viernes, 22 de mayo de 2020

Capítulo 1: La Pecera

Cuando me sacaron de ‘capucha’ creí que se terminaba todo. Me vino a buscar el Tigre Acosta en persona, acompañado por un oficial más joven; pero en lugar del subsuelo me llevaron a las duchas. El Tigre no habló en todo el tiempo mientras me bañaban, debo asumir que al oficial joven le encargaron la tarea de desnudarme y asearme: a pesar de que seguía encapuchado, o tal vez justamente por eso, le notaba el temblor de las manos. Puedo jurar que ese chico hacía arcadas, hacía mucho más de un mes que yo no podía bañarme. Después sí, habló Acosta.
A esa altura el miedo y el frío habían cedido parte de su espacio unívoco a una incierta, insana curiosidad. De acuerdo a lo que había aprendido en ese lugar, no te bañan cuando te trasladan, no hay ducha ni cigarrillo ni último deseo: sólo te llevan y no volvés más. Había oído que a los trasladados los llevaban cerca de acá, a Aeroparque. Y después, nadie sabía bien qué pasaba.
Supe que no me llevaban a Aeroparque. En cambio me pusieron una capucha limpia, y con las manos esposadas como estaba me fueron vistiendo con ropa ajena. Sólo me sacaron las esposas para ponerme una camiseta y una camisa, y después me volvieron a esposar pero con las manos adelante. Me pusieron un pulóver sobre las esposas, como hacen con los presos en la televisión o en las fotos del diario. Por un momento creí que me iban a llevar a algún lugar con gente, pero después casi me río de mi ocurrencia. Me llevaron por varios pasillos, acaso para despistarme, y volvimos a subir las escaleras. Antes de subir alcancé a escuchar el ruido de la calle, un poco lejos, como si hubiera una avenida a unos cien metros. No llegamos al entretecho, entramos a una habitación en el primer piso, cerraron las puertas a mis espaldas y me sacaron la capucha.
La luz me encandiló porque hacía mucho que estaba acostumbrado a estar encapuchado; me ardieron los ojos y tuve que bajar la cabeza por un rato. Cuando pude ver a mi alrededor, vi que había otros tipos en la habitación. Uno de ellos me pareció familiar por haberlo visto en televisión o en la foto de algún diario. Era curioso, la televisión y los diarios aparecían como explicándome cosas, narrándome esas realidades que se habían ido difuminando al cabo de los días en este infierno de cabotaje. Me costó terminar de reconocer a este hombre de traje gris, pero era el Almirante Massera en persona. Los otros eran un par de miembros de la patota, uno a cada lado del almirante y con la mano a la altura del riñón izquierdo. Había también dos chicos más, jóvenes y flacos, ojerosos, que me miraban con una expresión de a ratos vacía y de a ratos implorante. También estaban vestidos con una ropa que les quedaba grande.
El Tigre habló.
Dijo que sabían que yo no estaba demasiado comprometido, y que podían darme una oportunidad si me encargaba de algunas tareas de oficina. Lo miré como queriendo entender. Me dijo que en unas oficinas un grupo de personas recuperadas estaban haciendo trabajo de archivo y seguimiento periodístico de acuerdo a las instrucciones de la Marina, que era una forma de reparar el daño que habíamos cometido y de contribuir a la pacificación de la nación. Que creían que no todos los prisioneros eran irrecuperables, sino que algunos podían tener una chance ayudando en esas oficinas. Miré a los dos chicos, que bajaron la vista.
Les pregunté que podía hacer yo. Me respondió el Tigre: conocían mis antecedentes como periodista, sabían que había estudiado en la universidad, y que podía trabajar con los diarios y las informaciones que ellos iban recibiendo diariamente. Que tenía que hacer reportes de prensa e identificar a algunas personas para que ellos supieran en qué andaban. Los dos chicos seguían con la mirada fija en los mosaicos del suelo, como leyendo una sentencia en la monotonía amarilla del granito. Los dos chicos se miraron entre sí, callados y ajenos a la confirmación de esa suerte de anticipo o premonición que jugaba con mi mente: la prensa, los diarios, la televisión.
Recién en ese momento el Almirante descruzó sus brazos y habló.
Dijo que estaba convencido de que algunos de nosotros éramos personas valiosas que habían elegido un camino equivocado. Que la mayoría eran ateos marxistas y no tenían remedio, y que habían obligado a las fuerzas armadas a asumir la defensa nacional iniciando una guerra que no querían pero que iban a dar, y estaban dando, hasta eliminar por completo la amenaza subversiva. Pero que otros simplemente fueron unos incautos que creyeron en esos cantos de sirena y se dejaron llevar por esos discursos, aunque él sabía que a la patria la querían bien. Sospeché que se refería a nosotros, y que sólo los imbéciles y los traidores, por estupidez o cinismo, podían aspirar a la bendición de sustraerse a la ‘capucha’, al Tigre y a las sesiones de parrilla y picana.
