agradezco.
- Si no tiene problemas, me quedaré a dormir acá y mañana temprano vuelvo a Buenos Aires.
- Pero por favor, faltaba más, hombre.
Sin preguntar ni fingir modestia se levantó al tercer mate y puso una bolsa de carbón en el asador. Prendió el fuego con maestría de chacarero.
- Veo que está estrenando la parrilla, tráigase un champancito que siempre hay que bautizarlas.
Cenamos un asado modesto y delicioso, acompañado por un Dom Perignon que Corcho había comprado pensando acaso en modelos o actrices. Al día siguiente don Alfredo se despertó antes que yo y había preparado un desayuno frugal y delicioso, y algunos sandwiches para el camino.
- Ni bien pueda le haré alcanzar los documentos, Carré. Le agradezco mucho lo que ha hecho por mí.
Sentí que de alguna manera Yabrán se sentía liberado, como si hubiera encontrado la forma de salir de su vida para comenzar a vivir otra. Abrió su bolsito y sacó unas llaves y un sobre de cuero.
- Gracias por ayudarme en este entrevero. Nunca le agradeceré lo suficiente, pero quiero que tenga esto como muestra de gratitud, y porque sé que necesitará algo para moverse. Búsquelo en la agencia, está a su nombre nomás. Para que lleve de paseo a su señora y a Roby y Esperanza. Lindo nombre el de la nena...
Le agradecí, tomé las llaves y el sobre con los documentos y me subí a la Traffic antes de que se notara el sudor helado que me corría por la espalda. Cuando llegué a Punta del Este paré a cargar gasoil, y aproveché para mirar las llaves y los documentos. Correspondían a un Mercedes 600 SEL, el modelo más caro y que solamente importaban a pedido de los pocos empresarios que podían pagarlo. En el estuche de los documentos había unas fotos mías, de Roxy y de mis hijos. Las fotos eran bellísimas.
Seguí mi viaje pensando en las palabras de Yabrán. Yo siempre terminaba ayudando a otros en el entrevero, y compraba un fragmento cada vez más grande del infierno. El Entrevero, pensé, es un buen nombre para esa casa. Llegué a Buenos Aires al filo del atardecer, me reporté ante el Senador, dejé la Traffic en el depósito y tomé un taxi hasta casa. Besé a Roxy y a los chicos, sin que supieran que estaban literalmente en manos de alguien que podría protegerlos aún más que yo, pero que también sus vidas dependían de esa persona.
La rabieta del Senador duró sólo un par de días, al cabo de los cuales comenzamos a trabajar para desinstalar el tema de Yabrán y Cabezas de los medios. El juicio siguió adelante y finalmente condenaron a los “horneros” y la gente del entrerriano, pero a esa altura la sentencia no perjudicaba a nadie.
El día que fui a buscar el Mercedes me encontré con un vendedor sorprendido por mi demora. Nadie tardaba más de un día o dos en ir a retirar un regalo de don Alfredo, yo había demorado diez. Me mostró el auto y me indicó cómo funcionaban los controles de los infinitos instrumentos de confort y seguridad. La guantera estaba con llave y era ostensible la ansiedad del vendedor para conocer qué habría adentro, tanto que me mencionó varias veces cómo se abría e incluso quiso mostrarme con el ejemplo. Pero antes de que pudiera alcanzar las llaves yo ya las había retirado de su alcance y le pedí que me muestre el baúl. El empleado, atildado, serio y ahora resentido, accedió.
Salí de la agencia y solamente cuando estuve en Palermo estacioné bajo un árbol para abrir el compartimento. Adentro había más documentos del auto y dos sobres. Uno tenía varios fajos de billetes de cien dólares. El otro tenía un papel con una sola leyenda: “calle a Wences”. Al cabo de un par de horas manejando el Mercedes por Buenos Aires comencé a pensar que el auto debía estar cableado, lleno de micrófonos y eventualmente una bomba por si resultaba pertinente que se perdiera todo recuerdo de la fuga de Yabrán. Pero descarté esas presunciones funestas, porque podrían haber acabado conmigo mucho antes, y fundamentalmente porque me acababan de asignar una nueva misión.
