viernes, 22 de mayo de 2020

Capítulo 7: La Primavera Austral


- Del laberinto se sale por arriba -me dijo Marcelo revolviendo el café-. Del laberinto del cuore, del laberinto de laburo, del laberinto de la política. Los yanquis dicen que hay que pensar afuera de la caja, ¿viste?
Con sus manos a la altura de las sienes, Marcelo figuraba una caja que se iba abriendo como una flor.
- Los yanquis serán unos hijos de puta, pero nadie puede negar que tienen una mente práctica.
- Gracias Marcelo, rajo porque me están esperando.
Le hice señas al mozo para que anotara los dos cafés en mi cuenta y salí a la calle. Andaba con el ánimo desastrado y no tenía energías para absorber una nueva teoría de Marcelo sobre los norteamericanos. Este cordobés mediocre y pretencioso estaba convencido de que una beca de un par de meses en Miami le confería un conocimiento de profundidad sociológica sobre Estados Unidos y sus habitantes. Había ido con veleidades de estudiante estrella, pero se encontró reducido al grupo de becarios de países periféricos.
A su regreso no sabía bien qué hacer, así que la familia lo ubicó en el ministerio de salud de su provincia, y con el regreso de la democracia había apostado por el candidato peronista para la gobernación. Perdió la apuesta y el trabajo, pero igual lo conchabaron en el Senado de la Nación. Allí abandonó su pose doctoral y adoptó un atavismo telúrico que creía a tono con el discurso peronista. Desde entonces era una especie de empleado que nadie sabía bien a qué se dedicaba. Por las dudas era siempre agregado como un amanuense en las negociaciones y operaciones del bloque. Además, aportaba sus relaciones familiares con los militares cordobeses, lo que siempre era necesario. Por lo demás, nadie lo soportaba.
Cuando me preguntó por Roxi me sorprendió porque casi nadie sabía lo que estábamos pasando, pero me dio a entender que sabía que estábamos en una crisis. Creo que no sabía lo del Coti, que solo podía ser una fuente adicional de humillación para mí. Esa fue la única razón por la que no le partí la cara cuando me dijo “también, semejante minón...” Deambulé por Corrientes hasta que me pareció prudente volver a casa, pero yo sabía que Roxi no iría a cenar y posiblemente tampoco a dormir.
Al otro día me desperté con resaca, me di una ducha y bajé. Debía desayunar con un periodista que oficiaba de vocero del gobernador riojano: me querían vender la candidatura imposible de un personaje (el gobernador) que sólo podía existir en la imaginación tropical de García Márquez. Me parecía una pérdida de tiempo, pero esas eran las instrucciones que había recibido. Al salir del ascensor me encontré con Roxi que entraba al edificio.
- ¡Roxi! ¿Cómo estás? ¿De dónde venís?
- Hola Roger.
- Mirá Roxi, tengo que ver unos tipos ahora, ¿después querés que nos encontremos así hablamos?
- ¿De qué? No hay nada que hablar.
- ¿Te parece? Pasaste la noche afuera...
- ¿Y...? No soy tu esposa.
- Roxi...
- Además tengo sueño, hablamos a la noche.
Dijo esto y subió al ascensor. Quise abrir la puerta que ella estaba cerrando cuando llegó el chofer de Escudero y estacionó frente al ingreso del edificio. Carajo, pensé, encima tengo que ver a estos pelotudos.
El chofer también había tenido una mala noche, lo que agradecí en silencio porque en esos casos se volvía súbitamente mudo. Llegamos a La Biela, y alrededor de la mesa nos esperaban el periodista y el hermano del gobernador, que era senador nacional.
- Vamos al grano -dijo el senador-, nosotros queremos conceder una amnistía amplia y terminar con los juicios. El gobierno, como usted sabe, está promoviendo leyes para limitar los juicios; nosotros vamos a oponernos para debilitar a Alfonsín, pero eso es pirotecnia porque sabemos que las leyes se van a aprobar. Nosotros queremos que este tema se cierre acá, tal como quería Luder, ¿se acuerda? Tenemos el apoyo de oficiales y suboficiales. Ustedes nos conocen, hemos trabajado juntos desde hace mucho, saben que pueden confiar en nosotros. Además estamos armando un plan económico en el que participan amigos en común, que tienen interés en seguir trabajando como hasta ahora.
- Le agradezco la confianza senador, pero yo necesito saber quiénes son esos oficiales y esos empresarios.
- Faltaba más, acá tiene una lista. Le pido que mantenga la discreción porque por razones tácticas algunos aparecen con Cafiero y otros aparecen con Alfonsín.
- Gracias por la información, le transmitiré este mensaje al Grupo.
Me puse de pie indicando que la entrevista había terminado. El senador y el periodista me miraban asombrados por despedirlos de ese modo. Mi gesto debió parecerles una enorme ostentación de poder, yo solamente quería irme a mi casa. Les di la mano con vigor y me dirigí al auto. El chofer recién comenzaba a comer un sándwich que había comprado y me miró con cierto odio: detestaba comer mientras manejaba. Después informaría sobre la reunión, ahora tenía otra urgencia.
Roxi estaba dormida, tan profundamente que no me atreví a despertarla. Pero vi que había sacado una valija vieja, la misma que trajo desde México, y la puso abierta al lado de la cama. Entendí que pensaba armar esa valija y dejarme, seguramente antes de que yo llegara. Ni siquiera tenía la intención de hablar conmigo, o al menos despedirse. Volvió a mí el recuerdo de Adriana, a quien le había salvado la vida en alguna vida pasada, pero después me metió en esto. Ella también se fue sin despedirse. Pero Roxi todavía estaba acá, al alcance de mi mano. Aún no se había ido. Me desesperaba no saber qué tenía que hacer para retenerla. Me paralizaba el terror de solo imaginar que no la vería más.
La imaginé viviendo en un departamento pagado por el Coti, esperándolo, usando la lencería que yo le había regalado. En ese momento un calor sordo subió atropellándome desde mis entrañas, corrí al baño y vomité todo lo que había comido desde la cena anterior. Sin darme cuenta cómo o cuándo, también estaba llorando en silencio, abrazado al inodoro como un adolescente borracho, temblando de miedo y dolor.
No sé cuánto duró. Diez minutos o dos horas, era lo mismo. Cuando pude levantarme, lavarme la cara y limpiar un poco el baño, Roxi seguía durmiendo. Moría de ganas de acostarme a su lado, pero sabía que si me dormía ella se iría, simplemente se iría sin despertarme. Preparé un café bien cargado y desenchufé el teléfono por las dudas.
Debió despertarla el olor del café. Vino en silencio, le serví una taza y se sentó en la mesita de la cocina.
- ¿No deberías estar trabajando vos?
- No, atendí una gente y vine a casa, quería verte, quería hablar con vos...
- No hay nada que hablar Roger, ya fue.
