viernes, 22 de mayo de 2020

Capítulo 5: Tras un Manto de Neblina


Me enfoqué en mi trabajo de nuevo, e incluso hasta me dieron unos días de vacaciones en la empresa pocas semanas después, cuando el operativo de contraofensiva estaba terminado, vendido y publicado. Aprovechamos con Roxi, que acababa de rendir unos exámenes, para pasar esos días en una pequeña luna de miel en Colonia del Sacramento. Uruguay me pareció un país lleno de gente sencilla y sensata, donde en algún momento me gustaría poder encontrar un refugio de siesta y paz. En esos meses mi vida entró en una estabilidad extraña, ficticia, en la que trabajaba para los proyectos del Almirante bajo las instrucciones de Escudero y comenzaba a conocer a parte del equipo político de la Marina.
Comenzaba también a conocer algunos detalles menores del poder: me enteré de que el Almirante y un general llamado Galtieri competían por los favores de una vedette con cara de mandril. La mujer tenía un cuerpo escultural, pero era verdaderamente horrible: un rostro equino y siniestro con ojos de serpiente. Pero ya había aprendido que los militares se deslumbran con las mujeres exuberantes, aunque lo que encontraran del cuello hacia arriba les resultaba enteramente indiferente. Esta mujer había coqueteado con varios de ellos, se había acostado con otros más, y siempre había logrado diversas fuentes de “financiamiento” oficial para sus emprendimientos artísticos.
El general que la cortejaba vivía en Rosario, era el jefe del Segundo Cuerpo del Ejército, y me tocó recabar información para el Almirante acerca de sus tratos con esta mujer. Me mandaron a Rosario, donde nunca había estado. Me dijeron que el general vivía en el Boulevard Oroño al ochocientos, así que fui a esa esquina para ver qué encontraba. Encontré una estación de servicios. Necesitaba conseguir información pero estaba a pie y no tenía ninguna excusa para abordar al playero o al empleado de la cafetería de la Shell.
- Buenas noches jefe, mire, soy de afuera y estoy solo, ¿vio? Estoy parando acá a media cuadra. ¿Usted sabe dónde podré ir a tomar una copa por acá, algún lugar donde pueda ver algunas chicas?
Hay una complicidad animal entre los hombres que van de putas, y yo sabía que si el playero era uno de ellos me daría la información que yo necesitaba. A los diez minutos ya me estaba contando sobre esta vedette.
- A la Moria la traen desde Fisherton, también.
- ¿Desde dónde?
- Fisherton, el aeropuerto, ¿viste?
- Ah, es que no conozco.
- Un mono del ejército la trae. El tipo se queda tomando mate conmigo, ¿viste? Mientras la espera. La mina entra acá al lado, que vive el milico. Un minón.
- Ah, ¿y entra así nomás?
- No, me parece que de zurda la entran. Vos calculá que la traen cerca de medianoche. Y en un avión privado la deben traer, porque el único vuelo de Aerolíneas viene al mediodía.
- ¿Y el avión es del milico, che?
- No, ¿qué se yo? Del milico o de algún amigo, viste que estos andan todos entongados.
- Ah...
- Después la mina sale tempranito, antes del amanecer, y el chofer la vuelve a llevar al aeropuerto.
- ¿Y todos los días viene esta mujer?
- ¡No, querido! ¿Cómo va a venir todos los días? Dos veces por semana, tres a lo más, porque parece que tiene mucho laburo en el teatro en Buenos Aires. Lo tiene loco al chofer, no sabés cómo está ese muchacho...
Tal como preveía, la noticia enfureció al Almirante, que juró arruinarle la carrera al general. Pero al poco tiempo se olvidó del tema porque se había enamorado como un adolescente de una modelo bellísima casada con un estanciero. En poco tiempo Graciela, el nuevo amor del Almirante, estuvo en la tapa de todas las revistas y los negocios del marido comenzaron a florecer, apalancados por las llamadas del Almirante a los socios eventuales del cornudo próspero.
Yo había pasado de ser el relator oficial de la Contraofensiva Montonera a ser un vulgar paparazzo al servicio de algunos de los hombres del poder, había cambiado la persecución de subversivos por la pesquisa de alcoba y de negocios privados. Era un poco humillante, no porque pensara que mi función para la Armada fuera precisamente honorable. En realidad tenía claro que no podía apartarme de este negocio. Pero una cosa era armar operaciones políticas porque era mi forma de sobrevivir; seguir las putas finas (o meramente caras) de los militares era otra, bastante más deshonrosa. Y aburrida.