Wenceslao Bunge había sido el vocero de Yabrán, y se sospechaba que sabía demasiado sobre la suerte de su jefe. Acaso había accedido a información vedada para un mero agente de superficie.
Le pedí a Corcho que lo visite en su casa, con un par de fotos que lo exhibían en la cama con otro hombre, un colega suyo del Opus Dei. Creo que era un fotomontaje, pero de todos modos este hombre entendió que debía olvidarse de todo cuanto había aprendido si quería conservar su nombre ante el conglomerado de clérigos, militares y empresarios que patrocinaba. Tal vez lo persuadió que en una de las fotos aparecía el logo del banco Credit Suisse, donde trabajaba su hijo. Lo cierto es que se limitó a acompañar de lejos a la familia y dejó en paz a quien había sido elegido para dirigir las empresas del suicidado.
Tiempo después recibí una llamada al celular, desde un número cualquiera. Era don Alfredo.
- Mire mi amigo, tengo que pedirle una gauchada más. Necesito hacer unos giros y entenderá que todas las empresas vinculadas conmigo están monitoreadas. Ese miserable de Cavallo consiguió que los americanos todavía no me saquen la pata de encima. ¿Me podrá prestar su negocio para gurises?
Me costó entender lo que me pedía: usar la cuenta bancaria de mi negocio de artículos para bebés. Acaso apurado por esa vacilación respondí de inmediato.
- Claro, don Alfredo, con gusto. Dígame qué necesita.
- Nada, ya tengo todos los datos, pero no quería tomarme el atrevimiento.
- Toda suya, pero avíseme por si necesito cubrirme por la DGI. Usted sabe que me estoy yendo del gobierno...
- Sí, pero no se preocupe, ya le arreglé todo. Usted me dirá cuánto me cuesta el favor.
- Oiga, no me ofenda. Con que algún día hagamos otro asadito me doy por bien pagado.
- Le agradezco mucho, don Carré. Le mando un abrazo.
- Le mando otro, don Alfredo.
Mientras hablaba con él reparé en una chica que me miraba atenta y con cierto desprecio en la mirada. No sé si por mi traje de tres mil dólares, o por mencionar a la DGI y al gobierno: el desempleo comenzaba a crecer y todo indicaba que la fiesta que vivíamos comenzaría a terminar. La opulencia ya no generaba admiración como hasta un tiempo antes. Pensé que si esta chica supiera con quién hablaba moriría del susto o correría a contárselo a los de Noticias, que habían quedado en silencio, espantados desde la muerte de Cabezas.
Olvidé pedirle que todo el asunto fuera discreto, pero me di cuenta que era una bobada: un hombre muerto es por definición un hombre discreto. Sólo por curiosidad pedí un resumen de cuentas del banco. Había una transferencia de más de veinte millones de dólares, que habían ingresado y salido en pocos minutos. Nunca me llamaron del banco para preguntarme sobre esa anormalidad, así que supuse que mi mecenas se había ocupado también de evitar indiscreciones también allí.
Semanas más tarde don Alfredo me volvió a llamar porque necesitaba mi domicilio en Montevideo. Me pedía, concretamente, la dirección del departamento de Roxy. Debió adivinar, por esta nueva tenue vacilación de mi voz, que me generaba pánico que este hombre y sus negocios pudieran meterse en el ámbito de mi familia. Me aclaró de inmediato que era solamente para mandar a buscar correspondencia, que él no iría nunca ni nadie sabría a quién pertenece el departamento. “Sólo necesito que me facilite el buzón de abajo, ese que está a la derecha de la entrada”, me aseguró. Mi respuesta era obvia. A la semana exacta fui a buscar el Mercedes que estaba en la agencia por el service, y el encargado me encaró:
- ¿Y al Clase A lo viene a buscar su señora? Ya está listo el auto.
