viernes, 22 de mayo de 2020

Capítulo 6: Adiós a las Armas


- ¿A quién carajos le importa el tema de los derechos humanos? La gente sólo quiere orden y tranquilidad, y es lo que quería cuando llegamos nosotros al gobierno... Mire Bermúdez, usted no se haga tanto rollo, la gente va a votar a los peronistas y punto. El jefe tendrá que ponerse un broche en la nariz porque no los puede ni ver, pero él ve muy claro cómo es el tema.
Llegamos a la oficina y me quedé con la sensación de que el chofer de Escudero sabía más de lo que me decía. Después de algunas pocas dudas habíamos rodeado a Luder y estábamos diseñando las líneas directrices de su gobierno. Lo primero que determinamos era que apoyaría una ley de amnistía que estaba preparando el equipo de Bignone, el General que conduciría el gobierno hasta las elecciones.
Por los contactos que Escudero había heredado del Almirante llegamos a saber que tampoco los Montoneros apoyarían ninguna iniciativa para que se debatiera lo que había ocurrido en los setenta. Según la posición oficial de su conducción, ellos habían librado una guerra de liberación y por lo tanto su derrotero militar y político no debía ser objeto de algo tan pequeñoburgués como un juicio. Se consideraban fuerzas beligerantes derrotadas, y en ese estado habían obtenido mucho apoyo financiero y moral en los primeros años después del golpe; para ellos aceptar un juicio significaba renunciar a su condición militar y reducirse a un mero grupo de víctimas civiles.
Pero la decisión real pasaba por otro lado. Temían que se hicieran públicas algunas operaciones que no podrían explicar ni justificar, como los acuerdos que habían anudado con el Almirante para que no hubiera atentados durante el Mundial de fútbol, y luego para convertirse en la avanzada de su partido político. Mucho menos, desde luego, querían que se ventilaran cuestiones sobre el diseño y ejecución de la Contraofensiva, a la que Firmenich se refería como “la purga”. Finalmente, también ellos habían apoyado con entusiasmo la guerra de Malvinas. Aunque en realidad, ¿quién no lo había hecho? Hasta llenamos un avión con dirigentes políticos civiles que viajaron a la Patagonia a llevar su apoyo moral a las tropas.
El candidato radical no había ido, y yo esperaba utilizar esa defección para erosionar su imagen de abogado bonachón. Sin embargo, el tipo se adelantó a nuestras críticas argumentando que desde el comienzo de la guerra supo que Malvinas era una maniobra del gobierno para mantenerse en el poder. Los argentinos detestan que alguien les diga “yo les dije”, pero en este caso, por alguna razón, compraban el argumento del radical, que insólitamente había quedado bien parado.
Nuestro candidato se mantenía firme en la postura que habíamos acordado sobre la amnistía y proponía algunas medidas tímidas para encauzar la economía, aunque todo el mundo sabía que significaban un fuerte recorte en el gasto público. De todos modos eso ya estaba acordado con los sectores corporativos que lo apoyaban, incluyendo a la CGT.
Afortunadamente, Luder no debía sobreactuar su pertenencia peronista, porque ya notábamos que los sectores medios no estaban muy entusiasmados con volver al populismo caótico del ´73. Habíamos acordado con todos los candidatos a gobernador que mantendríamos un tono sobrio durante la campaña, para hacer hincapié en la necesidad de garantizar la gobernabilidad del país. Estimábamos que el mapa político se mantendría parecido al de la elecciones de diez años antes, con alguna provincia recuperada por los radicales o los partidos provinciales, pero en lo sustancial esperábamos mantener un dominio peronista en lo político, con la Iglesia y el ejército o la marina en la justicia, y el empresariado abroquelado en torno a Luder.
Habíamos acordado con la CGT que ellos propondrían un plan de estabilización económica y social para que las huelgas no comprometieran al gobierno, y los empresarios estaban de acuerdo en conceder algunos aumentos de salario y evitar la inflación. Los reclamos que nuestras encuestas detectaban se centraban en la inflación y la generación de trabajo, de modo que teníamos prácticamente atados los problemas que podían cruzarse en el camino.
Dos días antes de lanzar el acuerdo entre la CGT y los empresarios, el candidato radical se despachó con una denuncia flamígera: denunció un pacto militar-sindical entre los burócratas de los sindicatos y los hombres fuertes de la represión. Según la denuncia, los jefes sindicales les habían entregado las listas de los activistas más revoltosos (propios y de la izquierda), y como contraprestación los militares habían respetado su control sobre las obras sociales y los recursos que manejaban en la opacidad más absoluta. Además, Alfonsín sostenía que entre ambos tratarían de impedirle el acceso al poder. Incluso mencionó a Rodolfo Ponce, nuestro hombre en las 62 Organizaciones Sindicales Peronistas, como cabeza de la conspiración.
La acusación de Alfonsín contra Fito Ponce y los sindicalistas resultaba aventurada porque no tenía pruebas del acuerdo, y estábamos seguros de que nadie la tomaría en serio. Sin embargo algunos hechos eran innegables, y a los ojos de mucha gente corroboraban la historia: fundamentalmente que los sindicatos habían conservado milagrosamente las obras sociales a pesar de las intervenciones en todas las otras áreas. Además, en el marco de la guerra contra la subversión era inocultable que hubo alianzas tácticas con los empresarios y con los gremialistas: muchos activistas habían sido capturados en las fábricas en operativos que ni los empresarios ni los gremios habían siquiera obstaculizado. Si la historia era cierta o no, era irrelevante, lo importante es que era creíble. Faltaba constatar si era efectiva.