Pero al mismo tiempo mi vida se había facilitado mucho. Ese año comencé a ahorrar para comprar una casa donde pudiera vivir con Roxi fuera del ámbito de vigilancia de los marinos. Roxi había sorteado con éxito su ingreso a Sociales y hacia fin de año había promocionado todas sus materias. Celebramos las fiestas con la familia de su madre, que aún recelaba de Corcho y por ende de mí, presentado como un mero tutor de Roxi. Yo no quería que nadie supiera de nuestra relación antes que su padre, y ya era tiempo de contarle. Ya veríamos como lo anunciábamos.
Después de las fiestas Cattáneo me prestó su casa en Parque Camet, que luego supe que había pertenecido al presidente original de la constructora. La compañía me permitió llevarme uno de los autos de la flota, un Dodge que hacía tiempo que nadie usaba porque todos los directores habían comprado autos importados. Tuve que salir con muchísimo cuidado de la playa de estacionamiento porque hacía muchos años que no conducía. Estuve manejando por Buenos Aires durante una hora y media para acostumbrarme al tráfico, al auto y a mí mismo al volante. Roxi estaba feliz, y me alegró poder tomarme este descanso con ella. Quedamos en que no le diríamos nada a Corcho, y de todos modos lo llamaríamos nosotros desde Mar del Plata.
El viaje fue demasiado largo, en parte porque el tráfico hacia la costa se volvía imposible y en parte porque yo jamás pasaba de 80 kilómetros por hora. El límite de velocidad ya era obsoleto y nadie lo respetaba, pero todavía no me animaba a conducir más rápido, y además no quería arriesgarme a que la policía me detuviera por exceso de velocidad. Sabía que en todo caso me pedirían un soborno, pero además estaba con Roxi y no quería exponerla a ninguna situación en la que hubiera policías de por medio.
Además, Roxi me provocaba desde que salimos de Buenos Aires. Lo hacía un poco para mantenerme despierto y un poco para entretenerse. Hacia el mediodía, y ya a menos de dos horas de Mar del Plata, no soporté más la provocación. El juego se convirtió en una calurosa sesión de sexo en el asiento trasero del Dodge, escondidos entre los árboles al costado de la Ruta 2, en el único lugar que no vimos atestado de gente. Cuando se secó la transpiración de nuestros cuerpos nos vestimos con la pereza de siempre y retomamos el viaje.
La casa que me prestó Cattáneo era un chalet precedido por un parque enorme, que me dediqué a explorar con cuidado mientras Roxi bajaba nuestros bolsos del auto. El alambrado que separaba el parque de la ruta y de una calle lateral estaba cubierto por un ligustro, y tal como pensaba tenía agujeros en varios lugares. Además el terreno tenía una puerta trasera porque detrás de la casa principal había una casa más chica donde vivía el casero. La puerta de la cocina no tenía cerradura, solamente tenía un pestillo al lado de una ventanita, de modo que hasta un niño podía entrar por allí. No podía ser casual que me mandaran a una casa tan vulnerable.
- Roxi, subite al auto, ya mismo. Nos vamos.
- ¿Pero que pasa Roger, te volviste loco?
- No Roxi, esto me parece una trampa, subite al auto te digo, que rajamos de acá.
- Vos estás loco ya, estás viendo fantasmas por todos lados.
- ¡Pero carajo, subite al auto te digo!
Era la primera vez que le gritaba, y era la primera vez que ella me insultaba.
- Sos un pelotudo, Roger, sos un pelotudo.
Cerró la puerta del auto con violencia y salimos de la casa atropellando un cantero y un par de unos horrorosos enanos de jardín. La gente que tiene enanos de jardín padece de una extraña perversión moral que se manifiesta en la necesidad de exhibir su mal gusto. No se puede confiar en gente así. De todos modos no era momento para explicarle a Roxi mi teoría sobre los enanos de jardín, sino de alejarnos de allí lo más rápido posible.
Cuando llegamos cerca del centro frené en una estación de servicio, y sin perder de vista al auto, a Roxi y a su enorme fastidio, llamé al secretario de Escudero en Buenos Aires.
- ¡Salga de allí de inmediato! Es una trampa del ejército, que compró a Cattáneo. No le puedo dar más explicaciones pero salga ya mismo de Mar del Plata, ¿me oye?
- Pero ésta es la zona de Escudero...
- Es zona nuestra, pero los van a buscar por todos lados comenzando por allí. Vayan a Necochea y busquen a José Larrabure, que es de la familia.
- Oiga, pero me van a parar en la ruta entonces.
- ¿Están en auto? ¿En qué auto anda?
- En uno que me ofreció Cattáneo...
- ¿Le prestaron el auto de la compañía? Déjelo en alguna estación de servicios, debe estar lleno de micrófonos. Tómese un micro a Necochea, que salen cada media hora.