Roxi deseaba mucho tener un Mercedes Clase A, y desde que llegué a casa con mi Clase S había vuelto a fantasear con tener un auto de esa calidad para ella sola. No se animaba a manejar el mío, que medía más de cinco metros y tenía una potencia brutal. Por supuesto que nunca supo de dónde salió el Mercedes más chico, yo sólo esperé dos días hasta que fuera su cumpleaños y con la excusa de llevarla a elegir una torta pasamos en la agencia. Quedó fascinada cuando subió por primera vez, y cuando vio las sillitas de seguridad para los niños entendió que el auto era un regalo para ella. Mentí un asunto de papeles, porque ella no podía manejar en ese estado, así que al día siguiente fuimos a buscar su auto.
Si el mío había comenzado a alimentar las fantasías de los vecinos que me veían entrar en la fortaleza, el de Roxy nos generaba un problema de seguridad, porque no teníamos donde guardarlo y no queríamos estacionarlo en la entrada de la casita del lado. Necesitábamos mudarnos, pero esto era un problema grande por Roby y sus abuelos que no querían dejar Liniers. Decidimos fingir una mudanza, y mientras tanto construir una tapia que cubriera el frente de nuestra casa pública, que finalmente había logrado comprar.
Entraríamos y saldríamos como siempre, en el auto con los vidrios polarizados, y si queríamos salir a pie lo haríamos desde lo de mis suegros, por el otro lado de la manzana. Anexé las dos casas, que quedaron convertidas en una especie de laberinto conformado por piezas provenientes de distintas épocas y distintos lugares. Casi como mi propia vida.
Durante el invierno de ese año la Alianza decidió armar una interna abierta para elegir a quien sería su candidato a presidente en 1999. Los radicales ya habían postulado a De la Rúa, que cumplía un papel decoroso como jefe de gobierno de Buenos Aires. Estábamos seguros de que “Chacho” Álvarez sería el precandidato del Frepaso, y en ese caso podía llegar a acumular un poder demasiado hostil si le ganaba al anodino radical. Pero advirtió a tiempo que le resultaría casi imposible confrontar con el aparato territorial de los radicales para ganar la elección, y que su ligera ventaja en la Capital se diluiría lastimosamente en el resto del país. Decidió postular a Graciela Fernández Meijide, quien había logrado derrotar a Duhalde en la provincia de Buenos Aires, y de este modo Chacho salvó su pellejo evitando una derrota previsible. Además salvó su matrimonio, porque teníamos fotos de Álvarez con su amante que pondrían en peligro también la unidad de su partido, porque la mujer en cuestión era la hermana de uno de sus dirigentes más visibles.
Comenzamos a operar para posicionar de la mejor manera a Flamarique, pero estaba a años luz del carisma y la imagen de los dirigentes porteños. Su única fuente de poder propio era el dinero que lograba para el partido a través de las fundaciones que financiábamos desde el gobierno. Sin embargo fue sagaz para explotar la veta vanidosa e insegura de Álvarez, y además aprendió a sacarlo de sus estados bipolares mediante dosis de Prozac que le deslizaba en el café de la mañana.
La victoria de De la Rúa fue inapelable. Nuestro hombre en la oposición logró convencer a su jefe que dejar en su lugar a Fernández Meijide había sido una maniobra brillante, porque él conservaba el liderazgo y había evitado poner el rostro en una derrota. En poco tiempo, y con bastante Prozac de por medio, había logrado convencerlo también de que debía ocupar el segundo lugar en la boleta presidencial. Escuché las grabaciones de la comida en la que terminó de persuadirlo.
- Chacho, tenés que ser vos, la vieja ya perdió.
