viernes, 22 de mayo de 2020

Capítulo 13: Don Alfredo


- Vení Roby, que tengo que hablarte.
Mi hijo se acercó dubitativo y se sentó a mi lado.
- Yo quería contarte una cosa muy linda, que sé que te va a poner contento. ¿Viste que la tía Roxi nos acompañó mucho todo este tiempo? Bueno, ella te quiere mucho. Le gusta jugar con vos con los rastis y la pelota. Bueno, con la tía Roxi vamos a darte un hermanito, para que puedas jugar con él y cuidarlo.
Roby me miró sin entender demasiado. Y me habló por primera vez desde la muerte de su madre:
- ¿Mamá?
- Mamá desde el cielo está contenta también, porque vas a tener ese hermanito. El otro hermanito, el que se fue con ella, la cuida en el cielo. Y el otro que viene, que lo trae la tía Roxi, va a venir para cuidarte a vos.
- ¿Y a vos quién te cuida?
- A mí me cuidás vos, hijo.
Lo abracé para que no me viera llorando, pero no pude disimular mis convulsiones ni mis gemidos. Un segundo más tarde mi hijo lloraba conmigo. Se rompió ese dique que contenía mis dolores, mis angustias, todas mis pérdidas desde que me llamó a su despacho el director del diario, en algún momento de 1977, para avisarme que me buscaban los militares y tenía que esconderme. Aquélla era una vida que había sido la mía, pero que en esos años había dejado de serlo. Lloré por cada muerte que me rozó la mano, por las que vi y las que causé, defendiendo a las personas que amaba. Lloré de impotencia. Lloré de miedo. Lloré con culpa.
Después de un tiempo que no podría calcular me levanté del sillón, alcé a mi hijo y salí al patio. Dejé que el sol de otoño, cálido y amable, nos cubriera de ese reflejo dorado. El sol da comienzo al día y a la vida, pensé. Sea como sea debo cuidar que me siga iluminando, y a Roby, y a Roxi, y al bebé que está en camino. Salir de esa penumbra que era mi vida no sería fácil, si es que alguna vez lo lograba, pero no podía dejar de intentarlo.
Debía contarles mis suegros que yo esperaba otro bebé, con esa mujer que ellos creían una pariente o una amiga de Claudia. No había forma posible de que lo tomaran bien, y solamente aspiraba a que Roby pudiera seguir contando con sus abuelos, que mantuviera en su vida a personas que lo amaran y lo cuidaran.
- Usted es un miserable. No vuelva a poner un pie en esta casa nunca más.
Mi suegra fue un poco más sensata, contuvo su ataque de llanto hasta preguntarme qué le había dicho a mi hijo.
- Le dije que su mamá le mandó otro hermanito para que nos cuide.
Ahora ambos lloraban.
- Yo puedo entender cómo se sienten y también entiendo si no me quieren ver nunca más. Pero les ruego que no dejen de ser los abuelos de Roby. Yo puedo aceptar todo lo que ustedes me exijan, pero solamente les pido que podamos tener diálogo para criar a Roby.
- Váyase a su casa, y dígale a Roby que venga que es la hora de la cena.
Mi hijo seguía durmiendo en lo de mis suegros y después de desayunar se lo llevaban a una guardería. Almorzaba conmigo en casa cuando yo no estaba en el centro, y cenaba en lo de mis suegros. Había comenzado a hacerme cargo del negocio de Claudia, que había sobrevivido en piloto automático gracias a Tatiana, su empleada. Pasaba por allí un par de veces por semana para asegurarme de que el negocio funcionara, y también, subrepticiamente, para controlar a los chicos de la máquina expendedora.
- ¿Sabe Doctor? Me parece que los muchachos ésos andan en algo raro. Se llena de pibes cada vez que vienen.
- No se preocupe, Tatiana, seguro que les quieren manguear latitas. Usted ocúpese del negocio.
Tuve que pedirle a Corcho que ajustara a los vendedores porque comenzaban a hacerse demasiado evidentes, hasta para una vendedora escasa de luces como Tatiana.
- Parece que tu mujer la eligió a propósito -se rió Corcho al conocerla en un cumpleaños de Roby-. Es tan sexy como un yogur dietético.
Pensé que había sido una buena idea de Claudia contratarla, porque la belleza de cualquiera de las otras vendedoras del mall era un agravio para las madres jóvenes que atendían como podían a su prole reciente. Su aspecto tosco la había vuelto popular y se había convertido en una vendedora eficaz. Tanto que comencé a blanquear allí parte de mi dinero. En dos meses había abierto locales en Córdoba y Rosario, y establecido contactos con proveedores italianos y franceses. Decidí no informar a nadie sobre estos avances, ni siquiera a Roxi.
Mi hija nació el 24 de marzo, apenas alcancé a llegar al sanatorio a tiempo porque me demoró una muchedumbre de gente con pancartas. Esta vez no eran los desharrapados que habían comenzado a cortar rutas en Tartagal o Cutral-Có, no eran los hambreados del conurbano, ni los empleados de alguna fábrica que cerraba sus puertas. Eran jóvenes, casi todos, y las pocas personas mayores tenían pancartas con fotos en blanco y negro. Yo estaba demasiado impaciente para averiguar quiénes eran. Corcho me recibió con los ojos inyectados, y más ansioso que nunca.