Comprendí entonces por qué no funcionaba la radio. Y comprendí que además tendrían una grabación con mis diálogos con Roxi, que revelaban la naturaleza de nuestra relación, de nuestros juegos y escarceos, y hasta de las palabras que decíamos cuando hacíamos el amor. Afortunadamente ese tenor del diálogo me había evitado hacer cualquier referencia a mi trabajo, a Escudero o el Almirante, e incluso a Corcho. Le agradecí a Roxi, y logré que sonriera al cabo de un largo rato de tensión. Ya vería qué hacer con el hecho de que ahora esta gente sabía de Roxi.
Bajamos los bolsos del auto y tomamos un taxi hasta la estación de buses. Llegamos a Necochea en un bus destartalado y polvoriento que necesitó casi tres horas para cubrir 130 kilómetros. La furia de Roxi renació en cada parada de ese bus, y no cedió ni siquiera cuando le confirmé, en detalle y varios kilómetros más adelante, que la casa de Camet era una trampa y que, en todo caso, le acababa de salvar la vida.
- Sos un pelotudo igual, insistió.
Quedamos al amparo de un primo de Escudero que regenteaba el casino, y adivinó, antes de que nos acercáramos a él, que Roxi y yo necesitábamos una ducha con urgencia. Larrabure nos llevó a su casa y nos alojó en la habitación de huéspedes. Nos dimos una larga ducha juntos, en la que nos sacudimos la transpiración, el polvo, el olor a sexo y el malhumor. Para cuando salimos de la habitación nuestro anfitrión nos esperaba con un aperitivo.
Ya era obvio, después de nuestro escape, que no debía volver a la compañía. Comencé a preguntarme qué más podrían saber de mí o de Roxi, aparte de lo que habrían escuchado los hombres de Cattáneo, suponiendo que el auto efectivamente tuviera micrófonos ocultos. Por supuesto que nunca nadie de la empresa me pidió la dirección de mi casa pero no podía estar seguro de que no me hubieran seguido alguna vez.
Escudero en persona se había encargado de protegerme, una vez más. Nos reunimos en Necochea al día siguiente de mi llegada, pero esta vez con un prolijo operativo de seguridad. Mandamos a Roxi de compras con la mujer del primo de Escudero así teníamos tiempo para charlar tranquilos. Ni su llegada, ni los operativos, ni la presunta emboscada de Cattáneo me parecían irrelevantes: intuía que algo denso se estaba preparando.
- Intuye bien Bermúdez. Se está cocinando un evento global que nos va a relanzar políticamente. Naturalmente, estamos disputando el liderazgo del operativo y vamos a pelear todos allí. Esta vez será una guerra más convencional, si se quiere. Estamos trasladando nuestra gente al sur, a Río Gallegos. Estamos movilizando tropas.
- ¿Otra vez hay problemas con el Canal?
- No Bermúdez, esta vez no es el Beagle ni los chilenos. Son las Malvinas y los ingleses.
Casi me atraganto con el café que estaba tomando. Este hombre, si no me equivocaba, me estaba hablando de una reconquista de las islas Malvinas, en manos de los ingleses desde hacía siglo y medio. Significaba un proyecto de una ambición formidable, a la medida de las misiones que se había impuesto el Almirante con la ejecución de Escudero.
- Nuestro análisis es el siguiente. Usted sabe que tenemos problemas en el frente interno, la economía no arranca y los políticos y los sindicalistas están empezando a juntarse. Con una operación como esta vamos a encolumnar a todo el mundo en apoyo del gobierno.
- …
- También estamos gestionando el apoyo de otros gobiernos de latinoamérica, y salvo Chile nos apoyarán todos, incluso Estados Unidos. Al frente tenemos a la Thatcher, que está en medio de una crisis de gobierno y no está en posición de defender las islas. Será un ataque sorpresa, dentro de muy poco, y vamos a necesitar que usted nos ayude con el manejo de la opinión pública. Esta patriada va a fortalecer el liderazgo argentino en el Cono Sur, pero tenemos que tener bien atado el frente interno primero. En el medio tenemos que pelear con las otras fuerzas. Usted nos va a ayudar a difundir prioritariamente las acciones de la Marina y subrayar los errores del Ejército en el momento oportuno, después de la conquista.
- ¿Y la Fuerza Aérea?
- La Fuerza Aérea no cuenta, no tienen visión política, se van a contentar con tener un bautismo de fuego. Yo estaré en el frente con mi brigada así que no estaré disponible.
Me pareció que estaba mirando una película, Escudero me estaba confiando que pensaban entrar en una guerra con Inglaterra por las Malvinas y yo no sabía si estaban totalmente desquiciados o si realmente tenían en sus manos la llave para entrar en la historia.