- No me rompas más las bolas con este tema. Quedamos en una cosa con toda la conducción y la vamos a respetar.
- Ah, claro, van a seguir una línea que no funciona solamente para decir que son coherentes. Para que te voten cuatro giles. No seas huevón, la tenés al frente y no la ves.
- ¿Que parte no entendiste de que no quiero que me jodas más?
- La parte que te hacés el mártir, huevón. Tuviste la lucidez de no ir al choque con Chupete que te ganaba con el aparato, le corriste el culo al jeringazo. ¿Y ahora te hacés el estrecho con esto?
-...
- Chacho, es muy simple, no podemos mandar a la fórmula a una mina que perdió. ¿Sabés la cantidad de gente que le da vuelta la cara a la Graciela? La mitad de los que se sacaron fotos con ella antes de la interna ahora se cruzan de vereda. Ahí fue error de ella meterse a pelear una elección que no podía ganar nunca. El Clarín nos ayudó, pero no llega al interior, y por más plata que pongamos ahí, no pasábamos del conurbano. Vos te apartaste y ahora quedaste como un duque. Y quedás como el único líder del partido, no podés desaprovechar la situación.
- La conducción se va a oponer, ¿qué querés, que me pelee con todo el mundo?
- No te vas a pelear con nadie, gil.
- Olvidate.
- Una última cosa. Si va la vieja, ¿de dónde querés que saquemos plata para la campaña?
- ¿Cómo de dónde, vos no asegurabas ese tema?
- No huevón, yo puedo conseguir financiamiento para vos. Los liberales te bancan a vos como líder contra el populismo y esas boludeces, no la bancan a la vieja para que duerma la siesta en el Senado. Te bancan a vos para que movilices y líderes cosas en el gobierno, y para que controles que los radicales no se queden con todo. ¿Vos creés que la vieja va a poder tocarle un secretario al presidente? Ni en pedo. Y eso todo el mundo lo tiene claro, y por eso para ella no puedo juntar casi nada. No sabés como tuve que mentir para que me tiren un billete para la interna. Pero ahora, si no vas vos, olvidáte. Ni un vaso de agua nos van a dar. Y Clarín tampoco quiere gastar más pólvora en chimango. Quieren un tipo que puedan mostrar en la tele y la gente no se quede dormida.
Por el silencio que siguió a ese argumento supe que Flamarique había dado en el blanco. Ya sea por la perspectiva de perder recursos para financiar su acción política, o por el peligro de perder el acceso a las cámaras ante las que se sentía un galán de telenovela, Álvarez comenzó a evaluar la conveniencia de pelear la candidatura a vicepresidente. Entonces respiré aliviado: si lo teníamos entretenido en el conventillo del Senado terminaría neutralizado y no nos afectaría demasiado. Si llegaba a ocupar la jefatura de gabinete, como quería, su capacidad de crecer políticamente sólo se comparaba a su capacidad para dañarnos.
Para fin de año los efectos del Efecto Tequila de México habían llegado a Argentina, indisimulables. La economía comenzó un declive lento que fue profundizándose a medida que más gente quedaba sin trabajo, que nadie compraba nada, que los bancos no le prestaban a nadie, que no lográbamos exportar más que granos. Era obvio que el gobierno debía tomar alguna iniciativa, las voces más sensatas proponían una devaluación controlada. En ese momento, después de meses sin llamarme, el Senador me citó a su despacho.
- En primer lugar quiero que sepa que lo llamo porque lo considero la persona indicada para esta tarea, no porque tenga especial interés en verlo cerca mío.
- Le agradezco la sinceridad, Senador. Pero supongo que no me citó para decirme esto.