- No sé a qué te referís. Hace días que venís a cualquier hora, y anoche ni siquiera viniste a dormir a casa. Me parece que amerita que lo hablemos. Sé que no te di mucha bolilla en los últimos tiempos, pero vos sabés que el trabajo...
- No empieces con excusas, Roger, no tengo tiempo ni ganas de escuchar nada de eso. No me importa si andás con otra por ahí, ya ni me importa.
- ¿Cómo? ¡No ando con nadie Roxi, jamás estuve con nadie más que vos! ¡Podes acusarme de mil cosas, pero no de meterte los cuernos!
- Bajá la voz. No me importa, te digo. Hace meses que no vamos para ningún lado, y yo necesito seguir viviendo.
- Pará, Roxi, pará. ¿Vos sí estás con alguien más?
Me miró primero con ira, y después sus rasgos se desdibujaron en una mueca de decepción. Se levantó de la mesa.
- Me voy a México. No necesitás saber nada más.
Entró en el dormitorio y cerró la puerta con llave.
El resto del día fue un infierno. No pude trabajar, no pude hablar con ella, no podía decirle a nadie lo que pasaba. Fui a la oficina para ver si lograba despejar mi mente pero fue contraproducente porque se multiplicaban los problemas que tenía que resolver, y volví a casa a menos de media hora de haberme ido. Roxi ya no estaba.
Me dejó una nota en la que decía que se quedaría en la casa de una amiga (¿cuál amiga?, ¿qué amigas tenía mi mujer?) por un par de días hasta su vuelo. Por supuesto, no me dejó ninguna dirección ni teléfono. El portero juró que no la había visto salir y no alcanzaron las ofertas ni las amenazas para que me dijera lo que aseguraba no haber visto. Corrí a la oficina para organizar el seguimiento, pero no tuve ningún rastro: no había vuelos a México en los próximos 5 días así que era claro que Roxi viajaría a otro lado o en otro momento. De todos modos no estaba registrada en ningún vuelo y por lo demás, si quería salir por tierra conocía perfectamente todos los pasos seguros: sabía bien que yo vigilaría todas las empresas de buses y tendría las fronteras controladas.
Esos dos días los pasé encerrado en casa, comiendo las últimas cosas que quedaban en la heladera, no recuerdo haberme bañado. El primer día esperaba que me llamara, al menos para que fuera a despedirla. El segundo ya había constatado que no se iría por las vías convencionales, y dejé de esperar. Nadie que huye llama para despedirse.
La había perdido y no pude hacer nada para evitarlo. Corcho no me atendía las llamadas, y lo maldije hasta que recordé que hacía años que se había ido de la unidad y vivía en Acapulco o Miami. Recordé también que hacía al menos dos años que no hablaba con él. Tampoco Escudero supo decirme nada sobre Corcho ni sobre Roxi.
- Tómese un par de días, Bermúdez, dentro de poco tendremos mucho trabajo.
El tercer día volví a salir a la calle.
Escudero en persona me vino a buscar, me obligó a darme una ducha y ponerme ropa limpia, y cuando salí del baño me esperaba con un café recargado, huevos revueltos con salchichas y jugo de naranjas que él mismo había exprimido. Me pregunté si este hombre había hecho eso por alguien alguna otra vez.
Después me llevó a su oficina, donde nos esperaban varios hombres, algunos de los cuales había visto en su entorno antes pero no conocía.
- Le presento a Salvador Lentini, un amigo de la casa y el yerno de don Fernández Gil, destacado dirigente nacionalista. Como sabe, estamos trabajando para detener los ataques de la justicia contra a las fuerzas armadas. Necesitamos armar un operativo de distracción en algún lugar del interior, para armar tranquilos nuestra operación principal. Vamos a tomar Campo de Mayo. Siéntese, usted nos va a ayudar con el montaje del operativo.
Recordaba los operativos anteriores que había comandado Escudero, y había comenzado a desconfiar de su capacidad para idear y ejecutar los planes de desestabilización del presidente. El único plan que funcionaba era el de la CGT y sus paros generales, pero el cerebro detrás de la manipulación de Ubaldini era Carlos Martínez, un viejo lobo de la SIDE que seguía comandando su grupo desde San Miguel. Este hombre era del ejército, mano derecha de Videla, lo cual lo convertía en enemigo natural de Escudero y los marinos.
Fernández Gil, aseguraba Escudero, haría de puente entre los servicios de ambas fuerzas. No tuve mayor información sobre el plan para tomar Campo de Mayo, se limitaron a encargarme de la operación de distracción y me entregaron varias carpetas con información sobre oficiales que estaban dispuestos a exponerse en algún hecho resonante. Yo tenía que elegir al que encendería la mecha.
Una hora y dos tazas de café más tarde ya había seleccionado a un Mayor que se encontraba en Córdoba, en realidad más que nada porque su apodo, “el Nabo”, me había parecido cómico. En el momento de exponer mi plan de acción me di cuenta de la estupidez que significaba exponer de esa manera mi incapacidad para concentrarme y trabajar seriamente. Mi mente estaba en cualquier lado y no era capaz de retener siquiera las informaciones básicas para sostener un plan de acción. Por suerte, Barreiro, “el Nabo”, estaba en una jurisdicción donde teníamos algunos contactos a través de don Bercovich Rodríguez, un cacique peronista cercano al ejército y la marina.
Los juicios contra los militares se mantenían bajo control porque la misma familia judicial que había ascendido desde el ´76 se mantenía controlando los resortes de la justicia federal de Córdoba. Ni siquiera el poderoso gobernador Angeloz había logrado instalar allí a gente de su confianza, más allá de algunos empleados y funcionarios menores que previamente fueron aprobados por el Cardenal Primatesta.
Logramos que un juez amigo citara a Barreiro, sólo después de asegurarle que éste se negaría a comparecer. El militar se atrincheró en el cuartel de los paracaidistas, tal como estaba acordado, y de inmediato las cámaras de televisión se ocuparon del asunto. Además de cuestionar la legitimidad de los juicios logramos difundir reivindicaciones que llegaron a todos los rincones del país. De a poco al principio, y como un aluvión después, los jefes de las unidades del ejército comenzaron a manifestar públicamente su apoyo al “Nabo” Barreiro y a pedir el desprocesamiento de sus camaradas. Si el movimiento salía bien, beneficiaría a los marinos y la fuerza aérea; de lo contrario, solamente el ejército pagaría los costos de la operación.
Los curas de todo el país aprovecharon que la proximidad de la Semana Santa les llenó las iglesias para despacharse contra el gobierno y cobrarse las afrentas de la ley de divorcio y la patria potestad compartida. Apoyaron el reclamo de los militares además porque no querían que se ventilara su participación en los negocios y la guerra antisubversiva.