- Sé lo que piensa Bermúdez, y no se preocupe que tenemos perfectamente calculados los costos y los riesgos. Y los beneficios, claro. La guerra contra la subversión nos trajo algunos problemas con la opinión pública internacional, como usted sabe bien, pero con esta acción vamos a embarcar a toda América Latina en contra del colonialismo. África se plegará y seguramente alguna grieta abriremos en la Unión Soviética. En unos años nadie se acordará de la guerra antisubversiva. Ni los cubanos podrán quedarse afuera, lo vamos a tener a Fidel Castro aplaudiéndonos de pie...
Comencé a preguntarme si realmente había escuchado bien. ¿Escudero mencionó a Fidel Castro?
- ...pero tenemos el problema del ejército, ellos no querrán compartir la gloria y nosotros la queremos entera para nosotros. No tenemos tiempo para desplazar a Galtieri antes de la guerra, pero nos encargaremos de eso ni bien podamos. Usted concéntrese en operar a los medios y elaborar las noticias que necesitamos. Nosotros haremos el trabajo y usted contará la historia. A propósito, estamos por limpiar a Cattáneo y vamos a despejar su oficina, pero necesitamos que cuando vuelva a Buenos Aires usted se mude a otro lado. Le ruego ver a las personas que le recomendé la vez pasada, no podemos arriesgarnos a que lo encuentre cualquiera.
- ...
Escudero se fue de la base naval donde nos habíamos reunido, y recién entonces percibí un movimiento inusual de pertrechos y armamentos al que no le hubiera prestado atención un par de horas antes.
Volví al casino y encontré a Roxi patinando en la pista. Me quedé un rato mirándola, estaba dolorosamente hermosa, con unos shorts mínimos y una camisita anudada en la panza. No sé si ella era consciente de la belleza de su cuerpo, pero la naturalidad con la que lo exhibía con esa ropa me sugería que sí, que conocía perfectamente el poder que tenía y que ejercía sobre los hombres, y fundamentalmente sobre mí.
De todos modos la vi inmensamente vulnerable, ajena, pero no lejana, a las atrocidades que la habían rodeado y las que se cernían sobre ella. En realidad, creo que todos ignorábamos la real densidad de las nubes que comenzaban a perfilarse en el horizonte. Estábamos por entrar en guerra. No sabía por cuánto tiempo, solamente tenía la certeza precaria de que Roxi estaba a salvo, pero ella tenía primos y seguramente amigos varones que irían a la muerte segura.
Yo no estaba tan seguro como Escudero sobre el éxito de su plan. Nos estábamos metiendo con el Reino Unido, con la OTAN. ¿Estarían dispuestos los chicos de la edad de Roxi a meterse en ese berenjenal? ¿Y el resto de la gente, los argentinos, se sumarían con abnegación a una guerra, como Escudero daba por sentado? Traté de aventar mis miedos como si fueran una mosca pertinaz volando frente a mis ojos. Hasta ahora todo había salido más o menos como Escudero había dicho, desde que me sacaron de “capucha” hasta hoy. Roxi me vio, y vino hacia mí. Me olvidé de mis miedos, pero no por completo.
- Mi amor, ¿qué misión secreta te encargaron ahora, que andas tan misterioso?
- Ninguna Roxi, volver a mi trabajo pero desde otra oficina. Parece que hay una interna arriba y mi jefe, o el tipo que hacía de jefe mío, me quería hacer una jugada fea. Vamos a tener que mudarnos, mi amor, no sé bien de qué se trata ni cuándo se termina, pero por un tiempo tenemos que cuidarnos.
Le cambió el semblante, yo sabía que ella se había enamorado de nuestros departamentos y que no querría mudarse.
- Mirá, es un embole, pero esto es así. Si queremos estar tranquilos tengo que tomar medidas de seguridad más jodidas. Por ahora y hasta que me avisen no podemos volver a casa. Buscaremos un lugar lindo para vivir y no hace falta que le digas a tu papá que nos mudamos, ¿estamos? Ahora vamos a tomar un helado que me dijeron que por acá hay unos que son buenísimos.
Me miró con los ojos entornados cuando le hablé de los helados. La había convencido.
Nos quedamos tres semanas en Necochea; apenas pudimos encontrar algo lindo y confiable para alquilar, agradecimos la hospitalidad de Larrabure y nos fuimos de su casa. Nos instalamos en un departamento con ventanales hacia el mar. A los dos nos recordó esos días en Acapulco, todo ese deseo contenido a medias y la necesidad de enfriar la sangre: esos días fueron como una revancha de sexo, aunque también acentuaban la ausencia de Corcho. Agradecí que estuviera lejos, porque si no sería capaz de enrolarse como voluntario para ir a pelear a las islas.