- Puede guardarse el sarcasmo, Carré. Escúcheme con atención. Usted sabe que el ciclo económico del país entró en un momento delicado, no voy a detallarle la situación porque es de público y notorio conocimiento. Vamos a gobernar hasta el último día, y necesitamos llegar en las mejores condiciones, en todo sentido. Estamos dispuestos a tomar una decisión valiente que va a parecer difícil de entender en el primer momento, pero que será necesaria para recuperar fortalezas. Tenemos que ir hacia una devaluación programada con todos los sectores económicos, y acordada con el próximo gobierno.
- Es una medida valiente. Y arriesgada.
- Así es. Estamos hablando con algunos empresarios y el sector financiero, están dispuestos a acompañar una salida sólida del 1 a 1. Pero, y esto es esencial, requieren que la cuestión de la devaluación sea acordada por todas las fuerzas. Es decir, que no sea parte de la campaña electoral. No podemos correr el riesgo de que haya corridas que provoquen inflación. Nosotros tomaremos algunas medidas pero necesitamos que los medios no permitan que el tema se instale en la agenda. Bajo ningún modo.
- Ahá...
- ...y aquí es donde usted juega. Ya hemos convencido a la gente de Clarín, La Nación y otros medios, pero no podremos cubrir a todos. Hay cuatro o cinco elementos que necesitamos que usted controle y mantenga silenciados.
- Perdone Senador, ¿ya acordaron con De la Rúa?
- Eso no le incumbe, y entenderá que ya está resuelto.
De modo que me necesitaban en función de matón y no de operador político. Podía entender la inquina del riojano pero no pensaba aceptar ese maltrato sin más. Haría mi trabajo, pero haría más. Dinamitaría ese acuerdo desde adentro.
Flamarique sentó a “Chacho” en el café del Molino y sacó de su portafolio una carpeta de tapas verdes. Se la deslizó con aire de misterio sobre la mesa, sin dejar de mirarlo a los ojos. Recién cuando se alejó el mozo que les tomó el pedido, Álvarez abrió la carpeta. La cerró con los ojos inyectados en el mismo momento en que les traían el café.
- ¡Son unos hijos de puta! ¡Nos están dejando afuera!
- ¡Shh! Bajá el tono, huevón, ¿querés que te escuche todo el mundo?
- ¿De dónde sacaste esto?, ¿estás seguro que no es carne podrida?
- Me lo dieron de la oficina de Roque Fernández, esto les llegó hace una hora.
- ¿Cómo no me avisan, Chupete, o Rodolfo?
- Te quieren ningunear, Chacho, sacarte del tablero. Cierran este acuerdo entre ellos, arreglan el moco de la convertibilidad y los radicales quedan como jefes con el tema de la inflación. Se sacan el fantasma de la híper de encima. A cambio le cuidan el culo al Turco y sus amigos. Después, a la primera de cambio, te pegan un voleo en el culo a vos y a todo el partido. Rogá que no te armen alguna cama para sacarte del Senado, y que no nos limpien. El plan es que los radicales después ganen solos la reelección en el 2003... la veo venir.
Álvarez miró desorbitado a Flamarique. Sus manos estaban blancas por la presión que hacían sobre su pocillo de café.
- ¿Y ahora qué hacemos, Chacho?
Flamarique sonaba compungido de veras. Resultó ser un gran actor.
- Tenemos que dinamitar ese acuerdo. Vamos a salir a insistir en mantener la convertibilidad, así le marcamos la cancha a Chupete. Salgamos a decir que somos nosotros, y no los radicales, los que garantizamos que no habrá inflación. Que somos nosotros los que vamos a mantener el 1 a 1. Armame alguna charla en alguna universidad, o algo así, con un economista conocido. Cavallo puede ser. Que diga que hay que mantener la convertibilidad porque si no se desboca todo. Que los radicales pueden chocar la economía.
- ¡Pará, pará!, ¿te volviste loco? Si lo llamás a Cavallo te putea medio partido, huevón.
- Bueno, boludo, Cavallo no, busquemos otro. Que sea respetado.