- ¡Boludo, creí que no llegabas!
- Me agarró una manifestación cerca de Sociales, un montón de pendejos con carteles. ¿Dónde está Roxi?
- Acaba de entrar al quirófano. Le van a hacer cesárea.
Roxi había determinado que la bebé se llamaría Esperanza. Como una revancha sobre los tiempos que habíamos vivido, o un conjuro que ahuyentara los demonios que habitaban nuestra historia. Ni siquiera lamentaba no poder usar su apellido verdadero, pero su familia materna comprendía que había tenido un marido que resultó un mafioso y que, según ella, había sido asesinado un tiempo después de que se separaran. Llevaría el mío, el real, que era lo suficientemente anodino como para continuar siendo anónimo.
Roby sintió un súbito interés por su hermanita, tanto que en los últimos días antes del parto había vuelto a saludar a la “tía Roxi” con el cariño de siempre. Mis suegros habían vuelto a hablarme, lo que era difícil de entender para cualquiera que no conociera la ordalía por la que habíamos atravesado antes. Comencé a llevar a mi hijo a la escuela todos los días, y de a poco parecía que nuestra vida comenzaba a ser normal.
En esos días mi suegra me encontró en la cocina de casa.
- Mire, Julio, no quiero ser metida, pero, ¿no sería más conveniente que usted traiga a la mamá de su hija a su casa? Lo veo yendo y viniendo todo el tiempo. Lo digo por Roby, ¿eh?
- Sí, señora, tiene razón. La verdad es que me costaba hablar de este tema con ustedes...
- A mí lo único que me interesa es que mi nieto tenga más tiempo con su padre, nada más.
- Roxi por ahora no vive en Buenos Aires, pero debería plantearle que se venga, ¿no?
Mi suegra tenía razón: mi vida era caótica en esos meses. Llevaba a Roby a la escuela temprano de martes a viernes, los viernes a la siesta tomaba un vuelo a Montevideo para estar con Roxi hasta el lunes al mediodía, en que tomaba otro a Buenos Aires. A veces viajaba con Roby, y entonces tenía que faltar a la escuela.
Comencé a indagar acerca de la banda de los colombianos, tenía que saber si habían intentado rastrear a Roxi. Pero en esos momentos estaban más entretenidos en la cúspide de sus negocios que en ninguna otra cosa, tanto que ya comenzaban a filtrarse las internas familiares que comenzarían a atravesar a todos los cárteles colombianos. La ex familia política de Roxi no sería la excepción, y en poco tiempo seguirían los pasos de los clanes más poderosos que ya habían comenzado a resquebrajarse desde el alejamiento de Bush del gobierno.
- La situación es ésta: la familia de tu ex está suficientemente entretenida. Se olvidaron de vos por completo. En poco tiempo más van a querer acaparar lo que dejen otros grupos que se están desmoronando, y ahí se van a comenzar a matar entre ellos. En un año, a lo sumo, el que no esté preso habrá muerto a manos del otro.
Roxi me miraba sin pestañear mientras amamantaba a la bebé. Corcho sonreía imaginando futuros negocios. Roby jugaba en el living ajeno a todo.
- Creo que se pueden venir a Buenos Aires conmigo. Roxi, quiero que te vengas a Buenos Aires conmigo. Te quedás en mi casa, podés controlar tus cosas desde allá, tenés a la familia de tu mamá que te puede ayudar con la bebé.
- Roger, si es así me parece que lo mejor es que solamente Roxi y la nena se vayan con vos. Yo mejor me quedo acá para cuidar los negocios, ya me acostumbré a Montevideo. Aparte, me parece que estoy medio quemado en Buenos Aires.
- En Buenos Aires nadie te conoce, pero sí, a la semana ya estarías quemado.
Nos reímos todos, y se distendió el ambiente. Era cierto que resultaba conveniente que Corcho quedara en Montevideo porque las autoridades argentinas no podían encontrarlo aún si quisieran hacerlo, y las uruguayas no tenían razones para buscarlo. Los vuelos a Miami y México tenían menos controles allí que en Buenos Aires, y de este modo mantenía un perfecto anonimato: Buenos Aires se había comenzado a llenar de mano de obra desocupada que se reciclaba en el sistema de seguridad privada, y no sería bueno que algún amigote terminara reconociéndolo en la calle o en un supermercado.
Mucho menos alguno de los ex Montoneros que ocupaban el gobierno: yo me había topado con uno de los pibes que conocí en “la pecera”, que por suerte no me reconoció. El hecho de estar vivos nos convertía en sospechosos a los dos, pero, al menos, sospechosos del mismo crimen.