Para la última semana de marzo ya me había documentado sobre las Malvinas, había leído incluso hasta los libros de la izquierda nacionalista que habían sido prohibidos unos años antes. Ya había arreglado con los directores editoriales de todos los diarios importantes la forma que le daríamos a la noticia. Ya todos ellos sabían lo que estaba a punto de ocurrir: cada una de las fuerzas había filtrado alguna información para congraciarse con los dueños de la opinión pública. Pero nosotros habíamos sido los primeros en sentarlos en una mesa para acordar la cobertura.
Estaba previsto que la toma sería inmediata, que prácticamente no habría resistencia en las islas, y que para cuando Inglaterra quisiera reaccionar y defenderlas ya contaríamos con el aval de Estados Unidos, el resto de América Latina, la ONU y todo el Tercer Mundo. No sabíamos, ni siquiera yo, cuál sería la fecha del desembarco. Solamente una revista menor, que sospechábamos de izquierda, había comentado sobre el movimiento de tropas en el sur; pero logramos intervenirla antes de que pudieran profundizar en el número siguiente, que terminó dedicado al mundial de fútbol en España.
El treinta de marzo la CGT organizó un paro general y marchó hacia la Plaza de Mayo. Era un hecho inusual pero atisbamos indicios de que alguien había operado sobre los sindicalistas justamente para que marcharan en esa fecha. No nos pareció que fuera una coincidencia, y estuvimos horas discutiendo con el secretario de Escudero y el director de La Nación si la presión ejercida por esa movilización que terminó con palos y gases aceleraba u obstaculizaba los planes militares. No llegamos a ninguna conclusión, salvo que la huelga tenía la firma de los servicios de alguna de las tres armas. Había alguien, en alguna de las fuerzas, que en realidad parecía que no quería pelear. O que tal vez, como yo suponía, quiso precipitar los hechos. Cuando expuse mi teoría noté una sonrisa casi imperceptible en el rostro del secretario de Escudero.
El dos de abril amaneció nublado en Necochea. El otoño ya había comenzado a hacer jirones la cadencia del verano, la ciudad se había desangrado de turistas y ya dejaba de ser un lugar seguro para escondernos, porque los que veníamos de afuera nos volvíamos más visibles y quedábamos más expuestos. Mientras el Comandante Pedro Giacchino desembarcaba en Puerto Stanley y se convertía en el primer mártir de Malvinas, nosotros regresábamos a Mar del Plata, que comenzaba a hervir por los preparativos para la guerra. Los funcionarios locales estarían lo suficientemente ocupados como para ocuparse de nosotros, y según supe, Cattáneo y sus cofrades ya habían sido borrados del mapa. Y del mundo de los vivos.
Escudero nos alojó en un departamento de su familia durante la semana que estaríamos allí. Desde el momento mismo del desembarco Buenos Aires se había convertido en una fiesta, la ciudad estallaba en un fervor patriótico que a algunos les recordó los meses del mundial de fútbol del '78 y anticipaba el que comenzaría en pocos meses. Incluso Galtieri salió a arengar a la gente que se había agolpado frente a la Casa Rosada y lo vitoreaba agitando banderitas de plástico. Era la misma gente que había echado a palazos de la plaza solamente cuatro días antes.
A nadie le había llamado la atención que de repente hubiera millares de banderitas de plástico en todo el país, producidas y distribuidas oportunamente para ser vendidas en las concentraciones que ocurrían en todas las ciudades. Nadie se preguntaba nada, las cosas sencillamente ocurrían.
En esas condiciones de borrachera colectiva no era aconsejable tener reuniones con la gente de prensa, en parte porque la necesidad de contar con su apoyo había relajado algunos controles y podíamos sufrir filtraciones indeseadas, y en parte porque la interna militar se había hecho feroz y despiadada, con ataques soterrados entre funcionarios y agentes de las distintas fuerzas. De modo que terminamos coordinando la estrategia de prensa de la Marina desde Mar del Plata, que era el lugar en el que el Almirante y Escudero se sentían como en casa. Al cabo de esos primeros días en lo de Escudero sentimos la necesidad de conseguir un poco de intimidad, y nos instalamos en un hotel cerca de Playa Grande.
Roxi se dedicaba a estudiar casi todo el día, mientras yo trabajaba con un ritmo afiebrado. Por el momento las cosas nos estaban saliendo bien, porque la toma de las islas fue rápida y relativamente incruenta. Y aunque la armada británica ya estaba en camino contábamos con que no atacaría, especialmente si las operaciones del Almirante resultaban fructíferas. Supe que había tejido una red de alianzas con un grupo de empresarios que operaba en las sombras a través de la Propaganda Due.