Veinte minutos más tarde sus celulares ardían y ya habían organizado una movida de prensa para comenzar a sugerir que la convertibilidad estaba en peligro, y que “Chacho” era el único que podía rescatarla de las garras de los radicales inflacionarios y económicamente ineptos.
En realidad en su discurso económico Álvarez y su grupo se habían vuelto cada vez más moderados. Desde su oposición virulenta a las privatizaciones que denunciaron con saña a principio de los noventa, y su coqueteo con teorías económicas heterodoxas, habían comprendido que mientras más se acercaban al “neoliberalismo” que denostaban mejor les iba en las encuestas. Hacia fines del ´98 su discurso era más ortodoxo que el de nuestro gobierno, y habían silenciado su reclamo para salir de la convertibilidad. Habían entendido que los argentinos solamente compran el discurso de la honestidad y la transparencia si se les garantiza que mantendrán el bolsillo satisfecho: lo único que derrota al “roban pero hacen” es el culposo “hacen, y no roban”.
Flamarique y su jefe político se levantaron del café, pagaron en la caja y salieron a enfrentarse con la desesperante siesta de marzo, húmeda y pegajosa. Yo cerré mi diario, pagué mi licuado y me levanté. El reflejo molesto de una columna revestida de espejos me había camuflado más que cualquier disfraz: estaba aprendiendo a ser un voyeur sofisticado.
Hice bien mi trabajo, durante las semanas en que el acuerdo debía comenzar a ejecutarse no salió una sola noticia en ningún lado. Ni siquiera Ámbito Financiero, que compraba información de los servicios de inteligencia, había logrado detectar nada. Es cierto que el único periodista que comenzó a husmear algunas resoluciones y circulares del Ministerio de Economía sufrió un asalto violento en su casa, en que perdió la computadora y un attaché con documentos confidenciales. Y una estudiante de Comunicación Social que por casualidad adivinó las líneas directrices del acuerdo y lo publicó en una revista amateur, sufrió un accidente de tránsito que casi la mata. Esa chica nunca sospechó que fue atropellada con extremo cuidado, el suficiente como para que tuviera que pasar los próximos dos meses aprendiendo a manejar muletas y olvidarse de su revistita de economía social.
En esos días, para el cumpleaños de Esperanza, comprobé que Escudero había comenzado a volverse paranoico. No pudo llegar a la fiestita que le organizamos a mi hija porque cuando estaba saliendo de su casa lo increparon un montón de jóvenes con pancartas y carteles. Según me comentó después, esos chicos eran hijos de desaparecidos que, ante la imposibilidad de llevar a la cárcel a los militares, se habían dedicado a incordiarles con esos ataques relámpago en la puerta de sus casas. Escudero era uno de los más expuestos, a su pesar se había convertido en algo así como una celebridad maldita. Preparaba cada salida como si fuera un operativo militar, y sus amigos (cada vez más raleados) teníamos que soportar a dos o tres guardaespaldas toscos que nos trataban como sospechosos y se comportaban siempre como perfectos imbéciles.
La campaña presidencial transcurrió sin sobresaltos, aburrida y previsible. Duhalde estaba cada vez más aislado, De la Rúa y Álvarez se habían convertido en talibanes de la convertibilidad y habían despojado a su discurso de campaña de cualquier atisbo de originalidad. No hubo confrontación de ideas, simplemente porque no había ideas. Hubo confrontación de aparatos publicitarios. Los radicales habían armado una prolija plataforma de gobierno, pero prefirieron relegarla a un segundo plano. Su único discurso refería a la honestidad y la transparencia. El spot de De la Rúa lo exhibía admitiendo que “dicen que soy aburrido”. Acertaba: nunca viví una campaña tan aburrida.