En cambio, Corcho podía ser expuesto en esos actos relámpagos que los hijos de desaparecidos organizaban frente a las casas de los represores. Los llamaban “escraches”, y eran la prueba de que los indultos del presidente no habían terminado de sepultar el pasado, que venía como una rutina perversa a despertarnos de nuestro sueño del eterno presente.
Dos semanas después Roxi se estaba instalando conmigo en Liniers, en la casa que había acondicionado. Le parecía ridículo mi sistema de seguridad consistente en ingresar siempre por la casa del lado, mucho más humilde que mi pequeña fortaleza, pero tuve que recordarle que, al menos por ahora, ninguna medida era exagerada. Roby había comenzado a venir a dormir a casa de vez en cuando, porque quería estar cerca de su hermanita. De a poco hasta mis suegros comenzaban a flexibilizar su postura. Pero esa paz tampoco duraría mucho.
- Carré, tenemos un problema con un amigo de la casa.
- Dígame, senador, ¿cuál es el problema?
- Tenemos a gente de la prensa molestando a Don Alfredo, ¿lo recuerda? Es un gran amigo de Carlos y mío.
- Sí, claro, lo recuerdo perfectamente.
Recordaba también que Corcho estuvo a punto de asociarse con él, entrando en una trampa de la que yo sabía que no sería capaz de salir. Como que ninguno de los que se asoció con él había salido indemne de sus negocios. De todos modos, después de persuadir a Corcho de que no se asociara con él, dejó de interesarme. Había decidido no meterme con nadie que fuera amigo directo del presidente o su hermano.
- El caso es que está esta gente de la revista Noticias dando vueltas, preguntando mucho. ¿Ha leído la revista?
- No, la verdad es que no leo esa porquería.
- Debería, al menos para saber quiénes están diciendo qué cosa. El tema es que se rumorea que van a publicar una foto de Don Alfredo. Usted sabe que siempre cuidó mucho su bajo perfil. Y bueno, esto sería muy grave, porque si su rostro se hace conocido tiene miedo de tener problemas de seguridad.
- Pero si mal no recuerdo el ministro Cavallo decía que tenía un aparato de seguridad muy bien armado...
- Cavallo dijo muchas cosas, muchas barbaridades. Se equivocó. Y por eso salió del gobierno.
- Creí que se habían enfrentado por un problema de mercados, porque quería introducir a FedEx y Yabrán no lo dejó.
- No, el Doctor Cavallo tuvo presiones para ir contra Don Alfredo. No era sólo esa empresa, eran varias más que querían quedarse con esos negocios. Y estaba la embajada, que le prometió apoyarlo para ser presidente en el '99 si les conseguía todo eso. No, no. Era un problema más vasto. Pero el punto es que la gente de esa revista quiere sacar más información, y eso puede perjudicarnos a nosotros también.
- ¿Y cómo puedo ayudarlo?
- Busque la forma de parar esa investigación. Hasta el Doctor Duhalde está preocupado por este tema, así que si hace falta también él puede ayudarlo. Otra cosa: ¿ha tenido noticias de Río Tercero?
- No, lo último que supe es que el juez que investigará ya está compenetrado con nuestra línea de trabajo. Yo me encargué de convencerlo. De modo que se enfocó en los elementos que demostraban que fue un accidente y se deshizo de los demás.
- Yo no quiero meterme con sus métodos, Carré, pero hubo siete, ocho muertes.
- Lo sé perfectamente, senador. Pero también sé que las consecuencias para el gobierno hubieran sido difíciles si no actuábamos rápido. De todos modos se compensará a las víctimas y no pasará a mayores.
- Pero está esta mujer, Gritti creo...
- Sí, la viuda de un hombre que falleció ese día. Pero no se preocupe, no pasará nada.
- Espero que así sea, Carré. Que tenga buenas tardes.
Lo que me faltaba, que quisieran correrme con la vaina de la moral. Me llamaron sabiendo que hacía falta algún trabajo sucio, y ahora les pesa en las conciencias que hubieran unas pocas víctimas. Nunca podré enrostrarles las horas que nos costó diseñar esa operación para reducir al mínimo los peligros. Nunca sabrán lo que significa charlar con una persona que tal vez al otro día se encuentre en el lugar equivocado, sin poder siquiera advertirle.
El camionero al que tuve que apuntar a la cabeza se acordará de un tipo que lo amenazó con un arma, no del tipo que, en ese mismo acto, le salvó la vida, y la de su familia, y la de media manzana. El escándalo internacional fue un precio demasiado bajo en comparación con las consecuencias que el gobierno y el país podrían haber sufrido si esa comisión entraba a la fábrica de Río Tercero a contar misiles. O si encontraban las ojivas nucleares que sacamos la noche anterior.
De todos modos esas palabras eran una llamada de atención, una señal de que debía cuidarme más que nunca y preparar una red de cobertura. Yo no podía quedar desprotegido. Antes de comenzar el nuevo encargo me fui a mi archivo privado y preparé una serie de dossiers sobre distintos miembros del gobierno y distintos hechos. Si algo me pasaba esa información llegaría a los medios, a las embajadas, o a los servicios de inteligencia.