Para mi sorpresa hubo un repunte de Alfonsín en las encuestas a partir de esa denuncia, y una pérdida correlativa de intención de votos hacia Luder. No entendíamos cómo era posible que las denuncias, que afectaban en todo caso a Lorenzo Miguel y otros dirigentes de la burocracia sindical, pudieran afectar a nuestro atildado candidato. Lo cierto es que había sucedido, y entonces debíamos actuar con mucha mayor cautela. Dispusimos que ninguno de nuestros candidatos reivindicaran ni la guerrilla ni la represión, y que en todo caso acentuaran el carácter festivo de los actos peronistas. Si a Alfonsín le iba bien con esa payasada de la vida y la paz, a nosotros tenía que irnos mejor con la liturgia, la marcha y los bombos.
El único obstáculo que advertimos fue que algunos dirigentes reclamaban más espacios de poder en el armado de la candidatura, y comenzaban a amenazar con boicotear nuestros esfuerzos por reconducir la campaña. Algunos sindicalistas estaban indignados por haber quedado en la opacidad de unas bambalinas demasiado pobladas a partir de la denuncia de Alfonsín. Advertían que en un gobierno de Luder serían desplazados por los cuadros partidarios y técnicos, y que serían los militares, y no los sindicalistas, el espinazo de ese próximo gobierno peronista.
Hacia fines de abril un dirigente de Río Gallegos organizó un acto de desagravio a Fito Ponce. El tipo se llamaba Néstor Kirchner y formaba parte de nuestro armado porque su padrino era el general López Lestón, aliado del Almirante en algunos negocios pesqueros. Kirchner y su cuñado, el sindicalista ortodoxo “Bombón” Mercado, habían armado en 1981 un ateneo apoyado en el ejército y en la presencia de Manuel Aráuz Castex, Carlos Ruckauf y Ángel Federico Robledo, tres de los ministros de Isabel que firmaron el decreto de aniquilación de la subversión.
Junto a Nélida Cremona de Peralta fomentaban una transición entre el Proceso y un nuevo gobierno peronista, y habían trabajado en ese proyecto desde un par de años antes del llamado a las elecciones. Eran, según Escudero, nuestra gente en el sur.
Me parecía poco prudente dejar tan expuesta la vinculación entre nuestro gobierno y el peronismo que habíamos colonizado, pero era muy difícil plantear esto a los marinos. Mientras tanto no quedaba muy claro cuál sería el rumbo del nuevo gobierno porque los sindicatos tampoco digerían la mayor presencia de dirigentes políticos y profesionales. Las líneas de tensión no tardarían en aparecer.
Me vino a ver un sindicalista de los gastronómicos, un catamarqueño que usaba unos anteojos enormes que había adoptado al establecerse en Buenos Aires.
- Mirá querido, ustedes sabrán armar las campañas y esas cosas, pero a los monos los movilizamos nosotros. Y la tarasca también la ponemos nosotros. ¿Estos pitucos de acá se van a quedar con toda la torta? No, papá. O reparten, o hay bronca.
- Mire, en primer lugar tráteme de usted, yo no le he permitido tutearme.
Tenía claro que había que marcarle el territorio a este tipo para ubicarlo en el armado.
- Usted debe saber que hay aportantes más importantes que su gremio. Y lo que importa ahora es conseguir el poder. A su turno ustedes ya tendrán su participación en el gobierno, tal como hemos acordado con el Doctor Luder.
Luis, el catamarqueño, me miraba por encima de sus lentes gigantes.
- Me parece que no entendiste nada, vos. Y vas a empezar a entender a cadenazos.
Se levantó de su silla, pero en el mismo momento los custodios de Escudero dejaron ver las sobaqueras donde cargaban sus Magnum. Luis se quedó quieto, sonrió y dijo que nos volveríamos a ver.
- Será un placer, Luis, que tenga un buen día.
A los tres días cerrábamos la campaña de la provincia de Buenos Aires, donde habíamos logrado un milagro mayor: que en todo este tiempo nuestro candidato a gobernador, un sindicalista con prontuario, no hiciera papelones mayúsculos. Pero hoy, ante una multitud que se aglomeraba en la cancha de Atlanta, Herminio Iglesias, el candidato, estaba terminando un discurso mucho más duro de lo pautado, lleno de alusiones e insultos a Alfonsín.
Al terminar de hablar, y cuando la gente ya cantaba la marcha peronista, alguien le alcanzó un ataúd de cartón con las siglas de la U.C.R., el partido de Alfonsín. Otra persona que no alcanzamos a detectar le acercó un encendedor. Antes de que pudiéramos impedirlo Iglesias lo encendió y acercó la llama al ataúd de cartón ante el paroxismo de la distinguida concurrencia. Cuando terminó de arder supimos que acababa de cometer una imbecilidad de proporciones fenomenales: los canales de televisión filmaron el momento en que la masa cantaba la marcha mientras el candidato quemaba un ataúd de cartón con las siglas de su adversario. Al otro día sería inevitable que las fotos tapizaran los diarios con esa foto.
- ¡Llamen a ese hijo de puta de Barrionuevo!, troné.
Me juraron que estaba en Catamarca. Yo sabía que estaba mirando el acto por televisión.
El candidato radical ganó las elecciones para estupefacción de propios y ajenos: era un hecho político inédito que un radical le ganara a un peronista. Nadie en Argentina estaba preparado para eso. Intentamos un par de maniobras subterráneas pero fueron abortadas antes incluso de que las formuláramos: ya no tenía sentido boicotear una elección a la que no habíamos puesto reparos.
Habíamos sobredimensionado la potencia del peronismo para traccionar votos incondicionales, y comenzamos a ver que la gente había comprado esas frases insulsas sobre la vida y la paz, y la democracia con la que se come, se cura y se educa. No creíamos que Alfonsín fuera a cumplir con su promesa de promover los juicios a los militares, pero las elecciones sellaban un cambio de época en la que definitivamente los militares debían ponerse a la defensiva. Para colmo de males el pacto que el radical había denunciado se dejaba adivinar en informes de la embajada de Estados Unidos que reflejaban los encuentros de Lorenzo Miguel y Fito Ponce con el Almirante, Videla y Galtieri.