Las elecciones fueron una victoria previsible de la Alianza. Lo único que casi se nos va de las manos fue La Matanza, en donde la locutora Lidia Satragno, Pinky, le había ganado a Alberto Balestrini por un par de puntos. Sabíamos que eso podría suceder, así que la noche antes de la elección desplegué una red de punteros que persuadirían a los fiscales de su partido para que se retiren antes de contar los votos. Tuvimos que alterar el resultado de la elección en casi diez puntos, fue un trabajo muy arduo. Pinky comenzó a impacientarse cuando vio los primeros escrutinios, y había convocado a una conferencia de prensa para denunciar el fraude. La intercepté en el ascensor del Hotel Corregidor, cuando volvía de retocarse el maquillaje. Estaba sola.
- Pinky, te felicito por la elección, pero te recomiendo que dejes las cosas como están.
- ¿Usted quién es? No lo conozco.
- Mejor así. Pero quiero mostrarle un par de fotos de sus hijos. No entiendo muy bien la música que hacen, estoy medio viejo. Pero sí entiendo las cosas que llevan y traen a las fiestas.
- ¿Usted me está amenazando?
- No, de ninguna manera. Es en todo caso la justicia federal la que puede decidir si avanza o no. Las pruebas ya las tiene.
- Son todas mentiras, no me va a correr con eso.
- No sé si son mentira. Alcanza con que el juez Bernasconi crea que son ciertas, y él ya tiene las órdenes de detención firmadas. Usted sabrá que ese hombre ya está jugado... Y los policías que comisionó ya están en la puerta del hotel, con las órdenes en la mano.
En ese momento se abrió la puerta del ascensor: habíamos llegado a la planta baja. Saludé a Pinky con la obsecuencia de un militante y me escabullí entre la gente. Me contarían después que Pinky tardó unos segundos en reaccionar y salir del ascensor. Que se reunió con Fernández Meijide y luego caminaron, lentas, hacia la conferencia de prensa donde reconocerían la victoria de Balestrini.
Ese trabajo significó terminar de tender un puente con Duhalde, quien sabía que perdería la elección. También significó un gesto hacia mi futuro ex-jefe, puesto que en la estructura de La Matanza lograría ubicar a legiones de dirigentes fieles.
Lentamente el poder nacional se estaba instalando en las ciudades que ganábamos. En Córdoba fue más difícil porque Kammerath era invotable, pero logramos la ayuda del entonces intendente radical para que no apoyara al sucesor de su partido. No costó mucho, los separaban enconos mutuos de origen lejano. Lo cierto es que una buena cantidad de funcionarios nacionales desembarcaron en la municipalidad de Córdoba, dispuestos a quedarse con todo.
La transición fue demasiado tranquila, todos los acuerdos que necesitábamos ya estaban cerrados, y yo ya sabía que sería prescindible dentro de poco tiempo. Intuía además que De la Rúa necesitaría exhibir alguna acción contra la corrupción y el narcotráfico, y era claro que quienes caerían serían las piezas menores de un tablero que había funcionado aceitadamente durante toda una década. Intuía también que Corcho y yo bien podíamos ser una de esas piezas menores, unos amateurs en un conglomerado de negocios que manejaba el poder real al menos desde mi retorno a Argentina en 1978.
Me cuidé muy bien de no confrontar con nadie en los últimos días de nuestro gobierno y poner bien a resguardo nuestros bienes. Vendí la distribuidora de bebidas y todas las Traffic, porque ya no podría contar con la cobertura para seguir trabajando. Las compró un empresario amigo de Duhalde, que la usaría con el mismo fin con el que las había usado yo. Al segundo viaje, durante la temporada de verano, detuvieron a uno de sus choferes y allanaron la sede de la empresa. Era evidente que yo había saltado a tiempo de allí. Pero sabía que estaba en la mira.
Entretanto acordamos con Duhalde que deberíamos promover acciones para limitar el margen de maniobra del gobierno. Había vuelto a trabajar para un dirigente de la oposición, y descubrí que había más adrenalina en el ataque a un gobierno y en la defensa de nuestros intereses, que en la afirmación de un proyecto de poder. Ser gobierno brindaba enormes posibilidades de hacer política y negocios, que son aproximadamente la misma cosa. Ser oposición tiene otro cariz estratégico y hasta lúdico: es necesario de vez en cuando estar en el llano para desentumecer los músculos y agilizar los reflejos.