Los editoriales de los principales diarios repetían como un mantra mi bajada de línea que sostenía la necesidad de pacificar el país y olvidar el pasado. Hacía un buen tiempo que los diarios repetían lo que yo les pautaba; de algún modo mi influencia, aunque clandestina, reivindicaba mi condición de periodista. Había llegado a entender que en nuestra profesión los hombres que manejan los medios son invisibles, anónimos. Somos una legión de fantasmas solitarios gobernando tipos más vanidosos y menos ambiciosos que nosotros, pues sólo esperan el bronce, el mármol y la fortuna.
Mientras esto ocurría esperamos que Alfonsín se fuera a Chapadmalal a descansar para traer a Buenos Aires a Aldo Rico, un comando valiente y entrenado que había combatido en Malvinas con Escudero y ahora cumplía funciones en Misiones. Allí había conocido a Salvador Lentini, quien había comprado el mes anterior una quinta colindante con Campo de Mayo utilizando los fondos de su suegro.
Fernández Gil fue quien coordinó con el grupo de Carlos Martínez la toma del cuartel, Escudero -y nuestro grupo- fue solamente un socio menor en la división de responsabilidades. Para ser preciso, fuimos los actores de reparto: solamente generamos el escenario para que fueran otros los que protagonizaran las escenas principales. Era evidente que la estrella de Escudero y el poder de la marina comenzaban a declinar, y yo debía buscar la forma de sobrevivir a ese ocaso porque las sombras serían impiadosas conmigo. Esas eran las reglas del juego, y Escudero lo sabía, acaso por eso me facilitó el acceso a la mesa chica de Fernández Gil.
Cuando la toma de Campo de Mayo llegó a la prensa tuvo una resonancia mayor aún que el acuartelamiento del “Nabo” Barreiro, que ya había cumplido su función y se preparaba para entregarse. Nos sorprendieron en cambio las manifestaciones masivas en apoyo del gobierno. Habíamos estimado que la gente, harta de la inflación y el desempleo, difícilmente apoyaría a los radicales; pero esta vez parecían apoyar más a la democracia que a un presidente que parecía titubeante.
Desde los primeros momentos de la crisis casi todos los partidos se alinearon detrás de Alfonsín, salvo los conservadores de Alsogaray que exigían la amnistía para los militares y justificaban el alzamiento. Nuestros socios del peronismo estuvieron divididos. Si bien todos querían debilitar al presidente y muchos dirigentes participaban activamente en nuestro grupo, otros hombres con mejores reflejos advirtieron que la movilización masiva en defensa de la democracia no les dejaría jugar abiertamente. Habían aprendido que Alfonsín podía lastimarlos mucho si los asociaba con los militares, y se habían vuelto mucho más discretos y ambiguos. De modo que decidimos que una comitiva de notables acompañaría conspicuamente a Alfonsín, mientras que el resto de los dirigentes se mantendría expectante pero apoyando el levantamiento y la amnistía.
En realidad el gobierno ya trabajaba desde antes en una ley que limitaría los juicios, porque querían terminar con la intranquilidad militar sin concederles una amnistía abierta. Los detalles de la propuesta no eran claros, pero esperaban poner una fecha límite para los juicios para que la historia no pudiera enrostrarle al gobierno la concesión de un perdón que no quería conceder pero tampoco podía evitar. De este modo, ante la opinión pública los responsables de no procesar algún militar serían los jueces y no el gobierno.
La movida era ambiciosa porque apuntaba a socavar la justicia federal, para poder reemplazar los jueces y funcionarios puestos por los militares por otros seleccionados por los radicales. La movida parecía provenir del Coti, pero no era seguro. Si era así, entonces era una jugada maestra en la que transferían la mayor parte de los costos políticos y les quedaba una excusa perfecta para inmiscuirse en la justicia federal. Rico parecía no estar al tanto del proyecto, pero los mandos superiores lo tenían muy claro.
También los jueces lo sabían, y por eso fue tan fácil convencer a los cordobeses para que nos ayudaran con la citación del “Nabo” Barreiro. Si esa ley aparecía después de un acto de fuerza siempre parecería una claudicación de Alfonsín, que pagaría todos los costos ante los grupos de derechos humanos y la opinión pública. Perdería la posibilidad de defenestrar a los jueces, que mantendrían su poder.
Habíamos acordado que Rico se rendiría el domingo de Pascua, e incluso moderó sus exigencias para demandar solamente dos puntos: que renunciara el Jefe del Ejército, y que hubiera una salida política al tema de los juicios.
Todo parecía sobre rieles. Ríos Ereñú ya había presentado su pedido de retiro un tiempo antes de Semana Santa, de modo que su partida era un hecho. Y la ley que proponía Alfonsín terminaría con el problema de las citaciones, de modo que podríamos presentarlo como una victoria nuestra.
Pero aparentemente alguien del gobierno le filtró a la prensa el contenido y sobre todo la fecha de estas decisiones de Alfonsín, y el mismo domingo iban a publicar esa información junto con los editoriales llamando al orden a Rico y sus oficiales embetunados.
Según me confirmaron mis contactos de Clarín y La Nación, fue el Coti en persona el que arregló con los diarios la información del domingo a la mañana. De todos modos necesitábamos acelerar los tiempos y agudizar las contradicciones. Me acordé de Fannon, que los subversivos recitaban en la facultad cuando éramos estudiantes. No estaban tan equivocados después de todo, porque la teoría parecía funcionar para nosotros. El Almirante había sido el primero en advertirlo. ¿Qué será del Almirante?
Me tocó instruir a Lanteri para que se entrevistara con Rico y le planteara la situación que enfrentábamos con los juicios.
- Aldo, te van a cagar, el gobierno va a resolver el tema de los juicios por afuera y te van a dejar colgando del pincel. Mandalos a todos a la mierda mañana y aguantá hasta el domingo que se publiquen las noticias como las queremos nosotros.
Lanteri cumplió su función adecuadamente, era uno de los pocos civiles que entraba y salía de la guarnición donde estaba Rico como si fuera la cocina de su casa. Estaba asustado pero cumplía su función.
- Pero si ya logramos lo que queríamos, ¿qué me importa lo que digan el domingo dos o tres diarios? Yo me bajo mañana y se terminó.
- Te la hago corta, pelado: si mañana sábado vos te rendís, nada te garantiza que te salven el cuero porque perdés capacidad de presión. Vos hace diez años fuiste comando de elite y estabas en otra, afuera del país. A vos no te alcanza el tema de los juicios. Pero a vos sí te van a echar como un perro del ejército y vas a terminar en cana, ¿entendés? Como un loquito vas a quedar. Y solo. No te olvides que acá somos muchos los que nos jugamos la patriada, te bancamos entre todos.
- Toto, yo ya hice lo que me pidieron y lograron lo que querían, ¿qué más quier...
- No te equivoques Aldo, esto es política, hay que prever la próxima jugada. Y vamos por más. Vamos por todo. En dos años nos quedamos con todo.