Nuevamente la P2 aparecía en el mapa político tejiendo alrededor del Almirante: sus intercesores en este trance eran personajes poderosos vinculados al tráfico de armas y al Banco Ambrosiano, y el Almirante aspiraba a que el Papa en persona intercediera a favor de Argentina, junto con varios nobles italianos y españoles. Por otra parte, el presidente militar de Perú ya había ofrecido su apoyo, aunque el gobierno argentino era reacio a aceptarlo porque esperaban sumar aliados que consideraban de mayor nivel, como los norteamericanos que mantenían una neutralidad cada vez más incómoda. El resto de los países latinoamericanos ofrecían su solidaridad pero no mucho más, y el resto del mundo parecía más bien estupefacto por la iniciativa argentina.
Sin embargo los Mitre y los Noble insistían con el tema que más preocupaba al Almirante, la posición de Estados Unidos. Yo sabía bien que podía fraguar noticias casi de cualquier naturaleza, pero no podíamos inventar un apoyo que la misma embajada no hacía público, porque si llegaban a desmentirnos quedaríamos como el hazmerreír de la historia: fue la Marina la que aseguró en la reunión de la Junta que contábamos con el apoyo de los americanos.
Además del bochorno interno sospechábamos que si Estados Unidos se mantenía al margen, y aún peor, si desmentían un apoyo fraguado, Inglaterra podría sentirse autorizada a tratar de reconquistar las islas. Necesitábamos que Reagan se decidiera de una buena vez, y para eso teníamos que generar un hecho lo suficientemente drástico como para que abandonase sus titubeos. Para complicar aún más las cosas, el Consejo de Seguridad de la ONU había emitido una resolución imprevista ordenando el inmediato retiro de las tropas argentinas al día siguiente de la reconquista.
Le propuse a Escudero una operación arriesgada: forzaríamos a Inglaterra a cometer un crimen de guerra que no pudieran redimir ante la opinión pública europea y americana, y si lográbamos ser lo suficientemente convincentes para victimizarnos podríamos inclinar la balanza a nuestro favor. Tal vez en ese caso ni siquiera necesitaríamos del apoyo de Reagan, bastaría con que otros países, y especialmente Europa, condenasen el accionar inglés. Debía ser la Marina la que asumiera la responsabilidad y el riesgo de la operación para poder monopolizar su rédito político.
-Escudero, nosotros tenemos que poner los muertos. Tienen que ser un grupo inofensivo para contrastar con el poderío del ataque británico. Si pudieran ser colimbas, mejor. Si logramos que los ingleses bombardeen una base naval desarmada y que no esté preparada para atacar, que no perdamos armas ni poder de fuego, podremos armar una buena puesta en escena que avergüence al gobierno de la Thatcher.
- Pienso en otra cosa, pienso en un barco nuestro. Todavía no van a bombardear el territorio.
- ¿Tenemos alguno que podamos sacrificar?
Le brillaron los ojos como cada vez que tenía una idea atroz.
- El Belgrano. Es un crucero que podemos llenar de pendejos y mandar a merodear cerca de las islas. Filtramos a los ingleses que el crucero lleva los Exocet y lo dejamos desguarnecido. Después lo hacemos alejarse del teatro de operaciones para que los ingleses no puedan justificar el ataque, que tiene que ser fuera de la zona de exclusión que ellos mismos fijaron. Ese crucero tiene problemas en las turbinas y no puede desarrollar más de 18 nudos por hora, pero los británicos lógicamente no lo saben y les llamará la atención que se aleje tan lentamente. Van a sospechar que es una falsa evasión. Además tuvo un problema en la proa que le arreglaron hace poco pero mal, así que un torpedo en esa zona lo mandará a pique de inmediato.
Escudero tenía un sentido escénico que me dejaba anonadado: le propuse un concepto y me devolvió una tragedia lista para ser montada.
- ¿Y qué pasa si se defiende? Digo, por más que tenga colimbas tratarán de defenderse de un ataque.
- Mire Bermúdez, como le digo, el Belgrano es un barco viejo y con un par de misiles los ingleses lo pueden hundir. Mejor si los pendejos se defienden, los convertiremos en héroes. Los mártires que necesitamos para el frente interno.
- Perfecto, si después informamos que el barco no tenía ningún poder bélico nos aseguramos el éxito de la operación. Paseme la información que pueda necesitar para ir armando las gacetillas.
Escudero se levantó para irse.
- Vuelvo a las islas mañana temprano, esta noche me ocuparé de los detalles de la operación. Vamos a ganar, Frana... perdón, Bermúdez.