Dijo que estaba preparando un proyecto de país para cuando concluyera el proceso de reorganización nacional, y que estaba reclutando los mejores cerebros del país para ponerlos al servicio de la patria. Que nosotros, los recuperados, tendríamos un lugar en ese proyecto. Él personalmente estaba seleccionando a las personas que lo acompañarían en esa gesta refundadora, y sugería que yo podía ser un engranaje de ese mecanismo: era mi oportunidad para dedicarle mi vida a algo trascendente. O, meramente, salvar mi vida.
Después volvió a cruzar sus brazos y me miró con la cabeza ligeramente ladeada, como esperando el resultado de un experimento. Nunca me dijo, ni quise saberlo, si me consideraba del grupo de los imbéciles o del grupo de los traidores.
Era evidente que yo no tenía opciones, que si rechazaba su invitación me esperaba un traslado. Tampoco podía fingir un heroísmo que no tenía, después de la parrilla no me quedaba ni gota de la valentía que habíamos fingido durante esos años. Asentí, abrí un poco la boca pero la sentía empastada, no pude decir una sola palabra, tragué con dificultad una saliva espesa. Bajé los ojos y murmuré “acepto”. Adiviné en los labios delgadísimos del Almirante un rictus que parecía la sombra de una sonrisa. Lo miró al Tigre y le hizo un gesto con la cabeza. Me volvieron a colocar la capucha y escuché los pasos del almirante que se alejaban, acompañados por los de sus guardias.
- Se terminó la reunión, dijo el Tigre.
Me dieron media vuelta y comenzaron a conducirme hacia afuera de la sala. No podía verlos, pero sabía que esos dos chicos ojerosos y mal vestidos me estaban mirando.
Me llevaron por otro pasillo, me hicieron subir y bajar varios escalones y finalmente terminé frente a la puerta de “capucha”. Pero en lugar de empujarme a mi cubículo, a mi reino miserable de medio metro de altura, me arrastraron hacia la derecha, a lo que llamaban “el pañol”. Cuando cerraron la puerta el Tigre me dijo que la propuesta del Almirante era un regalo que una basura como yo no merecía, pero que él cumplía órdenes y controlaba que las suyas se cumplieran. Después sí, me volvió a llevar a “capucha”, pero en lugar de mi tabique al fondo del entretecho, me empujaron a una de las celdas a la izquierda del pasillo. Me dijo que al otro día me vendrían a buscar a las siete de la mañana, dio media vuelta y se retiró. El oficial joven había sido reemplazado por otro guardia, que parecía más experimentado. Me sacó la capucha y las esposas.
- Acá no las vas a usar, pero más vale que tengas mucho cuidado de no hacer boludeces, porque si generás algún problema, todo lo que te pasó desde que llegaste acá te va a parecer un cuento de hadas comparado con lo que te voy a hacer yo. En media hora te traen la comida.
La celda tenía un metro y medio por dos, con un colchón en el suelo. Era acaso un poco más grande que los tabiques, pero estaba relativamente limpia y el colchón tenía una frazada. Un rato más tarde escuché pasos en el pasillo, pero no eran pasos de borceguíes ni de los zapatos del capellán, sino pasos desacompasados, como de personas mareadas o débiles. Eran los dos chicos que había visto en la oficina del Tigre; uno entró a la celda contigua a la mía y el otro a una celda unos metros más allá. En ese momento me di cuenta de que no sabía cuántas celdas habría en ese lugar, ni si había otras personas. Del otro lado del pasillo estaban los prisioneros de los tabiques que rotaban constantemente, pero no había logrado identificar a los habitantes de las celdas, acaso una élite de ese submundo. En estos lugares nunca se sabe si la persona que uno tiene al lado es un compañero de infortunio o si es alguien que sólo quiere sacarte alguna información. Frecuentemente son las dos cosas a la vez, porque tener algo para informar puede ser el pasaporte para sobrevivir un día más.
Después de unos minutos se escuchó el chirriar de la puerta de entrada y el ruido metálico de algo que rodaba sobre el cemento helado. Era la hora de la comida. Eso que rodaba rodó un par de metros más y se detuvo a pocos pasos de la puerta de mi celda. Se abrió la puerta, dejaron algo en el suelo, se cerró la puerta. Cuando la cosa que rodaba llegó frente a mi celda y escuché un ruido de candados y cadenas me di vuelta contra la pared del fondo.
- Mirálo vos al nuevo, se pone en penitencia solito.