- Toto, vos andás mucho con esos políticos amigos tuyos, a mí eso no me interesa. Yo soy un soldado y vine a pelear por el honor del ejército, no me metan en más quilombos.
- Te metiste solo hermano. Cuando aceptaste venirte desde Misiones aceptaste esto. No seas cabezón, te lo digo por tu bien: si bajás la guardia, mañana te van a acostar. Y te quedás sin nada. Quedará el Turco Seineldín como jefe del grupo. Yo mismo lo escuché al general Vidal diciéndole al edecán del presidente que ya te tenían “cerrado”, que te entregarían como un cordero. Vidal sabe que tiene consenso para conducir el ejército y que después de entregarte nadie se lo podrá negar. Augusto Vidal te cagó, Aldo.
Esa misma madrugada Alsogaray en persona fue a ver al director de La Nación y Lorenzo Miguel fue a ver al de Clarín. Les explicaron los inconvenientes de publicar la información acordada con el Coti un par de horas antes, y les dejaron, en cada caso, una valija con argumentos en efectivo. Y dejaron además un sobre con fotos de sus familiares saliendo de la escuela o del trabajo. Yo sabía que además apuntando a sus amantes y sus socios ocultos facilitaríamos la comprensión de nuestras necesidades. El domingo de Pascua los dos grandes diarios empapelaron Buenos Aires con los titulares y contenidos exactos que nosotros necesitábamos. Yo comenzaba a cobrarme mis cuentas.
Al mediodía nuestro hombre ya había roto lanzas con el gobierno y había vuelto a ser intransigente. El gobierno ahora estaba acorralado porque las fuerzas que habían movilizado para reprimir a Rico no estaban dispuestas a hacerlo, e incluso dejamos trascender que si las obligaban a marchar hacia Campo de Mayo terminarían marchando, pero para sumarse a la sublevación.
La Plaza de Mayo se había llenado de gente, y en todo el país había multitudes en las calles insultando a los militares. Esa misma gente que en el ´76 suspiró aliviada cuando derrocaron a Isabelita, y que pudo viajar al exterior y comprar autos importados. La misma gente que fue a vitorear a Galtieri cuando salió al balcón de la Casa Rosada después de invadir las Malvinas. La misma gente que hasta hacía solamente un par de días ya no quería más problemas con los juicios y querían que terminaran de una vez. Por alguna razón ahora defendían una democracia por la que no habían luchado. Frente a esa multitud Alfonsín iba a tener que tomar una decisión y claudicar.
Cuando salió al balcón de la Casa Rosada estábamos seguros de que daría algún discurso de ocasión condenando a los hombres que estaban en Campo de Mayo, pero en cambio anunció que iría allí, a entrevistarse con los amotinados y exigirles la rendición. Y pedía, además, que la gente lo esperara en la plaza. No habíamos previsto esa situación, considerábamos a Alfonsín un cobarde como todos los radicales, que terminaría aceptando nuestros términos disfrazados con una verborragia florida e inconducente. Jamás pensamos que iría a Campo de Mayo.
Se instaló en la Dirección de Institutos Militares, a un par de kilómetros de la Escuela de Infantería donde estaba Rico. Mandó a llamar a nuestro hombre, pero la muchedumbre impidió que pudiera salir en el auto. Podía pasar cualquier cosa con los civiles enardecidos y los militares bajo tanta tensión, y ninguna de las situaciones posibles nos servía para debilitar al presidente.
Entonces vimos despegar el helicóptero de la presidencia y volar hacia la Escuela de Infantería. Estábamos seguros de que ahí viajaba Alfonsín, y, según Escudero, contábamos con tiradores para eliminarlo ni bien pusiera un pie en la zona que manejábamos. Hubiera sido una operación militarmente exitosa, pero políticamente hubiera generado un aislamiento imposible de sobrellevar para cualquiera.
Fue Lentini quien nos dijo que no, que en realidad el presidente había mandado a su edecán a buscar a Rico. Y que Rico desconfiaba de ese traslado, hasta que el mismo edecán le ofreció quedarse como garantía en poder de los amotinados. Queríamos que Rico le pidiera a Alfonsín hablar sin intermediarios, para poder rebajar al presidente al nivel de un insurrecto. Estábamos seguros de que se negaría y de esta forma podríamos escalar el conflicto sosteniendo que Alfonsín no quería dialogar con nadie. Pero no solamente fue al teatro de operaciones, sino que además le mandó su edecán en el helicóptero para buscarlo.
No era bueno para nosotros que Rico hablara directamente con Alfonsín, porque conocería por sí mismo el alcance de las medidas que preparaba el gobierno y entendería que habíamos tratado de mantenerlo desinformado. Además, hasta el vanidoso intendente de San Isidro pretendió ganar algo de notoriedad en un conflicto que lo excedía, y había alimentado la confusión confiándole a Alfonsín información falsa que había oído de pasada. El presidente también podría formar su propio cuadro de situación obviando a los partes de inteligencia de los militares leales y dialogando mano a mano con Rico. A esta altura parecía inevitable que nuestro hombre conociera algunas cosas, y también el presidente.
Supimos del diálogo de segunda mano a través de lo que nos pudo transmitir el teniente Venturino, que no fue claro ni detallado. Venturino era un tipo ambicioso pero sin luces, que había llegado a ser la mano derecha de Rico más que nada porque nos servía para controlarlo y obtener información de los cuadros medios del grupo, que la prensa ya había bautizado como “los carapintadas”. Un alarde de imaginación tosca y de corto vuelo, propia del periodismo local.
Según el teniente, Rico habló con el presidente sobre la guerra de las Malvinas, sobre cómo quería reformar el ejército cuya cúpula le parecía corrupta e inepta, sobre cómo quería desplazar la politiquería en las fuerzas armadas. Si eso era cierto, Rico estaba afuera de nuestro libreto. Después Alfonsín le explicó que efectivamente estaba trabajando desde hacía meses en una ley para poner un plazo final para la presentación de causas por las acciones antisubversivas, con la idea de que después de cumplido ese plazo no se aceptaran más denuncias y comenzara a apaciguarse el ambiente.
También le confirmó que Ríos Ereñú había pedido el retiro antes de la crisis, de modo que de antemano el gobierno había tomado iniciativas en el mismo sentido que lo que Rico reclamaba. Éste terminó asegurando que respetaba el orden institucional y que sus reclamos sólo se referían a la situación interna del ejército. Venturino contaba todo esto con un rictus de resentimiento. Algo había pasado entre ellos porque su relato dejaba bastante mal parado a Rico. Fue Lentini el que completó el cuadro:
- Me parece que el pelado se nos va de las manos.