Ahora bien, ¿a quién le dejaba esa información? No podía comprometer a Roxi, Corcho no era confiable, Escudero estaba deprimido por su batalla judicial. Tenía que pensar en alguien a quien no pudieran vincular conmigo, pero que encontrara atractivo un acuerdo para acceder a ciertos datos de tanto en tanto, y que pudiera mantener su palabra de ayudarme llegado el caso. Mis carpetas podían garantizar cualquier acuerdo. Ese día hablé con Magnetto. Y después, hablé con Duhalde.
Para las fiestas de fin de año no quise cruzarme con Eduardo Menem. Había pensado en invitar a los padres de Claudia para que pasaran Navidad con nosotros en Montevideo, pero el sentido común indicó que debía pasar ambas fiestas en mi casa. No eran las primeras fiestas sin Claudia, pero aún estaba demasiado fresco el dolor por su muerte, y además apenas estaban digiriendo mi relación con Roxi. Ajeno a todo, Roby había atravesado rápidamente su duelo, contenido por Roxi y deslumbrado por su hermanita. Entre tanto, yo había reemplazado nuestros viejos Motorolas por un juego de Star Tac para Corcho y Roxi, y para mí.
Tampoco podía alejarme de Buenos Aires porque debía monitorear el seguimiento de los periodistas que hostigaban a Yabrán. No se sabía muy bien qué información podían llegar a tener ni qué tan cerca del gobierno podían llegar. Era crucial que nadie accediera a una foto del empresario, que había transitado los pasillos de varios gobiernos pero nadie le conocía el rostro. Salvo Corcho, y yo, y alguna otra poca gente. El secreto que lo rodeaba era tan espeso que ni siquiera quienes debíamos protegerlo sabíamos muy bien dónde vivía ni por qué lugares se movía. Hasta que apareció en la tapa de Noticias.
Fue Roxi quien me lo señaló en un kiosco de revistas:
- Mirá Roger, ¿ése no es el tipo con el que mi papá estaba por hacer negocios?
Minutos más tarde recibí un llamado desde Punta del Este.
- ¡Carré, qué ha hecho con lo que le encargué! ¡Mire el desastre que es esto! ¡Tenía que alejar a los periodistas de este hombre y ahora está en la tapa de las revistas!
Por supuesto que nunca aceptaron que ni yo, ni nadie de mi equipo, sabía nada de este empresario, que ni siquiera los servicios de inteligencia nos habían brindado la información mínima para saber dónde había que ir a espantarle los periodistas que ahora lo sobrevolaban como moscas. Las baterías de mi teléfono comenzaron a agotarse al cabo de media hora de improperios y justificaciones.
En los días siguientes pude hacer dos o tres cosas: ubicar a este empresario, fortalecer su guardia personal con policías y militares exonerados, y comenzar a seguir a los periodistas que lo habían convertido en una figura pública. Corcho me ayudó a ubicar a varios agentes de seguridad que conocía por haber compartido los grupos de tareas en los ´70. Algunos habían sido expulsados de las fuerzas de seguridad por diversos delitos, pero mantenían una estructura de inteligencia subterránea bastante efectiva.
El empresario decidió no moverse de Pinamar, el lugar donde vacacionaba y donde había sido fotografiado en la playa, caminando con su esposa como un veraneante más. Pinamar había adquirido ese aire espeso que se respira en los lugares en los que circulan personas con demasiado poder, pero la mayoría de los veraneantes eran demasiado inocentes. Hacían grandes esfuerzos para ser demasiado inocentes: el idílico pueblito se había llenado de custodios, autos sin patente y vidrios oscuros, y tipos a los que se les caía la 9 milímetros en la arena cuando compraban un helado en la playa. En un curioso ejercicio de democracia convivían las modelos y los polistas con valijeros, sicarios y policías prostibularios. La pizza y el champagne.
La tarde del 24 de enero les encomendé a los hombres de la guardia que asustaran a los periodistas de Noticias, que no los tocaran pero que hicieran algo como para que entendieran que íbamos en serio.
- ¿Algo como qué? -me preguntó Prellezo, el jefe de la guardia.
- No sé, Gustavo, prendéles fuego el auto, una cosa así. Como para que entiendan.
Los que no entendieron fueron ellos, mis hombres.
Después de algunas horas de búsqueda encontraron incendiado el Ford Fiesta de la revista. Con el fotógrafo adentro.
Antes de prenderles fuego habían golpeado y torturado a José Luis Cabezas, el fotógrafo, suponemos que para saber si había obtenido más fotos comprometedoras. Yo no podía comprender ese nivel de ferocidad, sólo equiparable a la estupidez insigne que significaba asesinar así a un periodista, prácticamente a la vista de todo el mundo. No entendía qué podía haber pasado, en qué momento un simple operativo de custodia e intimidación había derivado en semejante brutalidad. Prellezo dejó de contestarme el teléfono, y ni siquiera el jefe de la policía bonaerense lograba dar con él.