La oportunidad de nuestra primera operación estaba servida en bandeja. La provincia de Corrientes estaba al borde del estallido: al cabo de dos intervenciones durante nuestro gobierno sólo se había logrado fortalecer a las tribus que saqueaban la provincia desde el nacimiento de la Confederación Argentina. Destituidos el gobernador y el vice, se había designado temporariamente al presidente del senado provincial. El mismo senado ya había elegido su sucesor, pero aquél decidió permanecer en el cargo y no entregar el gobierno, que además hacía meses que no pagaba los sueldos.
El mismo día que De la Rúa asumió el gobierno persuadimos al sindicato de empleados judiciales para que cortaran el puente que une la ciudad de Corrientes con la provincia de Chaco. Se les sumaron casi todos los sindicatos de la provincia y grupos de desocupados y desharrapados. Cinco días después el gobierno nacional ordenó la intervención de la provincia. No era exactamente lo que buscábamos, pero igual maniobraríamos en ese contexto. Al día siguiente el ministro del Interior mandó a desalojar el puente, coincidiendo con la llegada del interventor.
Escudero me había puesto en contacto con el comandante de la Gendarmería, un pesado que había prestado servicios en los centros de La Perla, en Córdoba, y en Campo de Mayo. Mi amigo lo había descripto como “un tipo sin sangre, pero incontrolable cuando huele pólvora”; era exactamente lo que necesitábamos.
- Comandante Chiappe, le hablo desde Inteligencia. Necesitamos que preste mucha atención a los manifestantes mañana, porque está operando ahí una célula marxista en los barrios que rodean al puente. Van a estar armados. Le repito: van a estar armados. Los activistas tratarán de generar caos y después replegarse en los barrios, y tenemos información de que se van a concentrar en el ex Regimiento Nueve, ¿me oye?
- Sí, pero ¿quién habla?
- De Inteligencia le digo, no haga preguntas inconducentes. Alerte a su tropa. Mañana lo llamo y me pasa el parte. Cambio.
Cuando corté el teléfono Escudero me sonreía.
- Ricardito Chiappe va a hacer un desastre mañana.
- Bueno, lo veremos por la tele. Vamos a dormir.
La represión del día siguiente fue feroz e injustificada. Para cuando el interventor y el Ministro del Interior lograron detener a la Gendarmería desbocada ya había dos muertos y unos treinta heridos. Federico Storani, Ministro del Interior y la niña mimada del progresismo radical, quedaría manchado por la sangre del pobrerío de Corrientes. Ramón Mestre, reconocido como un buen piloto de tormentas, asumiría la intervención como una fuerza de ocupación. El gobierno se quedaba sin dos de sus principales herramientas de recambio, y comenzaba su gestión con dos muertes y decenas de baleados. Hacía una semana que habían llegado al poder y ya comenzábamos a licuarlos.
Fuimos a pasar año nuevo a Punta del Este. Yo llevaba en el baúl del Mercedes la mitad de la cocaína y casi todo el éxtasis que se consumió ese verano en Uruguay. A pesar de todos los augurios nada malo pasó con las computadoras a comienzo del nuevo milenio, salvo que desapareció de algunos archivos oficiales la información relativa a una investigación que se acercaba demasiado a los negocios que teníamos con Corcho. Él seguiría con su negocio, pero yo debía correrme de allí. Al volver a Buenos Aires la única información que me incriminaba era una acusación por evasión fiscal en el negocio de ropa para bebés, pero la multa que pagué fue suficiente para cerrar definitivamente ese tema. Y más barata incluso que el soborno que me pedía el juez de la causa.

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