El presidente volvió a la Plaza de Mayo para anunciar que los hombres amotinados se habían rendido, pero nos resultó llamativo el término que usó: dijo que “habían depuesto su actitud”. Parecía que quería concederle a Rico algún premio consuelo al prodigarle ese término afable, porque cualquier otro en su lugar hubiera dicho que obtuvo su rendición incondicional, que les dobló la muñeca, que les partió el espinazo. Además dijo que algunos de ellos eran “héroes de Malvinas”. En ese momento supimos que habían acordado algo más que la rendición. Cuando Alfonsín dijo que “la casa está en orden” ya no escuchábamos el discurso. Sabíamos que él había perdido, pero no estábamos seguros de que nosotros hubiéramos ganado.
El mismo lunes siguiente, mientras en Argentina todo el mundo se preguntaba quién había resultado victorioso, nosotros debimos iniciar una campaña de prensa para postular que las medidas que adoptaría el presidente eran una expresión del acuerdo cerrado con los “carapintadas” para terminar con la rebelión. En realidad, nadie lo sabía a ciencia cierta, pero lo importante no es que fuera cierto o no, lo importante es que fuera verosímil. Que la gente pudiera creerlo. Que el mismo presidente haya tenido que televisar una reunión con sus altos mandos militares para aclarar estas cosas no hacía sino confirmar que nuestra campaña había sido un éxito: la gente estaba dispuesta a creer que Alfonsín había claudicado. Eso era todo lo que necesitábamos.
El presidente había reemplazado a Ríos Ereñú por Dante Caridi al frente del ejército, pero esa módica victoria se diluía porque Caridi era un general tibio más proclive a defender al gobierno civil que a la institución que representaba. Esa era al menos la posición de los “carapintadas”, nuestra nueva herramienta política. Venturino se manifestó públicamente en contra de esta nominación, pero quiso ganar vuelo propio y cometió un error de principiantes: envió su nota al diario Ámbito Financiero antes que al Ministerio de Defensa. De este modo el gobierno pudo desacreditarlo fácilmente, porque había dejado demasiada expuesta nuestra táctica de desgaste público. No pude saberlo con certeza, pero me contó Lentini que Rico en persona lo había abofeteado por estúpido y por querer sacar los pies del plato, por intentar jugar solo un juego que no sabía jugar.
De todos modos unos días después, el 13 de Mayo, Alfonsín envió al Congreso la Ley de Obediencia Debida, que era un remedo tardío e inoportuno de su planteo original de limitar la responsabilidad por la represión a los mandos más altos. Con esta medida intentaba contener a los mandos medios, que parecían ser los próximos en ser citados por los jueces.
Si bien debería pagar el costo político de semejante medida que todos, de derecha a izquierda, considerábamos como una consecuencia de la operación de Semana Santa, también sabíamos que su implementación podía dar lugar a filtraciones y demoras.
Y de todos modos habíamos comprobado la soledad enorme en la que estaba Alfonsín. Salvo su partido (y no todo) y la gente de las organizaciones de derechos humanos, el resto de los sectores políticos pedían, de una forma u otra, el fin de los juicios. La iglesia lo exigía desde los púlpitos todos los domingos, la prensa lo demandaba desde sus titulares y editoriales, los sindicatos y el peronismo hacían un doble juego: por una parte exigían el fin de las investigaciones y por otro lado denunciaban los intentos de mantener la impunidad de los militares.
Nunca perdonarían a Alfonsín haberlos denunciado como cómplices de los militares, ni mucho menos que los juicios confirmaran esa complicidad. Hasta el momento pocos testimonios habían dado cuenta de las andanzas de la Triple A antes del golpe, y de la burocracia sindical como responsable por matanzas y otros crímenes, pero los sindicalistas no tenían ningún interés en continuar expuestos a que se supieran los detalles, los lugares, los negocios.
La campaña para las elecciones legislativas y de gobernadores reflejó la debilidad de los radicales y la delicada complejidad de la senda en la que parecía extraviarse el gobierno. Los radicales tuvieron que apelar a todas las herramientas: desde el discurso sobre la democracia hasta el discurso del miedo, pasando por la distribución de las cajas de ayuda alimentaria en plena campaña. Finalmente entre nuestro grupo, y con la acción concertada entre el sindicalismo y los “carapintadas” de Rico, logramos ponerlos a la defensiva.
El plan económico comenzaba a enfriarse también, y la inflación seguía un curso que el plan Austral logró detener por unos meses pero sin erradicar los problemas de base. Perdieron las elecciones en varios distritos, e incluso en Córdoba se rumoreaba que había ganado el peronismo también, pero que en el Correo Central, en el recuento de votos, una mano negra alteró los resultados.
Había venido a vernos De la Sota en persona, que ya se creía gobernador de Córdoba cuando se enteró que en Buenos Aires lo dieron por perdedor por unos cinco puntos.
- Mirá Gallego, no tenés nada que hablar con nosotros. Ustedes los renovadores se cansaron de defenestrarnos, nos dejaste afuera de la fórmula y de todas las listas. ¿Ahora venís a pedir la escupidera? No querido, si se cortaron solos se las arreglan solos. Que te ayude Cafiero. Aparte, es tarde para quejarse José, estas cosas se arreglan antes. Si ya anunciaron la victoria de Angeloz te jodiste. Volvete a Córdoba, ¿querés?
De la Sota intentó ponerse de pie pero el custodio de Lorenzo Miguel se llevó la mano a la sobaquera. De la Sota se sentó.
- Mirá querido, para que te quedes tranquilo, no hemos negociado con nadie de Córdoba. Si querés ganar tenés que aportar a la unidad, a este grupo.
Lorenzo Miguel se levantó de su silla. La reunión con De la Sota acababa de terminar.
- No sabés -me dijo cuando salió el cordobés-, la cantidad de reclamos que nos han hecho desde dos o tres provincias donde los compañeros no han ganado. En todas se cortaron solos con ese discursito de la renovación. Acá el que saca los pies del plato o se hace el exquisito pierde, querido. Vas a ver cómo en un par de años los tenemos a todos comiendo de la mano. Ahora se le cagan de risa a Carlitos, pero en dos años será presidente y boludos como éste se arrodillarán para besarle el anillo.
Reí por lo bajo. Tal vez por estar tanto tiempo con la gente de la marina no terminaba de creer en los peronistas, pero estaba ante un tipo que sabía mucho, y mejor que nadie, sobre cómo se construía el poder. Cuando salí del edificio de la UOM no pude evitar pensar en Roxi, en cuánto detestaba a estos tipos brutales y toscos que sin embargo habían logrado amasar y mantener tanto poder durante tanto tiempo.
Estos meses me habían ayudado a no pensar tanto en ella. Sólo Escudero y un par de agentes la conocían, y ninguno me preguntó nada. Roxi me llamó unos diez días después de su partida fantasmal solamente para decirme que había llegado bien a un lugar que no quiso decirme cuál era. En ese momento yo estaba saliendo de una borrachera de varios días de la que sólo supo Escudero, que fue quien me encontró inconsciente en el suelo del baño de mi casa, y acaso sin saberlo me salvó la vida. Mis recuerdos eran vagos y yo no volvería a hablar del asunto con nadie.