Viajé de inmediato a Pinamar, para tratar de saber qué había pasado y qué podía hacer para limitar los daños y separar al gobierno de todo esto. Cuando llegué acababan de detener a los primeros implicados, una banda de matones amateurs que habían traído desde Los Hornos. Pedí interrogarlos antes de que llegaran el Fiscal y el Juez, y por supuesto la prensa.
Entré en la celda con una papa, un pelapapas y un salero. Los cuatro energúmenos que tenía frente a mí estaban esposados de pies y manos, y encadenados a la pared: no podían acercarse. Me senté en una silla frente a ellos. Tomé el pelapapas y comencé a pelar la papa en lonjas largas y parejas. Los cuatro hombres miraban, sin entender. Después rocié con sal la parte de la papa a la que le faltaba la cáscara, sin dejar de mirarlos a los ojos.
- Bueno, ¿quién de ustedes quiere ser el primero en probar el pelapapas?
Silencio.
Tomé al más delgado de ellos del antebrazo, y antes de que pudiera reaccionar le arranqué un par de centímetros de piel y cubrí la herida con sal. El aullido de ese hombre hizo temblar las paredes. Aullido de dolor, pero también de sorpresa, y de miedo. Uno de los otros tres se orinó encima.
- Para cuando llegue el juez vas a tener una cascarita igual que si te hubieras raspado con el borde de la reja, o con las esposas. Y como son cuatro van a creer que se lastimaron entre ustedes.
Dos de ellos lloraban, y el que había probado el pelapapas gemía en un rincón. Los cuatro temblaban.
- Ahora me van a contar, uno por uno, qué fue lo que pasó, quién los contrató y qué fue lo que hicieron.
Encendí mi grabador. Media hora después ya tenía más precisiones que las que jamás habría en el expediente judicial. También les había indicado qué partes de su relato debían olvidarse y en qué momentos debían confundirse cuando hablaran con el juez. Cuando me fui les dejé una franja de cáscara de papa a cada uno de los que no habían pasado por la pruebas del pelapapas.
Al otro, le indiqué que la sal le cicatrizaría la herida. Ofrecí gentilmente ponerle un poco más, por puro interés medicinal, pero lo rechazó balbuceando alguna cosa que no entendí. Una hora más tarde el juez pudo interrogarlos informalmente, y de acuerdo a lo que pude leer meses después en el expediente, estos hombres, los “horneros”, habían seguido mis instrucciones al pie de la letra.
Volví a Buenos Aires y me reuní con el Senador. Escuchó mi grabación.
- Lo mejor que podemos hacer es tratar de embarrar la cancha, ganar tiempo. Ya en pocas semanas la gente de Noticias podrá demostrar que la custodia de Don Alfredo fue la que mató a Cabezas. Mientras tanto creo que tenemos que profundizar la hipótesis de Duhalde, de que le tiraron un muerto.
- ¿Pero cómo vamos a prendernos de lo que diga Duhalde?
- No tenemos ninguna hipótesis mejor, senador. El doctor Duhalde salió a decir que le tiraron un muerto, y que fue un mensaje de la parte de la policía que tenía que decapitar. Si nos mantenemos en ese sendero lo podemos plantear como una interna de la provincia de Buenos Aires, que Duhalde no pudo contener ni manejar a su propia policía. Así podemos desviar la atención de las fotos de Noticias. Por ese camino lo sacamos del medio a Yabrán, todo el tiempo que podamos.
- ¿Y usted, qué cree?
- Creo que alguien le quiso pegar a Duhalde, pero también al gobierno nacional. Y por supuesto a su amigo. Creo que a Duhalde le cortaron la línea de mando de su policía, y si no está implicado su propio jefe de policía, entonces el golpe también es contra él.
- ¿A qué se refiere?
- Han liberado la zona. El jefe de la policía de Pinamar les dio carta blanca a estos tipos, pero desde semanas antes de esta barbaridad. El comisario Gómez responde a alguien más poderoso que el gobernador o el jefe de policía de la provincia.
- ¿Usted no creerá que Don Alfredo...?
- No, me parece un tipo demasiado inteligente para hacer algo así. Por más que lo haya perjudicado que publiquen su foto, sería demasiado torpe mandar a matar de este modo al fotógrafo. Usted me dirá si la voluntad de venganza de este hombre lo puede mover a hacer estas cosas, pero a mí me parece que no.
El Senador se quedó callado, meditando. Ninguno de los dos quiso recitar en voz alta una frase de Yabrán que pronto la prensa convirtió en titular: el poder es impunidad. ¿Sería posible que este hombre misterioso, de un poder fantasmal, fuese capaz de ordenar un crimen tan torpe frente a todo el mundo? Habría sido un despropósito fenomenal, aunque yo recordaba bien que la sensación de impunidad había perdido a muchos hombres.
Me acordé del tipo que habían mandado los Betos para buscar a Roxi, me acordé de Escudero, que se había expuesto demasiado y ya no podía salir a la calle en paz, me acordé del Almirante, que comenzaba a ser investigado por el robo de bebés durante la dictadura. Y me acordé de mí mismo, de que siempre las cosas me habían salido demasiado bien, y que a las consecuencias de mis acciones las habían terminado pagando otros, incluso mi propia familia.