Convencimos a los americanos de que si publicaban esa información debilitarían a las fuerzas armadas que habían sido sus aliadas, y al sindicalismo que en el actual panorama permitía liderar la oposición. Esta vez fue Escudero en persona quien negoció con el embajador Harry Shlauderman y con Lorenzo Miguel, y convenció a los americanos para que mantuvieran el pacto en secreto al menos por quince años. A cambio, le concedió a la embajada el acceso directo al sindicalismo como instrumento de presión interna sobre Alfonsín. Escudero en persona me refirió el asco con el que el embajador le dio la mano al dirigente sindical. De todos modos, y más allá de preferencias estéticas, nos garantizamos la posibilidad de seguir operando sobre el gobierno, esta vez desde el control de la oposición.
En los meses de transición intentamos reorganizar nuestro poder, pero no era para nada fácil por las sacudidas y los pases de factura internos. Quedamos en que impulsaríamos a Saúl Ubaldini, el tercer hombre de un oscuro gremio de cerveceros, como líder de la CGT. Mientras, el Arzobispo de Buenos Aires acordó con el Almirante y con el General Videla que ejercería un control militante sobre el gobierno incipiente, que parecía copado por los jóvenes de la izquierda del radicalismo. Acusaban a Alfonsín de ateo y además recelaban de la cantidad de judíos que ocupaban posiciones prominentes en su gobierno. Pero más preocupados estaban los empresarios vinculados al Almirante y a Videla, porque todo indicaba que Alfonsín promovería a un judío de izquierda para el Ministerio de Economía.
En efecto, Bernardo Grispun ya había comenzado a confeccionar los instrumentos para repudiar la deuda externa, y esa decisión afectaba a los bancos internacionales que habían puesto en marcha la “bicicleta financiera” del ministro Martínez de Hoz. Los bancos locales tomaban deuda en Nueva York al interés norteamericano y la prestaban en Buenos Aires al interés argentino, sensiblemente mayor. Para terminar de cerrar el negocio, el ministro de los militares había dispuesto que el Estado garantizara esos créditos. Con la crisis económica del '81 muchas de estas entidades quebraron, quedándose con el dinero de sus clientes, sin devolverles los dólares originales a los bancos americanos, y transfiriendo sus deudas al Estado.
Grispun amenazaba con montar un escándalo que afectaba también a varios bancos norteamericanos, cuyas filiales argentinas se endeudaban con sus casas matrices para colocar ese dinero en la ruleta financiera argentina. Si la protección de Martínez de Hoz caía, también caerían gran parte de los bancos locales, e incluso el Chase Manhattan y el Citibank estarían en graves problemas. El embajador americano apuntó sus cañones hacia Grispun antes incluso de que jurara como nuevo ministro.
La asunción de Alfonsín tuvo mucho de fiesta popular, pero siempre eran así las asunciones de los presidentes. Al momento de caer, caían solos. Alfonsín insistió en su discurso frente a la asamblea legislativa sobre las violaciones a los derechos humanos. Como tema de campaña había estado bien, pero ahora era preocupante que quisiera insistir en el tema. Cuando volví a mi oficina me encontré con Escudero, que tenía los ojos inyectados de furia.
- ¿Supiste? Este hijo de puta firmó nomás los decretos. Nos quiere procesar a nosotros y a los subversivos. Vamos a tener que bajarle los humos a este zurdo de mierda.
Era inusual que Escudero insultara, aún en las crisis más graves solía guardar su compostura y potenciar la agudeza de su mente fría. Pero me di cuenta de que el tema de los derechos humanos se iría muy lejos de nuestro alcance si no lo controlábamos de inmediato. Intenté calmar a Escudero recordándole que los jueces y fiscales habían sido nombrados por el Proceso, y que difícilmente arriesgarían su sentido de cuerpo y obediencia para seguir las órdenes de un presidente llovido del cielo.
Cuando conseguimos copias de los decretos suspiramos: se preveía que serían tribunales militares los que juzgarían las acciones de los mismos militares. Si no había avances, en un plazo de seis meses las actuaciones pasarían a la justicia civil, pero nosotros ya tendríamos seis meses para operar sobre el gobierno y archivar la cuestión. Por lo pronto, que quisieran procesar también a los dirigentes de ERP y Montoneros nos favorecía, porque seguramente la izquierda también se opondría ferozmente a los juicios. Alfonsín se había metido solo en un laberinto, y, bien mirado, eso era una buena noticia para nosotros.
- Le pegarán de todos lados, Escudero, yo no me preocuparía por ahora. Y además tenemos tiempo para promover más escenarios de conflictos. Le vamos a marcar la cancha cada diez minutos.
- Espero que no se equivoque, Bermúdez...
Roxi había vivido la campaña con cierto desapego, porque aunque la llevaba a todos los actos me venía reclamando que no tenía tiempo para ella. Además tampoco le simpatizaba el entorno de los candidatos peronistas, que la acosaban sin el más mínimo pudor. No lograron ganar las elecciones pero sí lograron algo aún más inédito: que Roxi abandonara las minifaldas y los pantalones ajustados porque se había cansado de las groserías y avances de mis eventuales interlocutores. Además quería trabajar en política, pero no en las unidades básicas ni en las oficinas de operación de la Marina. Logré que un diputado conservador la contratara como asesora, y con esa gestión la persuadí para que terminara con la huelga de sexo a la que me había sometido desde finales de la campaña.
Las cosas volvían a ser como antes, yo trabajaba en mi oficina y Roxi en el Congreso mientras cursaba sus últimas materias en la universidad. Habíamos acordado que le diríamos a Corcho que estábamos juntos, pero no que lo estábamos desde que nos subimos al avión en México. Lo llamamos desde mi casa, unidos por la expectativa, la esperanza de que aprobara nuestra relación y el miedo de que se sintiera doblemente traicionado por su hija y su único amigo.