A comienzos de noviembre, justo después de las elecciones, Alfonsín intentó juntar a los peronistas renovadores para proponerles un acuerdo de gobernabilidad. Quería evitar el síndrome del “pato rengo”, esa licuación del poder de los presidentes que no pueden ser reelectos. No consultó a nuestro sector ni a los sindicatos: había elegido sus interlocutores y estábamos dispuestos a enfrentarlos a todos, a demostrarles quiénes tenían poder de fuego. El 4 de noviembre la CGT convocó a un paro general, pero solamente el gobernador riojano se subió al palco de Ubaldini.
- Lorenzo está que arde, Escudero, me parece que varios socios se están acercando demasiado al gobierno. El riojano es un hazmerreír que no representa a nadie y no tiene un solo voto, es un pésimo síntoma que sea el único de los políticos que operemos.
- Tranquilo Bermúdez, está haciendo aspamentos nomás porque quiere madrugar al resto de los peronistas. Ahora los renovadores se hacen los asquerositos con los sindicalistas, pero ya vas a ver cómo de a poco van dejando solo a Cafiero. Van a venir al pie. A medida que la situación del país se vaya descomponiendo se van a ir desmarcando de la posición dialoguista, no van a querer quedarse pegados. De acá a un año van a pelearse para ver quién es más opositor. Y ese espacio ya lo tenemos colonizado nosotros. Como te digo, van a venir al pie.
Para corroborar las premoniciones de Escudero, el 8 de diciembre la CGT lanzó otro paro general, ahora con varios dirigentes más codeándose entre ellos para aparecer en la foto del palco. Un mes y cuatro días después el escenario había cambiado completamente, y mi jefe volvía a tener razón.
- Lástima que me pierdo pasar las fiestas en mi casa -dijo Marcelo en el café-, yo ya tenía comprado el pasaje para Córdoba. Parece que se va a poner movidita la cosa en un par de días.
- Mirá Marcelo, si es una joda del día del inocente no estoy de humor.
- ¿Ma qué joda? Andan armando algo con Rico, me dijeron. Se va a levantar en estos días.
- ¿Armando quién?, ¿quién te dijo?
- Escuché en el partido, Cañón andaba en eso.
- ¿Carlos Cañón?
Estuve a punto de decirle que no nos había dicho nada, pero me contuve justo a tiempo. Si la gente del riojano estaba moviéndose sin nosotros, solamente quería decir que se querían posicionar al lado de los “carapintadas” sin el resto de los sectores del grupo Olleros. Querían cortarse solos, o al menos aislar a los marinos y nuestros socios. Pero también podía ser un anzuelo de los peronistas, que lo mandaban al pánfilo de Marcelo a tirarme carne podrida. Pedí otro café, y Marcelo se levantó antes de que llegara el mozo.
Esperé que saliera del bar y comencé a seguirlo. Como fuera, era irrelevante si era verdad o mentira que los peronistas conocían alguna movida de los “carapintadas” que nosotros desconociéramos. Lo cierto es que tenían esa intención de hacer un doble juego, y la torpeza del cordobés la puso de manifiesto. Lo vi entrar en un café en la calle Cangallo, mirar desde la puerta hasta encontrar a alguien, y sentarse. Salió diez minutos más tarde, y de inmediato salió Escudero.
Me quedé esperando unos minutos para ver si salía alguien más. No salió nadie. Me acerqué al bar y entré, aun sabiendo que hacía una estupidez. Miré las pocas mesas ocupadas, una pareja de estudiantes, un par de hombres solitarios, dos mujeres platinadas tomando el té.
Volví a casa pensando en qué significaba que un idiota como Marcelo me pasara información dudosa, que Escudero mande a Marcelo a mandarme carne podrida. ¿Me querrían desactivar? Desde que comencé a trabajar para él, para ellos, nunca dejé de informarle exactamente qué es lo que estaba haciendo, ni dejé de consultarle antes de dar un paso. Me había ayudado varias veces, la última asistiéndome cuando se fue Roxi. Era lo más cercano a un amigo que tenía, aunque tengo claro que en este trabajo no hay amigos. No podía dudar de mi lealtad. Ni de la calidad de mi trabajo, de la que nunca se había quejado. ¿Me estaría probando? ¿Para qué?
Las lealtades estaban cambiando muy rápidamente en estos tiempos. Los que se habían acercado al alfonsinismo en los primeros meses de gobierno ahora estaban alejándose trayéndonos buena información. Los sindicalistas ortodoxos habían sido los primeros en cristalizar una relación política con nosotros, porque habían colaborado con las fuerzas armadas desde siempre.
Los renovadores estaban comenzando a quebrarse y de a poco se acercaban a los ortodoxos: el gobernador riojano había dado el salto más espectacular y sobreactuado, pero lo que pareció un suicidio político en la primavera de los renovadores se convirtió en una movida magistral que lo ubicaba ahora como el referente que aglutina todo lo que anda dando vueltas.
Nuestras primeras conversaciones hace unos pocos meses fundaron también las bases para un acuerdo con nuestro grupo, y nuestro bautismo de fuego conjunto fue la crisis de Semana Santa. Pensaba en todo eso y no entendía por qué Escudero me mandaba un tipo como Marcelo. Habíamos construido mucho poder, y estábamos construyendo más. Lo llamé por teléfono para ver si capturaba alguna explicación.
- ¿Qué tal, Escudero, cómo le va? Mire, he tenido una información, me la dio una persona poco confiable: Marcelo, el cordobés. Me dijo que esperaban que hubiera movimientos del grupo de Rico en estos días, que se enteró eso en el partido. ¿Tenemos algo que ver nosotros?
- ¿Qué más sabe, Bermúdez?
- Sólo eso, por ahora. Me dijo que no podía volver a su casa para año nuevo. No me dio nombres pero sugirió que estábamos nosotros también en el asunto.
- Ahá, ¿y usted le informó a alguien?
- No, solamente a usted, en este momento, yo mismo me enteré hace una hora, más o menos.
- Está bien, Bermúdez, véngase a mi oficina ahora mismo.
Colgué con más incertidumbre aún que con la que había llamado. Llegué a su oficina más rápido que lo acostumbrado también.
- Buenas tardes, Escudero.
- Siéntese, Bermúdez. Al grano: he visto que usted tiene buena relación con la gente de Menem.
- La necesaria, trato de mantenerme cerca para conocer sus pasos.
- Bueno. He visto cómo trabajó en Semana Santa, hizo un buen trabajo. Pero no me quedó claro para quién lo hizo.
Me puse pálido.