Pensé que en algún momento siempre la suerte se acaba o el poder se pierde, pero mientras tanto uno no puede dejar de jugar al límite, y más allá del límite, en la ruleta desquiciada del poder. Recordé haberme cruzado con Alfonsín por la calle, acompañado sólo por un colaborador, y me pregunté si a su edad yo estaría en condiciones de hacer lo mismo. Por un momento, sólo por un momento envidié la suerte de quienes transitan el poder sin entrar en nuestros juegos brutales. “Pero los que no se embarran, no cambian nada”, concluí, dando por terminada mi meditación.
- ¿Y qué haremos cuando la hipótesis del Doctor Duhalde se caiga? Porque esa teoría no puede sobrevivir mucho tiempo.
Pensé: en ese momento Yabrán deberá comenzar a correr.
- Contratar buenos abogados. Mientras, trataremos de ir limpiando todo lo que lo relacione con este asunto. ¿Hay alguien a cargo del frente judicial?
- Está el Ministro Jassán.
El Senador notó mi gesto de preocupación. El Ministro de Justicia no era un hombre de muchas luces: normalmente apenas habría logrado ser un abogado de pueblo, pero el destino lo vinculó con el presidente en algún momento de su prehistoria. Era un testaferro en realidad, el verdadero ministro de Justicia era el hermano del presidente. Aguardé a que me diera alguna instrucción, pero no me dijo nada.
Ganamos varios meses de ventaja, hasta que estalló la noticia, filtrada por el mismo gobierno bonaerense: al analizar las llamadas realizadas desde las empresas del entrerriano, los investigadores detectaron incontables comunicaciones con el mismísimo ministro de Justicia. Quien había jurado, por supuesto, no conocer a Yabrán, a pesar de que Cavallo lo sindicaba como uno de sus hombres en el gobierno. Ya era irrelevante si la noticia era cierta o no, bastaba con que fuera verosímil, y lo era.
En esos pocos meses comenzaron a caer, como una mansa nevada, una noticia tras otra, dando cuentas del contacto permanente que había tenido el empresario con el presidente y su entorno. Hasta se supo que le había regalado una mansión al presidente, previendo su casamiento con una presentadora chilena con la que estaba comenzando a salir. En menos de seis meses se detectaron 58 llamadas entre la empresa de Yabrán y el ministro de Justicia. Se detectó también una llamada de uno de los sospechosos a un número de la empresa en el mismísimo día que estaban asesinando a Cabezas, a las 5:25 de la mañana.
El peso fue demasiado, y Elías Jassán renunció casi de inmediato, atribuyendo la información a una maniobra de los servicios de inteligencia, de Duhalde y de los extraterrestres. El exótico abogado volvió a ejercer su profesión, pero no pudo volver a ser vicepresidente de una de las empresas de Yabrán, cargo que ejerció mientras integraba la función pública.
La caída de Jassán comenzó a arrastrar imperceptiblemente la caída de Yabrán. En un intento por blanquear relaciones el Jefe de Gabinete invitó al entrerriano a una reunión pública, en la que se “escucharía a un empresario argentino acusado sin pruebas”. Pero las pruebas seguían apareciendo a medida que hablaban los hombres de su estructura de seguridad y se comprobaban las conexiones y sus vínculos con casi todos los sectores de la política argentina.
Me aprestaba a salir del Café del Molino, agobiado por el desafío de hacer desaparecer a Yabrán, cuando vi a “Chacho” Álvarez sentado en un rincón con Storani y Stubrin. La intuición me decía que estaban hablando de algo más que algún proyecto legislativo. Llamé a Flamarique.
- Alberto, ¿tenés idea de qué anda haciendo tu jefe con el Freddy y Stubrin?
- No sé, pero los he visto reunirse varias veces esta semana, ¿vos sabés algo?
- No, por eso te llamo. Averiguame qué quiere hacer Álvarez con los radicales, que me huelo algo raro.
No tuve que esperar un reporte de Flamarique, porque a los pocos días ya los encuentros entre ellos eran ostensibles. Se habían sumado Graciela Fernández Meijide y Raúl Alfonsín, y en ese momento noté que en los últimos meses Álvarez había dejado de criticarlos con la misma fuerza con la que lo hacían antes. Se había hablado de una alianza entre ellos pero me resultaba inverosímil: ambos pretendían disputar parte del mismo electorado, pero uno tenía el favor de los medios y el otro tenía solamente la estructura territorial.
De todos modos le encargué a Flamarique que motorizara la oposición a cualquier acuerdo adentro de su partido, y por otro lado me encontré con Rafael Pascual, que trabajaba para Fernando De la Rúa. De la Rúa y Alfonsín eran enemigos históricos; el primero pretendía representar al radicalismo más conservador y el segundo al sector progresista, pero en los últimos quince años se había impuesto siempre, de forma aplastante, el ex presidente. Paradójicamente, el único radical beneficiado por la reforma constitucional fue De la Rúa, quien más se opuso al Pacto de Olivos y a la reforma constitucional en sí: gracias a estos pactos que había denostado con dureza se convirtió en el primer jefe de gobierno de la ciudad elegido por el pueblo. Parecía obvio que querría construir su campaña presidencial desde su gestión municipal, y por lo tanto cualquier cosa que ocurriera en el Congreso opacaba su protagonismo.