Una voz cascada, con tonada cordobesa y una risa sofocada por la apnea. Cerraron mi puerta y al lado de ella encontré un plato metálico con un puchero y una cuchara. Supe que tenía un vecino a mi derecha, y tres más hacia el fondo del pasillo. Serían en total unas cinco o seis celdas; la que estaba a mi izquierda parecía vacía. Esa cosa que rodaba rodó de regreso hacia la puerta de “capucha”, que se cerró. Quince minutos después entró a la sala el mismo tipo, ahora sin la cosa que rodaba. Fue abriendo las puertas, retirando los platos, cerrando las puertas. Esta vez me senté mirando la pared opuesta al colchón, con la puerta a mi derecha.
- Prolijito el nuevo, se ve que tenía hambre.
Otra vez el cordobés y su risa cianótica. Con el rabillo del ojo vi que levantaba mi plato y lo metía dentro de una bolsa de arpillera. Cerró la puerta.
Cuando terminó y se fue, comenzó un diálogo apagado, un susurro entre vecinos de celdas. En ‘capucha’ no se puede hablar casi nunca, siempre hay vigilantes que lo impiden. Me dijeron que alguna gente se comunicaba con código Morse, pero yo nunca lo aprendí, y tampoco escuché esos diálogos de golpecitos arrítmicos.
El vecino de la derecha era uno de los chicos que estaba en la oficina. Me preguntó con cautela de donde venía. Del fondo del pasillo, de un tabique.
- ¿Cómo cinco meses? ¿Y antes?
- Antes nada, laburaba en un diario. Me votaron delegado en enero y en septiembre me rajaron del diario. Y en esos días me fueron a buscar.
- ¿De qué palo sos?
- De ninguno. Era delegado nomás. En el ´69 estuve con los chinos en la universidad, pero me fui. Después nada más. Hasta la comisión del diario.
En esos lugares uno tiene que tener una biografía neutra por las dudas, porque nunca se sabe quién es el que te escucha. Lo que le dije a este chico era lo que venía repitiendo desde hacía meses, que por otra parte era cierto. A nadie le dije de Adriana, salvo lo que ellos ya sabían, que también era delegada del diario. Pero nada de lo nuestro, que en realidad era tan poco que era casi nada: algún escarceo, siempre sintiendo que para ella yo era una herramienta de utilidad dudosa.
Al otro día nos despertó otro oficial, menos jovial pero más tolerable que el cordobés. Llegó muy temprano y nos ordenó prepararnos para que otros guardias nos lleven de a uno a las duchas. Cuando estuvimos todos de regreso en las celdas nos trajeron mate cocido y un poco de pan, con el mismo carro de la cena. Después nos fueron sacando de a uno, encapuchados, y de a uno nos fueron llevando hacia el fondo del “pañol”, a las oficinas. Supuse que al cabo de los días yo iría aprendiendo la ubicación de cada recodo y cada escalón, y que traernos de a uno era una forma astuta de impedirnos adivinar cuánto tiempo llevaría cada uno allí adentro.
La oficina tenía la misma estructura metálica del techo de “capucha”, pero estaba compartimentada por tabiques de vidrio. Cuando llegué había cinco personas: los dos flacos del día anterior, un hombre de mediana edad con la mirada vacía y que no hablaba con nadie, una mujer de unos cuarenta años, pelirroja y con los ojos permanentemente inyectados, y una chica gordita que siempre miraba para los costados, como si necesitase confirmar que estaba allí. Llamaban ‘la pecera’ a esa sala dividida por tabiques y vidrio, no sé si por pereza mental o por alguna sofisticada exhibición de ironía. Dos hombres armados con FAL custodiaban la única entrada.
Me asignaron un escritorio impersonal con algunos diarios del interior, varios de los cuales jamás había sentido nombrar. Eran varios ejemplares de cada uno, apilados por orden cronológico hasta llegar a una fecha: 12 de marzo de 1977. Entendí que entonces debía ser el 13 o el 14 de marzo, contando el tiempo que tardaran en llegar esos diarios a donde fuere que estábamos.
Mi tarea sería revisar y recortar las notas en las que se mencionara a la Junta y especialmente al Almirante. También debía ubicar las menciones a dirigentes políticos, sindicales, a los empresarios y los curas, e incluso cualquier referencia al gobierno que viniera de artistas o futbolistas. A los otros deportistas, me decía el Tigre, no los escucha nadie. Y los columnistas de los diarios decían casi todos lo mismo, en algunos casos en el mismo orden y con las mismas palabras. Debía preparar un reporte semanal indicando la imagen del Almirante en los medios, su nivel de popularidad, y compararla con la aceptación que recibía el gobierno en general pero muy especialmente el resto de los miembros de la Junta.