- ¿A qué se refiere? Cumplí con las instrucciones y el plan que nos habíamos fijado.
- Sí, sí. Pero lo vi muy cerca de Cañón y esa gente.
- Mire, no sé muy bien a qué juega Cañón, me dio la sensación de ser un hombre del ejército pero también muy cercano a Eduardo Menem. Me mantuve cerca porque creo que parte del ejército está cerrando directamente con los Menem, por afuera de nuestro grupo. Eso ya se lo había comentado. Y me interesa descubrir qué es lo que están cocinando.
- Está bien, está bien, eso ya me lo dijo. Ahora, ¿a usted le han ofrecido algo?, digo, si llegan al gobierno.
- ¿Qué? ¡No, de ninguna manera! No me han ofrecido nada. Supongo que tienen claro en dónde estoy parado y que no estoy en el mercado de pases.
- Bueno, mire, van a tentarlo en estos días. Están comprando todo.
- Perderán el tiempo conmigo. Usted debería saberlo.
- No sé, Bermúdez, tenemos que ver. Capaz que conviene que usted trabaje con ellos y desde allí opere con nosotros.
- Escudero, esta gente es medio peligrosa, son muy poco serios...
Mire, esta gente va a llegar al poder. Y nosotros los vamos a ayudar. Usted será nuestro hombre en el corazón del menemismo. Considérelo un acto de servicio. Ahora vamos a Bella Vista que el show está por comenzar.
El cartel en la entrada de la quinta decía “Los Fresnos”. Cuando llegamos estaban Cañón, Lentini y su suegro, Fernández Gil. Un rato después llegaron el senador riojano y un tal Berni, un médico camarada de Aldo Rico.
- Lo vamos a traer acá -dijo Fernández Gil-, como la prensa está en la Escuela de Infantería, cuando lo vean salir van a seguirlo hasta esta casa. Vamos a aguantar acá unos días hasta que tengamos listo el regimiento en Corrientes.
- Perdón -interrumpí-, ¿Corrientes, dijo?
- Sí querido, Monte Caseros. Ya está casi listo pero necesitamos una maniobra de distracción. Por eso lo traeremos acá, para hacer mucho ruido. Después Salvador lo va a sacar por la cochera, que se comunica con los fondos de la casa de atrás. Necesitamos que ahí no haya nadie de la prensa ni el gobierno.
En ese momento entró Marcelo, que pareció sorprenderse cuando me vio.
- Vos Marcelito encargate de tener despejada la calle de atrás. A esta hora lo están llevando a Aldo para forzarlo a que pida el retiro. Aldo se va a negar y va a volver a General Lemos. En dos días estará acá.
La reunión terminó en la intrascendencia porque vimos que había demasiados huecos por cubrir.
- Lo van a dejar colgando del pincel -sentenció Escudero-. Fíjese que nos citaron para darnos instrucciones pero no nos consultaron, los civiles creen que ellos solos pueden armar todo esto sin coordinarlo con nosotros.
- Pero si nos oponemos nos quedamos afuera.
- No nos vamos a oponer, pero vamos a generar algún hecho que les desarme la jugada, como un atentado o un copamiento. Tome esta carpeta, hay información de dos o tres lugares que podemos copar. No nosotros directamente, pero sí una unidad que manejamos, la del Comandante Estrella. Encárguese de que en dos días tengamos algo que les desmorone lo de Monte Caseros.
Rico eludió la vigilancia policial y se escapó de “Los Fresnos”, en donde se había acuartelado después del año nuevo. El intendente local, hombre de Menem, ayudó atravesando un camión de basura en la calle de atrás para evitar el tráfico, y el comisario a cargo ordenó liberar la zona. Sacaron a Rico en el baúl del auto de Fernández Gil y a las pocas cuadras, en la esquina de Pardo y la Avenida Gaspar Campos, lo pasaron a una ambulancia, que siguió por la avenida hasta José C. Paz, atravesando San Miguel. El intendente de San Miguel también había liberado la avenida, de modo que en menos de media hora la ambulancia ya estaba en la ruta 9 camino a Rosario, donde el “Tati” Vernet lo esperaba con un avión de la gobernación de Santa Fe para llevarlo a Corrientes.
Los peronistas santafesinos habían creado una “cooperativa” de poder que incluía a Lorenzo Miguel, de modo que fue relativamente fácil para ellos coordinar el uso de la logística estatal, sobre todo para Vernet que acababa de terminar su gestión como gobernador de la provincia. El peronismo se había movido muy bien en esas cuestiones, pero no se había terminado de asegurar la lealtad y coordinación de los regimientos del interior.
El 16 de enero el país supo que Rico se encontraba en el Regimiento de Infantería 4 de Monte Caseros. Tal como preveíamos, los apoyos que esperaba demoraban en llegar: las pocas unidades que se levantaron en San Luis, San Juan y Neuquén fueron sometidas en un par de horas. No habían prestado atención al hecho de que muchos oficiales “carapintadas” habían sido relevados o retirados en los últimos meses, y los que aún quedaban al mando de tropa no estaban seguros de que querían inmolarse en una movida generada por los mismos peronistas que la mayoría de ellos despreciaban. Y finalmente, desconfiaban de la ubicuidad de Rico, que parecía ocupar todo el centro de la escena con reclamos que parecían más un acto de vanidad que la reivindicación que demandaban.
Al día siguiente solamente un regimiento lo había apoyado, el de Río Turbio. El único que había usado sus contactos con las fuerzas armadas para apoyar a Rico fue el intendente recién asumido de Río Gallegos, nuestro viejo amigo Néstor Kirchner. Sergio Berni, el médico que había conocido en Los Fresnos, había comandado el levantamiento en la Patagonia, en su cuartel de Rospentek. Pero no les alcanzaba; los “carapintadas” advertían que su posición se volvía insostenible. Aún faltaba nuestro aporte a la confusión: había diseñado el copamiento de Aeroparque, y la función estaba por comenzar.
La radio crepitaba por el viento caluroso del norte, cuando escuché la voz del Comodoro Estrella: Entramos en cinco, cuatro, tres, dos, uno. Entonces se cortó la comunicación y los hombres armados abandonaron las camionetas de OCA apostadas en las entradas de Aeroparque. Al mismo tiempo, otro grupo de unos siete u ocho hombres salía de los hangares de la Fuerza Aérea y corría hacia la torre de control. No eran más de veinte, o veintidós, pero estaban bien entrenados y sabían lo que hacían.
El grupo que comandaba Estrella entró al despacho del jefe del aeropuerto para tomarlo prisionero, pero no encontraron a nadie. La secretaria, aterrorizada, les dijo que había tenido que salir por una cuestión personal. Estrella estaba furioso, pero de todos modos constató que la ocupación de Aeroparque había sido un éxito táctico.
- Acá Estrella, ¿me escucha? Tenemos todo controlado, pero el jefe acá se fue, tenemos a la secretaria retenida. Digamé como estamos en otros lugares...