- Corcho, ¿cómo estás querido? Sí, yo acá estoy con Roxi, sí, estamos bien los dos. Che, mirá, hay algo que quiero contarte, vos sabés que sos como un hermano para mí (nunca me había sentido tan embustero en mi vida). No, nada grave. Al contrario, sí, es algo lindo. Bueno, que con Roxi hemos compartido tantas cosas en este tiempo... Sí, te digo que está bien ella, ya te va a hablar, está acá al lado mío. Bueno, te decía que desde hace un tiempo, bueno, se fue generando una relación muy especial, de acompañarnos mucho, ¿viste? Bueno, que comenzamos a salir, hace un tiempito, y estamos contentos y queríamos contarte... Sí, que comenzamos a salir te digo. No, no como novios, bueno, sí, como novios, digamos. Se fue dando naturalmente. ¿Cómo? ¿Desde cuándo? ¿Quién mierda te dijo, Corcho? Sí, sí que importa, porque queríamos que te enteres por nosotros, no por cualquier pelotudo. ¿Pero cómo no me voy a enojar, Corcho? Sí, tenés razón, es bastante tiempo, pero queríamos estar seguros... ¡Pero nunca te quisimos versear, Corcho! ¿Cómo se te ocurre? ¡Es como te digo, queríamos estar seguros y que vos no lo tomes a mal! Ya sé, son casi cuatro años, pero no es tanto tiempo... o sea, si es bastante, pero en el medio yo tampoco quería exponerla, porque viste como es este medio. Sí, ya sé que no tiene nada que ver con contarte a vos. Sí, mirá, te pido disculpas, nunca quise, nunca quisimos... ¡Pero la amo con toda mi vida, boludo! ¡Doy la vida por ella!
En ese momento los ojos de Roxi se llenaron de lágrimas.
- ...Sí Corcho, te paso con ella...
La conversación de Roxi con su padre fue mucho más fácil, ella sólo tuvo que contarle cómo la había cuidado y cuánto la respetaba. No supe si Corcho seguía ofendido conmigo, porque cortó la conversación después de hablar con su hija. Quedamos los dos agotados. Habíamos acordado que iríamos a la casa de los abuelos de Roxi a pasar Nochebuena. Ya veríamos si a ellos también les contábamos sobre nuestra relación, y si les diríamos la verdad, o parte de ella, o mantendríamos una mentira como la que le quisimos vender a Corcho.
Alfonsín comenzó su gobierno con una serie de medidas destinadas a erosionarnos. Por una parte puso en marcha la cuestión de los derechos humanos formando una comisión de notables para recopilar información, aunque eso nos tenía sin cuidado porque las comisiones históricamente habían servido para que no pase nada. Por otra parte había promovido una ley para debilitar el poder sindical: con la excusa de democratizar los sindicatos la ley pretendía combatir el monopolio peronista en los gremios. Sobre la cuestión de los derechos humanos habría tiempo para trabajar, pero la cuestión sindical ocupaba ahora toda nuestra atención, porque podía terminar fracturando nuestra mayor herramienta.
Escudero me llamó para que me entrevistara en persona con el embajador norteamericano, que veía peligrar una de sus mejores herramientas. La ley había sido aprobada sin mayores problemas en la Cámara de Diputados y solamente podíamos aspirar a detenerla en el Senado. Según nuestros cálculos el peronismo votaría en contra y el radicalismo a favor, y sólo cabía especular con el vaivén mercenario de los partidos provinciales. Casi todos ellos eran de derecha y eso nos había facilitado las cosas en otro momento, pero ahora eran varios los que estaban tentados de partirle la espina dorsal al peronismo.
Con una paciencia lubricada por la lluvia de dólares del embajador americano, fuimos convenciendo a casi todos estos senadores de que Argentina sería ingobernable con un mosaico de sindicatos diversos e inestables. El mismo Saúl Ubaldini propuso un argumento adicional para convencerlos: pedir la intervención de la Iglesia. Efectivamente, la amenaza de promover el divorcio vincular y otras propuestas laicas habían caído muy mal en el clero, que ya estaba ofuscado por la amenaza de persecución penal de los militares. Logramos que el Monseñor Ogñenovich fuera en persona a hablar con los senadores jujeños y sanjuaninos que finalmente accedieron a votar con nosotros.
Me tocó convencer a Elías Sapag, pero el único que tenía la posibilidad de hablar con él era Oraldo Britos, que estaba ofendido conmigo por algún episodio de la campaña.
- Mire Oraldo, esto es fundamental. Sé que usted tiene que ir al almuerzo con el jefe de la bancada radical el día de la votación y yo no quiero meterlo en problemas. Pero necesito que opere sobre Sapag con todo lo que tenga a mano, con argumentos de todos colores. Para evitarse problemas usted no vaya al almuerzo, así no lo acusan después por haber traicionado a los que fueron. Escóndase en su casa o váyase al campo hasta la hora de la votación.
- Ahá, ¿y Sapag? ¿Nadie lo va a tocar?
- Nadie presionará a Sapag porque ya arregló con los radicales, pero ellos no saben todavía que se les va a dar vuelta. Se darán cuenta cuando hable en el Senado. Hágale una buena propuesta, que yo me encargo de los detalles. Pero por favor, ni una palabra a nadie. Solamente Ubaldini y yo debemos saber cómo le fue. Por lo que he tanteado, el terreno está predispuesto.
Llegamos extenuados al día de la votación de la ley en el Senado. Después de los discursos de los jefes de la bancada radical y peronista, habló Sapag. Yo tampoco sabía cómo le había ido a Britos, porque tal como le indiqué se aisló del mundo el día antes de la votación. En las gradas de la Sala de Sesiones pude ubicarme cerca del operador estrella del gobierno radical, un misionero con cara de ángel que había adquirido un enorme poder de negociación.
A medida que Sapag hablaba yo veía como la cara del Coti, como le decían al radical, se iba descomponiendo. Cuando Sapag terminó anunciando que votaría el despacho de la minoría la sorpresa fue unánime: solamente Britos, Ubaldini y yo sabíamos lo que estaba ocurriendo. El Coti estaba pálido y temblaba. Habíamos derrotado al gobierno en la primera escaramuza en el Senado y habíamos salvado una de nuestras principales herramientas políticas.