- No creo que esto prospere, Carré, me parece que es una movida de estos tipos para generar prensa nomás.
- Yo no estaría tan seguro, Rafa, los dos sectores se necesitan para crecer, y ya están algunos medios dándole manija al tema de una alianza entre ustedes. Magnetto me dijo que están siguiendo el tema con mucha atención.
- No pasa nada, Julito, quedáte tranquilo.
- No sé. Sería desopilante verlos a ustedes llevándolo a un peronista como “Chacho” de candidato, prestándole toda la estructura a estos tipos. ¿Cuándo fue la última vez que los puteó o los acusó de cómplices nuestros, antes de ayer?
- ...
- Lo cierto, Rafa, es que para estas elecciones ustedes no tienen candidatos taquilleros, y los alfonsinistas van a querer a toda costa un acuerdo que les reporte muchas bancas, porque solos no se votan ni ustedes.
Rafael Pascual me miraba con los ojos inyectados. Terminó el café de un sorbo y me saludó con malhumor: cuando salió de mi oficina no cerró la puerta. Al día siguiente condenaba ante las cámaras y los micrófonos cualquier atisbo de acuerdo con el Frepaso.
- Rafa, perdón si te ofendí el otro día. Quería decirte nomás que si deciden ir solos yo puedo darles una manito con la campaña. Con información, y con efectividades conducentes.
- No hará falta Julio, pero gracias.
Ahora esto era una batalla personal contra Magnetto: el jefe del diario Clarín apoyaba decididamente la unión de los dos sectores más fuertes de la oposición, lo que favorecía el surgimiento de nuevos apoyos a cada momento. Las presiones para generar una alianza entre los dos partidos se hacían cada vez más evidentes, y multipliqué mis esfuerzos para mantener separado lo que Magnetto quería unir.
En realidad una derrota en estas elecciones no sería tan trágica: si debíamos perder el poder sería mejor que ganaran los radicales y encabezar la oposición. Si ganaba Duhalde, en poco tiempo el peronismo entero le respondería y nosotros nos volveríamos parias. Lo único que podríamos obtener sería la garantía de que la Justicia no molestaría a ninguno de nosotros, pero eso tampoco estaba seguro: seguramente habría de sacrificar algunos peones menores para contener a la oposición en manos de los radicales y sus socios. Y en este juego hacía rato que no sabíamos bien quién era un peón de quién, ni quién era el rey.
Estaban los negocios también. Hasta ahora habíamos logrado mantenernos a cubierto con Corcho porque éramos piezas menores y no afectábamos a los jugadores grandes, pero la interna entre Menem y Duhalde también se jugaba en ese plano. Yo no sabía si podría mantenerme mucho tiempo más como un actor invisible.
Habíamos comenzado a reemplazar la cocaína por pastillas y éxtasis, una droga nueva que se había vuelto furor en Punta del Este. Corcho estaba fascinado porque le había restituido su potencia sexual menguada por la cocaína, y no dejaba de ostentar sus relaciones con modelitos anoréxicas cada vez que lo visitaba. Al menos había aprendido a mantenerse discreto y se vestía como lo haría un empresario porteño, sin las extravagancias y colorinches que había importado de Miami. De este modo había logrado penetrar en círculos sociales que antes lo miraban con desprecio, y en poco tiempo hegemonizaba la distribución de éxtasis en los lugares donde retozaban los hijos de las élites sudamericanas.
Pero nada era seguro, de modo que comencé a invertir en fondos de inversión el dinero lavado a través de mis negocios de artículos para bebés. Y convencí a Roxi de que hiciera lo mismo. Ella estaba abocada al cuidado de los chicos y no quería saber nada de meterse en negocios. De hecho, había comenzado a descuidar la distribuidora de bebidas porque no quería saber nada con ese negocio, ni con ninguno que nos tuviera como socios a mí y a su padre.
La fiesta del consumo en Argentina comenzaba a declinar, y no era fácil encontrar rubros que pudieran ser rentables en el mediano y largo plazo. Aceptó invertir en una cadena de heladerías que estaba a punto de fundirse. Mantuvimos a sus dueños como fachada del negocio pero pusimos las acciones a nombre de la sociedad propietaria del piso de Roxi en Montevideo. Me encargué de sanear sus deudas, en algunos casos sugiriendo a antiguos proveedores de que podían tener problemas serios si no accedían a ofrecernos un descuento generoso.