Le sonreí, era la primera vez que se equivocaba con mi nombre. Por lo demás, este hombre nunca se equivocaba.
El hundimiento del Crucero General Belgrano fue un desastre perfecto: 323 chicos apenas entrenados para la guerra murieron ahogados, congelados o quemados por el fuego de la armada inglesa. Tal como estaba previsto, al cumplirse un mes exacto del desembarco argentino en Malvinas los ingleses torpedearon el crucero, convencidos de que llevaba misiles y oficiales calificados a las islas.
Cuando difundimos que en realidad su carga consistía en un montón de soldaditos inermes esperábamos lograr un impacto de indignación en la opinión pública, sobre todo en Inglaterra. Sin embargo, el gobierno británico solamente explicó que el crucero había merodeado la zona de exclusión y que había procedido a torpedearlo como lo haría con cualquier otra nave argentina que violara sus límites. A nadie le importó demasiado que en realidad lo habían torpedeado afuera del área de exclusión e incluso cuando se alejaba de las islas.
El mensaje real de la Thatcher es que iban en serio, que estaban determinados a pelear y ganar las islas. La mayoría de los ingleses reaccionaron con júbilo y con el mismo tipo de fervor que yo había visto en la Plaza de Mayo por televisión. Para ellos era casi como un adelanto del mundial de fútbol que comenzaría en España, y disfrutaban ganarle este partido al campeón del mundo. Pensé que si la situación interna del gobierno inglés había sido parecida a la del argentino, entonces esta guerra les había servido para lo mismo que nosotros queríamos conseguir: legitimarse con una fiesta de patriotismo fácil y pasar a segundo plano sus propias crisis. Si esto era así, nos habíamos construido nuestra propia trampa.
En el frente interno el hundimiento del Belgrano significó un impacto grande en la moral de la tropa: lejos de enardecer a los soldados les mostró el lado verdadero, sórdido y cruel de la guerra, y ese humor comenzó a permear entre la gente que asistía hasta ese momento como espectadora de una justa deportiva. Estados Unidos apenas lamentó en un comunicado escueto las muertes de los soldados, pero siguió en su tesitura neutral. A esta altura el Ejército comenzaba a hostigar abiertamente a la Marina porque los resultados en el campo de batalla eran cada vez peores, y serían aún más graves si los norteamericanos no aparecían para salvarnos la ropa.
Para empeorar las cosas la fuerza aérea estaba teniendo un desempeño notable, y eran los únicos que podían pelear contra los ingleses con cierta altura. El bautismo de fuego de los aviadores ya era un éxito: a pesar de sus pérdidas ya tenían varias victorias en escaramuzas y bombardeos, e incluso habían hundido algunos barcos de la armada invencible. Tal como estaban las cosas, la fuerza aérea era la única que cumplía un papel decoroso. Yo ya no tenía más ideas, y Escudero estaba entrampado en las islas librando batallas contra sus superiores que no dejaban de retroceder sin disparar un solo tiro.
El ejército había organizado festivales solidarios para que la gente donara cosas para los soldados, pero comenzaba a sospecharse que esas cosas no llegaban a las islas. Aun así el comportamiento de la prensa era ejemplar, todos los medios sostenían la victoria argentina que era inminente, y no había ninguna filtración de las noticias incómodas. Solamente nos molestaba Radio Colonia, pero no estábamos en posición de silenciarla: los militares uruguayos no nos acompañaban en la batalla ni en las operaciones de prensa. De todos modos poca gente lograba captarla, y nuestra posición triunfante no estaba en peligro.
Roxi había abandonado sus últimas hebras de mejicanidad y se sentía más argentina que nunca. Había comenzado a cursar en Mar del Plata y a participar en un grupo de estudiantes universitarios que organizaban colectas para los combatientes y recitales de música en castellano. Comenzó a rondarla un chico de Economía, al que Roxi llamaba Aimé. El chico me pareció un caradura sin escrúpulos ni más intereses que el dinero, las fiestas y las chicas fáciles. Iba a tener que ocuparme de él en algún momento.
El 14 de junio apareció Galtieri por la cadena nacional anunciando el cese de las hostilidades y la paz en las Malvinas. Era una forma de decir que se habían rendido.
Hacía varias semanas que la situación bélica era insostenible, pero para la mayoría de la gente la rendición significó una sorpresa. Después vi las fotos de Escudero, que efectivamente había ingresado a la historia, pero como el hombre que firmó la capitulación argentina frente a los capitanes británicos Pentreath y Barker. Su nombre verdadero a esta altura era puramente anecdótico. Intuí que Mar del Plata sería un mal lugar para vivir después de la derrota, se llenaría de marinos derrotados y resentidos, y la gente comenzaría a mirarlos con desprecio. Aún peor: iban a tener que empezar a saldar cuentas con el ejército y la aviación, y yo sabía que los vendrían a buscar acá mismo, al lugar donde habían reunido su poder y sus negocios, sus crímenes y sus vedettes.