Esa noche brindamos en la embajada, pero también se brindó en la CGT y en el Arzobispado de Buenos Aires, que acababa de recibir una donación generosa.
Estaba claro que nuestro triunfo había sido circunstancial y producto de los errores del gobierno en operar debidamente a los senadores opositores. Debíamos prever que en el futuro no habría victorias tan fáciles, pero la derrota de la llamada “Ley Mucci” nos había aliviado el ambiente y templado el espíritu para las iniciativas que emprendiera el gobierno contra las fuerzas armadas. De este modo los sindicalistas se habían cobrado venganza de la denuncia del pacto con los militares con el que Alfonsín los destrozó en las elecciones, y también del intento subsiguiente de rematarlos: se sentían en pie y listos para dar batalla. Hacía once días que gobernaban los radicales y ya los habíamos derrotado en el Senado.
Casi de inmediato comenzó a funcionar la comisión que investigaba las desapariciones y las muertes ocurridas después del golpe. Intentamos boicotearla apartando a los legisladores peronistas que habían sido convocados para integrarla, porque estábamos convencidos de que el gobierno no insistiría en la comisión si el principal partido de la oposición estaba ausente.
Pero Alfonsín decidió reemplazar a los peronistas ausentes con legisladores socialistas y de partidos provinciales. Nadie, salvo Escudero, sabía que yo mismo había pasado por ese circuito infernal que los testigos sobrevivientes iban relatando a la comisión. Las denuncias que comenzaban a filtrarse en la prensa eran verídicas, y el humor social comenzaba a presionar cada vez más sobre los reclamos de justicia.
Esperábamos que los tribunales militares fueran diluyendo el tema y acallando las protestas mediante el mero transcurso del tiempo. Pero por el contrario, a cada momento se conocían más detalles y se precisaban más responsabilidades, y eso agregaba presión para que el gobierno hiciera algo con esa información que ya era pública. Algunas de las acusaciones caían demasiado cerca de Escudero, a quien ya habían comenzado a identificar por su nombre verdadero. Por el momento no tenía noticias de ninguno de mis compañeros de “capucha”, la “pecera” o el Centro Piloto. Por lo demás, la vida misma, o la necesidad de sobrevivir, ya me habían puesto en otro equipo.
- Parece que va a estar brava la huelga, che. Se pliega todo el mundo, los sindicatos están como locos.
El ascensorista de la empresa había comenzado a tutearme y no hubo poder de Dios para convencerlo de que no lo hiciera. Tuteaba hasta al presidente de la compañía, a quien le decía “che, Gilberto, ¿cómo andás de la rodilla esta semana?” Era un correntino inimputable y por lo tanto impune, un personaje pintoresco que había heredado Cattáneo y que luego Montagna Terrabussi, mi nuevo jefe en los papeles, tuvo que aceptar como parte del inventario de la empresa. Joselo, que así llamaban al ascensorista, se refería a la huelga general que la CGT había convocado para repudiar la fracasada ley Mucci.
- Para mí que al Alfonso se lo cargan tempranito nomás, conjeturó Joselo.
Lo cierto es que se estaba cumpliendo a la perfección el acuerdo con Lorenzo Miguel y el grupo de acción que integraban Montagna Terrabussi, el embajador norteamericano, el jefe del Chase Manhattan Bank, y Monseñor Ogñenovich.
Ogñenovich había restablecido los contactos con el ala dura del Vaticano gracias a los hábiles oficios del embajador nombrado por Videla, el profesor cordobés Pedro J. Frías. Por esa vía estaban operando para aislar internacionalmente al gobierno, pero Alfonsín había hecho una jugada maestra al proponer que el Papa en persona mediara en el conflicto con Chile. Al eliminar la tensión bélica en el sur, debilitaba la posición de los militares que sostenían que la cuestión de los derechos humanos interfería con las necesidades de defensa nacional.
Mientras tuviéramos alguna hipótesis de conflicto siempre podríamos contar con el apoyo de la CGT y la iglesia para preservar a las fuerzas armadas, pero si esas hipótesis se reducían a la nada perdíamos una fuente de presión importante. Encima, comprometer al Papa, que no podría negarse a una gestión de paz, le ataba las manos a la iglesia en momentos en que sus principales aliados tenían inconvenientes.
El último día del invierno de 1984 los notables elegidos por Alfonsín entregaron su informe, ese rejunte de historias de terror que llamaron “Nunca Más”. Había sido una derrota para nuestro grupo porque desde el púlpito y los teléfonos habíamos operado para detener esa comisión. Lorenzo Miguel había puesto su capacidad operativa en juego, pero su efectividad estaba degradada por la edad y los millones.
- Son una manga de improvisados, no son capaces de poner ni un caño que explote -sentenció Escudero-, con razón la zurda los tuvo de hijos.
Roxi alcanzó a leer algunos de los fragmentos que publicó la revista La Semana, con testimonios de las víctimas y de algunos traidores que habían revelado la información que habían jurado mantener en secreto. Ella se indignó como casi todo el mundo, y me preguntó cómo podía oponerme a que esos hechos fueran juzgados.
- Roxi, mi amor, esto fue una guerra. No convencional, si querés, pero una guerra donde los subversivos también mataban gente inocente.
Estuve a punto de decir “como tu madre”, pero me contuve a tiempo.
- Como mi mamá, me vas a decir ahora.
- Bueno, no, no te iba a decir eso. Pero sí, gente inocente como tu mamá, y por esa razón también tu viejo está tirado en México sin poder volver...
Intuí que había hablado de más.
- ¿Qué sabés vos de mi viejo? ¿Qué tiene que ver mi papá con todo esto?