La radio crepitaba cada vez más, pero alcancé a decirle a Estrella que estábamos difundiendo su proclama y que consolidara su posición. La operación se había lanzado bajo la consigna “Dios lo quiere”, y los oficiales y civiles que participaban del copamiento al aeropuerto porteño pretendían asesinar al jefe del Estado Mayor de la Fuerza Aérea y avanzar sobre el poder.
El efecto de la proclama fue casi instantáneo: a los pocos minutos de difundirla las unidades militares que estaban en duda comenzaron a desmarcarse de los “carapintadas” y alinearse junto al gobierno. La desmesura de lo que planteaban los integristas católicos que estaban con Estrella era demasiado, incluso para los mismos hombres que conspiraban junto a Rico. Los mismos hombres que lo apoyaban comenzaron a pedirle que se rindiera.
Mientras tanto la Gendarmería reaccionó y en menos de una hora había rodeado todo el perímetro del aeropuerto. Comenzaban a acercarse a los hangares y la torre de control cuando llegó un funcionario judicial que ordenó la evacuación de toda la gente que estaba cerca. La camioneta desde donde seguíamos a Estrella estaba justo frente a la puerta de arribos, pero del lado de la Costanera. Era un lugar privilegiado y uno de los pocos desde donde podía establecer comunicación con Estrella, porque para evitar interferencias estábamos usando equipos muy amateurs.
- A ver usted, córrame la camioneta por favor.
- ¿Y usted quién es?
- Soy el Fiscal Aníbal Ibarra, a cargo de la causa, retírese de inmediato o lo hago sacar con la fuerza pública.
Alejarme significaba aislar a Estrella y perder el control sobre el operativo. Pero quedarme no era una opción porque no podía arriesgarme a que me detuvieran y encontraran el walkie-talkie con el que me comunicaba.
- ¡Pero vayasé carajo! ¿Qué mierda espera, que lo saque la Federal?
Me desplacé unos 150 metros y estacioné detrás de un carrito de choripanes, pero desde allí ya no lograba comunicarme con el Comodoro. Carajo, pensé, van a creer que los estoy entregando, que armamos una ratonera. Que ésta es la ratonera. Si estos milicos abren la boca estoy muerto, y si complican a Escudero estamos peor. No me van a creer que este pendejo arrogante me echó del lugar con amenazas de cuarta.
En ese momento tuve una idea que me pareció brillante. Encontré una botella plástica tirada en el cordón de la vereda. La levanté y comencé a recortarle una abertura en un costado, de modo de poder insertar en ella el walkie-talkie. Saqué la antena por el pico de la botella y controlé que funcionara: la radio crepitaba pero no escuchaba nada. Cerré la camioneta y volví a pie, mezclándome entre los curiosos y la prensa. Me paré detrás de un árbol que estaba a unos treinta metros en línea recta del lugar donde debería estar Estrella, y comencé a llamarlo. No lograba que me escuchara; mientras tanto, un par de personas me veían hablando con una botella plástica.
La situación era absurda, estaba haciendo el ridículo y arriesgándome, pero no podía dejar que los desaforados que habíamos conducido al interior del aeropuerto comenzaran a hacer estupideces por su cuenta. Si llegaban a matar a una sola persona sabíamos que los oficiales leales al gobierno los iban a apretar hasta hacerlos confesar quiénes estaban detrás. El tipo de fanáticos que habíamos utilizado es inquebrantable hasta que se siente traicionado: si eso llegaba a ocurrir serían capaces de generarnos problemas graves no sólo con el gobierno, sino también con los peronistas.
Escudero estaba negociando con ellos su ascenso a capitán de fragata, porque Alfonsín se negaba a ascenderlo. La única forma que tenía el presidente de paralizar su carrera era mediante una enorme presión política que incluyera también a la oposición, porque según los reglamentos no podía interferir en los ascensos de cada arma. Si los peronistas apoyaban a Escudero, el presidente no podría evitar su ascenso. Si los peronistas se enteraban de las razones de nuestra movida con el Comodoro Estrella, no tardarían en dejar a Escudero a la intemperie. Eso significaba bastante más que perder un ascenso: significaba posiblemente su expulsión de la Armada y posiblemente la cárcel.
En un momento me aparté de donde estaba, necesitaba estar más cerca del edificio. Estaba por extender la antena a través del pico de la botella cuando apareció otra vez el fiscal Ibarra.
- ¿Pero no le dije que se fuera? ¡Se me manda a mudar ya mismo, estúpido!
Contuve mis ganas de abofetear ese abogaducho pedante porque estaba con el walkie-talkie en la mano, camuflado dentro de esa botella verdosa y opaca. Dos o tres policías me miraron y tuve que alejarme de allí. Cuando llegué al carro de choripanes la camioneta no estaba.
- Se la llevó una grúa, jefe, la hizo retirar el tipo ése de rulitos, el de saco celestito, ¿vio? El que tiene toda la tele alrededor.
Me quedé mudo. Las cosas no podían haber salido peor. Hice lo único que podía hacer: volver a la oficina y enfrentar a Escudero.
- ¡Estúpido! ¡Estúpido! ¿Cómo mierda va a dejar la camioneta sola?
- Pero no tenía ninguna documentación -le dije a Escudero-, y la radio me la quedé yo.
Le mostré la botella con el walkie-talkie adentro.
- ¡Desaparezca de acá, imbécil! ¿A qué mierda se cree que está jugando, a los soldaditos? ¡Un payaso, eso es usted!
Dejé la radio en su escritorio, pero el temblor de mis manos hizo que la apoyara mal y se cayó al suelo. Me estaba agachando para recogerla pero Escudero me detuvo:
- ¡Retiresé inmediatamente, imbécil!
Nunca me habían tratado así, ni siquiera cuando comencé a trabajar en el diario, que me equivocaba cada veinte minutos y desesperaba al director. Solamente en los primeros tiempos en la ESMA me habían... bueno, eso estaba en el pasado, eso no existe.
Recordé con vergüenza mi expresión estólida cuando el puestero me dijo que la grúa se había llevado la camioneta, y mi carrera desesperada tratando de alejarme de la multitud hasta ver, un par de cuadras hacia el centro, una grúa llevándose la F-100 pintada de morado, yo corriendo desesperado con mi uniforme de cartero y la botella de plástico en la mano, las letras blancas formando el logotipo de OCA perdiéndose en el tráfico.
Me enteré por la radio de mi casa, mientras me daba un baño, que Estrella y su grupo se habían rendido, y que momentos después, a las 19:30, el ministro de Defensa había anunciado que Aldo Rico, el líder “carapintada”, se acababa de rendir y el levantamiento de Monte Caseros estaba aplastado. Había sido una victoria, pero humillante como sólo puede serlo una victoria humillante.

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