Yo había quedado demasiado expuesto y asociado a ellos. Y era una de las piezas más vulnerables del armado, sin poder propio ni estado militar, de modo que además de un blanco fácil era un vehículo perfecto para enviarle a Escudero cualquier tipo de mensaje.
- Mañana nos volvemos a Buenos Aires, Roxi. Andá preparando tus cosas porque salimos a las siete.
- Pero pará, dejame despedirme de mis amigos de acá, que hoy no los pude ver y estamos todos mal con esto de la rendición.
- Ninguna despedida Roxi, la mano va a estar pesada en todos lados y no podemos andar dando vueltas por ahí.
Roxi se metió en la habitación y dio un portazo. La escuché armar las valijas otra vez. Ese pendejo Aimé acababa de salvar el cuero. Acaso yo también.
Llegamos a Buenos Aires en medio de un silencio tormentoso. Roxi no me había hablado en todo el viaje y la ciudad parecía desierta después de los palazos de la policía. Era la segunda vez que la gente se manifestaba contra el gobierno, que no había atinado a responder al malhumor. Estaba comenzando un largo invierno en Argentina, los chicos que volvían de las islas traían con ellos un frío indecible, de ausencia, de pérdidas, de fin de fiesta o fin de la inocencia.
A poco de retornar muchos soldados manifestaban problemas psicológicos, se fueron convirtiendo en “los locos de la guerra”, esos que recibieron más frío en su regreso a casa que el que padecieron en las trincheras congeladas de Malvinas. Una nueva frase se popularizó con el mundial de fútbol, en el que nuestro desempeño fue lamentable: perdimos como en la guerra.
En ese clima de frustraciones los militares empezaron a coquetear con la idea de una salida democrática, entregándole el gobierno a algún grupo de civiles confiables y reteniendo el control de los negocios y los resortes del poder real.
El partido que el Almirante quiso armar para una eventual salida democrática ya no era viable, porque comenzaron a correr rumores sobre la suerte de algunos empresarios y diplomáticos que habían aparecido muertos o simplemente habían desaparecido. Se supo sobre la suerte infausta de la Doctora Menéndez, a quien encontraron flotando en el río Luján. La identificaron por su reloj, el mismo que no se sacaba ni siquiera para meterse en mi cama en París. Corrieron la misma suerte algunos periodistas allegados al gobierno y empresarios amigos de Menéndez, e incluso el mismísimo embajador en Venezuela.
Además, la Marina y en particular el Almirante habían quedado en una posición muy débil después de la guerra. Su partido para la democracia social estaba conformado por aventureros que no tardarían en elegir mejor destino y por Montoneros reciclados en el cautiverio, que difícilmente lo acompañarían si pudieran elegir. Esa sería entonces mi próxima misión: buscar un candidato para el partido militar.
Antes me encargué de otra tarea más grata: comprar un departamento, mi primer departamento. Roxi se enamoró de uno que estaba en Posadas, a pocas cuadras de los que habíamos alquilado antes. Definitivamente mi chica no quería moverse de Recoleta.
Escudero había vuelto directamente a Buenos Aires: no quiso ir a Mar del Plata, donde se sabía buscado. Cenamos un par de veces en nuestro departamento nuevo y comenzamos a tirar líneas sobre los políticos que podíamos convencer. Uno de los primeros en acercarse a nosotros fue Ítalo Luder, un chaqueño que había gobernado interinamente por unos meses antes del golpe. Nos parecía un tipo timorato, sin imaginación ni talento, un burócrata del peronismo conservador; pero al menos podía leer de corrido, usaba corbata y no andaba armado. Era el candidato perfecto.
Habíamos descartado la idea de traer a la esposa de Perón porque el Almirante se había enemistado con López Rega por cuestiones internas de la P2, y además porque estábamos convencidos de que ella estaba realmente loca. Circulaban rumores sobre prácticas esotéricas y aberrantes entre López Rega y ella, pero fundamentalmente la creíamos incapaz de llevar adelante una campaña electoral. Sin embargo, la lealtad de los peronistas hacia ella seguía relativamente vigente, porque muerto Perón no estaba claro si era legítimo que existiera otro liderazgo que el de su última esposa. Los radicales acababan de elegir un abogado de izquierda que no tendría ninguna chance, y los otros partidos simplemente no contaban.

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