- Nada mi amor, Corcho se fue a la mierda porque no quiso ser parte de esto. Peleó a su manera contra esta gente pero no haciendo las cosas que vos leíste en esa porquería.
- No sé si quiero saber más.
- No, corazón, no hace falta que sepas más.
Cada día teníamos discusiones nuevas por ese o por cualquier otro tema. No podía culparla si los radicales tenían un discurso florido a tono con el ánimo que se veía en las calles, mientras que sus compañeros de trabajo en el Congreso parecían una caterva de fósiles apolillados y resentidos. Logré que la transfirieran a la UCD, un partido formado por los cuadros procesistas, pero que tuvo la lucidez de incorporar algunos diputados jóvenes y bien educados. Quería apartar a Roxi de la mugre que formaba parte de mi material de trabajo.
- Ayer lo conocí al Coti, un tipo interesantísimo...-disparó Roxi un martes a la mañana.
- ¿Qué tiene de interesante ese tipo, aparte de ser el monje negro de Alfonsín?
- Ay, no se te puede contar nada a vos, siempre tenés alguna pálida que tirarme...
Con esas palabras Roxi dio por terminado el desayuno y salió dando un portazo. Esa tarde me llamó para avisarme que se iba a tomar algo con Adelina, su jefa, y otros chicos del partido. Eligieron un lugar exclusivo en Palermo, ese tipo de lugares al que yo jamás había pensado que podía ir. Solamente fui a un par de lugares así en los primeros días que pasé con Roxi en Buenos Aires, y caí en la cuenta de que casi no habíamos vuelto a salir, sobre todo en el último año. Bueno, estábamos de campaña, me justifiqué.
Roxi llegó a la madrugada, arrojó sus zapatos sobre la alfombra del living y se tiró a la cama vestida.
- ¿Se puede saber de dónde venís a esta hora?
- En Mau-Mau estuvimos, fuimos después de los drinks.
- ¿Pero vos sabés la hora que es?
Su respuesta fue un balbuceo ininteligible: ya estaba dormida.
Ese verano Corcho tampoco pudo venir; estaba a cargo del aparato de seguridad de los negocios del Mayor, que había sido desactivado y quedó como una patrulla perdida en México. Ahora estaban haciendo buenos negocios con los cubanos de Miami en la compra y venta de armas. A pesar de la carga de trabajo parecía feliz, y ya quería comprarle a Roxi un departamento en Buenos Aires.
Yo mismo estaba buscando oportunidades para comprar un departamento más grande porque habíamos ahorrado un poco y el gerente del Chase me había prometido interceder con el Citibank para obtener un crédito barato por la diferencia que quedara. Finalmente compramos otro departamento en la calle Olleros, muy cerca de donde solíamos reunirnos. Corcho prometió un departamento en la costa, así que aprovechamos unos días de diciembre y viajamos a buscar algo agradable.
El clima en Mar del Plata era mucho más calmo y grato que hace dos años, cuando estábamos embarcándonos en esa locura pergeñada por el Almirante. Cuando cenamos con Escudero hicimos un gran esfuerzo por obviar ese tema. Había otros desafíos por delante, y otros negocios. Después de la cena fuimos a caminar con Roxi, con quien de a poco estaba mejorando la relación. Vimos un concierto en la playa y nos acercamos, era un buen momento para bailar en la arena.
- Hola Roxi, tanto tiempo, ¿cómo estás?
El que se presentó así fue Aimé, el tilingo que Roxi había conocido hacía dos años.
- Pasen al VIP che, yo estoy en la organización del festival, ¿qué quieren tomar?
El chico no advirtió que no debía joder conmigo, yo había aceptado estar en el sector exclusivo del evento solamente para no contrariar a Roxi, que estaba feliz y me abrazaba y besaba después de mucho tiempo. En un momento Aimé se sentó con nosotros, y para llamarle la atención sobre alguna bobada que decía le tocó ligeramente una rodilla. Esperé que el chico fuera al baño y le dije a Roxi que iba a buscarle un daiquiri. Entré al baño y me paré treinta centímetros detrás de Aimé que estaba frente al mingitorio.
- Mirá pendejo, vos no tenés ni la más reputa idea de con quién te estás metiendo. Si no querés aparecer en la escollera con el culo roto y en el fondo del mar, dejáte de joder con mi mujer. Si te vuelvo a ver a menos de diez metros de ella, en menos de media hora vas a ser el desayuno de un lobo marino.
La sonrisa canchera se le petrificó y se puso pálido. Yo había comprobado que el tipo era un cobarde. Salí del baño, compré los daiquiris y me reuní con Roxi que estaba parada mirando hacia el escenario.
- ¿No lo viste a Aimé?
- No mi amor, andará por ahí buscando chicas.
- Siempre el mismo boludo vos, ¿eh?
- Vamos a bailar Roxi. Y tomá tu daiquiri.
Como por arte de magia no volvimos a ver al tipo en las dos semanas siguientes.
Cuando volvimos a Buenos Aires me dediqué a presionar a los jueces militares para que ralentizaran el proceso que había ordenado el Estado Mayor, porque estaba convencido de que el gobierno no se atrevería a cumplir con su amenaza de mandar a intervenir a la justicia civil. Mi objetivo se cumplió, porque mientras el sumario estuvo en manos de los militares no se avanzó ninguna diligencia importante. Pero el presidente ordenó remitir las actuaciones a la Cámara Federal, contrariando todas nuestras expectativas. Casi todos los jueces habían sido nombrados o ascendidos durante gobiernos militares, así que, como última defensa, contábamos con que se adecuarían al rol que esperábamos que cumpliesen. Por otra parte, el poder judicial había sido históricamente afín a nosotros, de modo que había una continuidad en la que nos sentíamos como en casa.