Bastaron un par de llamadas y un par de cheques al portador para borrar cualquier deuda impositiva. Y volví a contratar a cinco empleados que habían sido despedidos de la empresa por imposibilidad de pagarles. Les pagué el doble de la indemnización que pretendían y que jamás podrían cobrar en tribunales a cambio de algunas condiciones: que desistieran de sus modestos juicios laborales, que aceptaran comenzar una relación laboral desde cero, sin antigüedad ni rubros molestos, y que respondieran directamente a Roxi. Cuatro de ellos se hicieron cargo de la producción y distribución de los helados, y el restante desplazó al contador que administraba la empresa. Hacia el fin de la campaña electoral habíamos vuelto a funcionar.
Perdimos las elecciones por unos diez puntos, que era lo máximo que estábamos dispuestos a aceptar. Nos había sido imposible evitar la Alianza, que ahora usaba una mayúscula, pero a cambio habíamos neutralizado a Duhalde. Y gran parte del dinero que gastó el Frepaso lo había aportado Flamarique a través nuestras fundaciones, de modo que nuestro hombre se hacía más fuerte dentro de su partido. En ese momento Duhalde, herido, comenzó su campaña más agresiva en contra nuestra, pero ya sus cartas estaban echadas y lo único que él podría hacer era intentar dañarnos. Pero aún estaba lejos de poder hacerlo.
Roxi se entusiasmó con las heladerías, y hacia el fin de año estábamos cerca de duplicar los 8 locales con los que habíamos comenzado. En cada uno de ellos instalamos también una expendedora de latas de gaseosas, pero por pedido de mi mujer solamente se vendían bebidas. Llegamos a la costa argentina para el comienzo de la temporada, y le concedimos a Corcho el capricho de abrir un local en Montevideo y otro en Punta del Este. También él estaba buscando negocios de superficie que le permitieran blanquear el dinero que había ganado en la última década.
Decidimos comprar unos campitos al norte de Manantiales, a unos kilómetros de Punta del Este. El dueño estaba muy endeudado y logramos un acuerdo para cubrir sus deudas más urgentes y pagar en cuotas el saldo. Realmente pagamos muy poco por esas hectáreas porque la mayor parte de la deuda provenía del juego: Corcho se encargó de convencer a unos matones locales de aceptar lo que les ofrecimos y olvidarse de nuestro cliente. Sólo uno de ellos se opuso, pero un par de días más tarde se mató en la ruta. Los otros matones quedaron persuadidos de la conveniencia de mudarse a cualquier otro lugar de Uruguay.
En uno de los campos construimos una casona amplia con varias habitaciones, y preservamos la chacra que había tenido el dueño anterior. Pensábamos alquilar la casa para eventos privados, como encuentros empresariales o políticos que requerían varios días de trabajo en la mayor discreción. Desde luego, y por sugerencia de Magnetto, habíamos instalado una red de micrófonos y cámaras israelíes en toda la casa, que los detectores tradicionales no lograrían encontrar. De este modo pensábamos ampliar el negocio mediante la cosecha y venta de información.
Sin embargo, ese primer verano Corcho insistió en alquilar el complejo al dueño de una agencia de modelos, que se instaló allí con su harén privado al comienzo de enero. Supuse que en la negociación habría intervenido alguna de las chicas, porque no hubo forma de convencerlo de la inconveniencia de hacer famosa nuestra casa: nadie en sus cabales se escondería a diseñar negocios con un ministro en una casa que conoce hasta el último de los fotógrafos. Intentó asegurarme que si ellas permitían el ingreso de algún caballero notable a sus habitaciones contaríamos con mercadería interesante para vender, pero pasó por alto que nadie sería tan estúpido como para enfiestarse en un lugar lleno de personas, testigos y periodistas. Además, lleno de intrigas palaciegas. De modo que decidí venderle mi parte, porque no tendría sentido para mí permanecer en ese negocio.
Me quedé con la otra parte del campo, que daba al mar, y con todo el equipamiento de cámaras y micrófonos. Comencé a construir un par de chalets muy discretos que quedarían terminados para mediados de año, y si todo iba bien podría alquilarlos para las vacaciones de invierno. En uno de ellos, el más grande, instalé todo el equipo de seguridad que había sacado de la casona. A Corcho no le interesó en absoluto, ese verano se acostó con más de la mitad de las modelos que pasaron por allí.
En Buenos Aires logramos mantener a raya a los periodistas durante un buen tiempo, pero ya no podíamos contenerlos más. Al cumplirse un año de la muerte de Cabezas hubo manifestaciones en todo el país, y los pocos funcionarios que estaban en Pinamar a fines de enero fueron abucheados cuando se acercaban a los actos. Lo único que los jueces temen es la exposición pública, y el impacto de los actos en recuerdo del fotógrafo los convenció de la necesidad de avanzar, a pesar de que los fiscales hacían lo imposible para entorpecer el trámite. Casi más que los defensores del entrerriano.
De modo que a mediados de otoño un juez finalmente se atrevió a emitir una orden de detención contra Yabrán. Entonces volvió a llamarme el Senador, desesperado.
- Mire Carré, don Alfredo no puede ir preso bajo ninguna circunstancia. Ninguna. Tenemos pocos días para intentar algo, porque hasta la Interpol le cerró la salida.

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