El 22 de abril amaneció nublado y fresco, era un día anodino de otoño cuando comenzó el juicio oral y público, con el Almirante y el resto de los integrantes de las Juntas en el banquillo de los acusados. Los primeros testigos estaban un poco amedrentados; el miedo que sentían no era ajeno a la mirada gélida del Almirante. Tuvimos que distraer muchos esfuerzos en muchos niveles para tratar de contener esos juicios, pero no lo logró ni la presión del Papa, ni del gobierno italiano que habían sido operados por los viejos amigos del Almirante en la P2.
Durante la campaña los radicales lograron utilizar el clima de época para instalar un discurso que hasta hacía poco no le había interesado demasiado a nadie. Pero cuando comenzó el juicio la gente empezó a seguir los testimonios como si fueran capítulos de una telenovela morbosa. No habíamos podido impedir que el tumor naciera, ahora deberíamos evitar que hiciera metástasis.
Para complicar las cosas, los radicales arrasaron en las elecciones legislativas; y a pesar de que aún conservábamos el Senado, se consolidó el poder de Alfonsín. Estábamos peleando en demasiados frentes abiertos, y la exposición cruenta de la lucha contra la subversión había generado una oleada de repudio de la que alguna gente quería despegarse. Los peronistas en particular habían tomado nota de que buena parte de los sobrevivientes y de los muertos habían sido de la Jotapé y de Montoneros, así que algunos dirigentes sagaces comenzaron a ubicarse en el rol de víctimas.
La Cámara condenó a los miembros de las Juntas a diversas penas de cárcel, al Almirante le tocó perpetua. Su estrella, claramente, estaba declinando.
- Bermúdez -me dijo Escudero la misma tarde de la lectura de la sentencia-, le presento a Carlos Cañón, es un amigo de la casa y está consustanciado con nuestra posición: él fue el apoderado del partido que fundamos con el Almirante.
Escudero había comenzado a moverse hábilmente para conducir el ala política de la Marina: a rey muerto, rey puesto. Cañón se reveló como una fuente inagotable de contactos en el ejército, donde mayores problemas teníamos, y estaba dotado de una singular creatividad para idear operaciones de desestabilización.
Sin embargo, nuestros problemas no terminaban. Las denuncias que se expusieron en el juicio comenzaban a afectar a más y más miembros de las fuerzas, y los tribunales de todo el país comenzaban a recibir aún nuevas denuncias.
Lo que de alguna manera nos aliviaba era el reaseguro de que los tribunales de las provincias no serían capaces de replicar los veredictos de la Cámara Federal de Buenos Aires, porque en algunos casos los mismos jueces habían participado en acciones que no querrían que se ventilaran en juicio. Antes de dejar el poder nos habíamos asegurado de promover a los funcionarios judiciales más próximos para que asumieran como jueces o camaristas, de modo que además nos debían gratitud por su nombramiento o ascenso.
Cañón y sus contactos en las fuerzas estaban explorando la posibilidad de plantear alguna movida estratégica que condicionara al gobierno, pero hasta ahora nuestra mayor capacidad de incidencia residía en las fuerzas sindicales. Desde el comienzo del juicio hasta bien entrado el año siguiente habíamos logrado nada menos que 411 paros, lo cual no estaba nada mal para acompañar a los paros generales de Ubaldini.
Los sectores de la iglesia venían perdiendo terreno a paso redoblado, porque el gobierno promovió un congreso pedagógico en el que se cuestionó fuertemente la influencia de los curas y monjas en la educación, y se trató de limitar el poder de las escuelas confesionales en relación a las escuelas públicas. Nunca me habían caído bien los curas así que no lamentaba demasiado su situación.
Poco después trataron de impedir la ley que establecía la igualdad entre el padre y la madre sobre la educación de los hijos, porque sostenían que alguien tenía que tener la última palabra y que según nuestras tradiciones ese tenía que ser el padre. Finalmente fracasaron también cuando quisieron impedir la sanción de la ley de divorcio, que fue festejada como una victoria propia por casi todo el mundo.
En medio de los problemas económicos el gobierno nuevamente se había equivocado: decidieron echar a Menotti de la selección nacional de fútbol y colocar en su lugar a un tipo ignoto llamado Carlos Bilardo, un médico completamente olvidable si no fuera por una nariz de proporciones descomunales. Escudero me citó a su departamento para hablar de fútbol, justo a mí, que lo detestaba.
- Son buenas noticias, Bermúdez, usted calcule que una mala actuación de la selección generará malestar en la gente. Necesito que usted profundice ese malestar, que trabaje la información sobre las gestiones del gobierno para colocar al director técnico que llevará la selección al fracaso. Si hacemos un papelón y usted puede mostrar la mano del gobierno, no habrá Dios que lo salve al presidente. Tenemos una grieta por donde entrarles: el Coti Nosiglia también quiere desplazar a Bilardo, y ya comenzó a operar. Está contribuyendo a nuestros objetivos sin saberlo.
Escudero nuevamente tenía razón. No estábamos seguros de que Menotti pudiera repetir una actuación decente, pero con toda seguridad la inestabilidad a la que estaba sometida la Selección nos ayudaba. Actuamos rápidamente y logramos trasladar a Bilardo a México un mes antes del primer partido, para ponerlo a salvo de las operaciones del Coti para reemplazarlo. Nos ayudaron los marinos que habían quedado en el Comité Olímpico y el mismo Julio Grondona, un viejo amigo de la casa. El Almirante lo había promovido desde su ferretería y su club de barrio hasta la jefatura del fútbol argentino, desde donde controlaba todo lo que ocurría en las canchas y los clubes.
La clasificación para el Mundial había sido angustiosa, y todo sugería que Bilardo se convertiría en el sinónimo de una nueva frustración. El malhumor crecía en las calles, y comenzamos a trabajar en la campaña para conectar al gobierno con la selección: el diario Clarín ya hablaba del director técnico de la Coordinadora Radical, lo que enfurecía a varios y sobre todo al Coti.
Comenzamos el Mundial relativamente bien para nosotros: en el primer partido quedó claro que el tipo no sabía lo que hacía. A pesar de que Argentina le ganó 3 a 1 a Corea, demostró que solamente la figura de Maradona sostenía a un equipo excesivamente débil. Esta victoria fácil animó a la gente, pero sabíamos que Italia era la valla contra la que se estrellarían todas las esperanzas.
Sin embargo pocos días después Argentina logró igualar agónicamente con Italia por 1 a 1, aún sin jugar bien pero demostrando garra y sentido de la oportunidad. Nuestro operativo se mantenía en pie, a pesar de que Bulgaria sería un adversario relativamente fácil al que la selección derrotó 2 a 0. Concentramos nuestras expectativas en la segunda ronda, convencidos de que no habría forma de extender la súbita buena fortuna de Bilardo más allá de los primeros partidos. En algún momento perderíamos y quedaríamos afuera, y ya teníamos listos los editoriales para atribuir la derrota al gobierno.
En el medio, el mundo asistió a la humillación de Hungría a manos de la Unión Soviética: debutaron perdiendo 6 a 0. Luego se sabría que los soviéticos habían extorsionado a los húngaros amenazándoles con cerrar el flujo de gas en invierno y de alimentos en el verano si no les concedían una victoria aplastante. Exigían un holocausto futbolístico para reparar el orgullo dañado por las continuas victorias húngaras en waterpolo, deporte en que los magiares eran imbatibles.
Sobre estos pactos infames hacia el interior del socialismo real también hicimos publicar muchos artículos en los diarios nacionales, porque Alfonsín coqueteaba con una idea de los países no alineados que incluía a los del este europeo.
En la siguiente ronda la selección jugó contra Uruguay, que había presentado un equipo desvaído. Obtuvo una victoria mezquina, por sólo un gol, en un partido muy trabado y sin mayores brillos. El fervor nacional creció exponencialmente porque ahora enfrentábamos a Inglaterra, que venía de destrozar a Paraguay en una reedición tosca de la guerra de la Triple Alianza, pero ahora sin la ayuda de sumisos delegados regionales. Se concentraban allí todas las expectativas, porque la afrenta de Malvinas estaba aún intacta a pesar de que nuestra operación de amnesia colectiva antes de dejar el poder.
El equipo de Bilardo generaba un mar de incertidumbres al enfrentarse a una de las selecciones más poderosas del mundo, pero a pesar de ello el partido comenzó con buen juego y con cierta paridad de condiciones. En un momento Maradona abrió el marcador con un gol ilícito, porque le pegó a la pelota con la mano a la vista de todo el mundo.
Unos minutos después Maradona se reivindicó con un gol increíble, después de eludir a cinco jugadores ingleses para marcar uno de los tantos más impresionantes de la historia. Tanto que hasta lo gritamos en la oficina en la que mirábamos el partido.
- Este negrito hijo de puta los va a cagar a los ingleses y nos va a cagar la vida a nosotros también, vas a ver.
La voz de Cañón resonó en la oficina pero sin mucho énfasis, porque también había sido cautivado por el gol majestuoso que acabábamos de ver, y de escuchar en el relato desaforado de Víctor Hugo Morales. El uruguayo abandonó su compostura habitual y terminó afónico y llorando de la emoción, agradeciendo a Maradona por haber dejado en el camino a tanto inglés...
Fuere cual fuere el resultado final sabíamos que una gran parte de nuestro orgullo nacional estaba restaurado, Morales había explicitado lo que todos los argentinos sentían. De modo que teníamos un gol haciendo trampa ante los ojos de millones y el mejor gol de la historia: la astucia taimada y el talento de Maradona obraron como redentores del orgullo nacional magullado en unas islas demasiado remotas.
Y obstinadamente olvidadas hasta hacía un par de horas.
Ya no importaba si Argentina ganaba el mundial, lo que estaba claro es que el gobierno lograría apropiarse de parte de esta victoria. Los festejos populares en las plazas de todo el país significaron para Alfonsín un alivio de los problemas de la economía y las tensiones con los militares.
En las semifinales la selección nacional despachó a Bélgica, que había tenido momentos notables. Sin embargo Bilardo había logrado explotar al máximo las condiciones de su mejor jugador, y había disimulado la mediocridad del resto del equipo y de su propia tarea. En resumen, había llegado mucho más lejos que lo que él mismo creía. A nosotros nos había boicoteado una operación política en marcha.
La final fue contra Alemania, que venía de jugar un mundial mediocre en el que incluso fue derrotada por Dinamarca en la primera ronda. Luego le ganaron al equipo de Marruecos, que había hecho culto del aburrimiento, y habían ahogado las esperanzas locales al derrotar por 4 a 1 a México. Llegaron a la final ganándole a Francia, otro de los grandes que venía sin honrar su pasado de gloria.
Previsiblemente, los alemanes habían rodeado a Maradona impidiéndole moverse. Pero Bilardo se había anticipado a este lógico escudo protector y había alterado su esquema de juego dando protagonismo a jugadores ignotos. Argentina comenzó ganando, con un gol de Brown. Después Valdano volvió a marcar, pero los alemanes empataron con dos goles en seis minutos. Finalmente Burruchaga marcó un gol agónico a siete minutos del final. Argentina era campeón del mundo, y además había humillado a Inglaterra.
Como era previsible los jugadores de la selección fueron recibidos en el país como héroes vengadores, y Alfonsín, desoyendo los pruritos de sus asesores más recatados, los llevó al balcón de la Casa Rosada. También él alzó la copa del mundo, sumándose a una euforia que le dio unos meses de respiro mientras reacomodaba sus piezas. Teníamos que pensar en la siguiente operación.
Volví a casa a buscar a Roxi, que otra vez había dejado de lado. Quería llevarla a festejar, total podíamos mezclarnos entre la multitud y nadie nos vería. Entré a casa pensando que ni siquiera le había preguntado si vería el partido allí o en algún otro lugar. El televisor del living estaba apagado. Entré al dormitorio, y me encontré la cama destendida y los cajones abiertos, vacíos. Roxi no estaba.

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