Supe que al Almirante lo desvelaba tanto la construcción de su propio espacio político como el crecimiento de los militares de las otras fuerzas, donde no podía acelerar o detener la carrera de nadie. Varias veces el Tigre me pidió que le aclarara alguna cosa, por qué creía yo que tal General o Brigadier hacían o decían cosas que me parecían relevantes. Fingiendo inocencia le explicaba que cuestiones como la obra pública, la organización del Mundial de fútbol, o incluso algún discurso de homenaje podían darle visibilidad a quien ocupara esos espacios. Y que esa visibilidad podía ser usada en beneficio propio y no del gobierno, por el acceso a ciertos negocios y personas. Entonces el Tigre me miraba con desprecio, en silencio, pero yo sé que entendía perfectamente de lo que le hablaba.
Cada tanto, algún personaje con cierto grado de carisma que veía crecer en los diarios de alguna región, era súbitamente reemplazado por otros personajes. Los interventores de empresas públicas, de entes autárquicos o los delegados municipales que podían proyectarse más allá de esas funciones solían ser reemplazados por personajes grises o evidentemente ligados a la Marina, y de lealtad criminal hacia el Almirante.
Puedo decir que las primeras semanas me fue relativamente bien: el Tigre dejó de venir cada dos horas a controlar lo que hacía y sus insultos también fueron decreciendo hacia un maltrato habitual y a esa altura soportable. Había descubierto que, por delirante que pareciera, yo había adquirido cierta influencia en los enjuagues políticos del Almirante; aunque fuera para propiciar la remoción del interventor de la sociedad de fomento de Comodoro Rivadavia.
Comencé a hablar un poco con mis compañeros de oficina. Uno de los chicos que había conocido desde el principio había sido delegado de algún centro de estudiantes. Su familia lo había querido mandar primero a México y después a Olavarría, al campo del abuelo, pero cuando estaban por convencerlo lo levantaron en una cita. El otro tenía ojitos nerviosos, decía ser arquitecto pero era demasiado joven para serlo, tendría unos veinticinco años o poco más. También su familia había tratado de hacer algo por él, pero sólo después de su secuestro alcanzaron a contactarse con algún pariente recién nombrado en el Ministerio de Economía.
El hombre de mediana edad era sacerdote, según los otros chicos. Seguía casi mudo y solamente respondía con monosílabos. Le costaba controlar el temblor en su mano derecha, y sólo en esos momentos se permitía exhibir un poco de vergüenza como única expresión de emociones humanas.
La pelirroja se llamaba Marta y había sido profesora en Sociales o en Filosofía. Su marido había desaparecido una semana antes de que a ella la encontraran en la casa donde se escondía, y no supo de él nada más que un rumor que hablaba de su traslado.
La gordita de cara redonda hablaba mucho, casi siempre sobre cosas sin importancia, pero con una voracidad que solamente podían contener los guardias que le ordenaban callarse. Una tarde que estuvo particularmente locuaz uno de los chicos, el de los ojitos nerviosos, se permitió una humorada atroz: ¿te la imaginás a ésta en la parrilla? Le habrá puesto al Tigre las bolas por el piso…
Todos ellos habían sido reclutados por distintas “orgas” de la Tendencia y recién se habían conocido en ‘la pecera’, pero habían leído los mismos libros y panfletos y habían pintado o recitado los mismos slogans. Sólo desentonaba la gordita, Estela, porque nadie sabía bien de dónde venía salvo que había militado en alguna parroquia del conurbano y venía de una familia largamente peronista. Y yo, porque mi pasado político era más bien superficial y breve, y en todo caso no era de la Tendencia.
Al cabo de un tiempo, unas cinco o seis semanas, aproveché que el Tigre había venido a mi escritorio y le pedí información sobre un General que era mencionado todos los días en un diario de Mendoza. Lo habían nombrado interventor de la universidad local pero lo veía planteando cuestiones sobre el río Atuel, sobre las bodegas Giol, o elogiando la actuación de la justicia federal sobre el procesamiento de los subversivos. El Tigre me miró con una mezcla de sospecha y de odio, pero no necesariamente odio hacia mí, sino hacia otra persona: acaso el General que le había mencionado. Parecía que este General apuntaba a consolidar su poder en la provincia, desplazando algunos aliados del Tigre. Su mirada indignada me traspasaba, yo era solamente el soporte de un mensaje o un augurio.
Accedió de mala gana a facilitarme alguna información sobre los contactos políticos del General mendocino. Yo había logrado una victoria imprecisa: mientras pudiera sugerir alguna trama en la que él o el Almirante podrían verse amenazados, contaría con su apoyo para investigar más allá de los escuetos diarios que apilaban en mi escritorio. La ambición desesperada y paranoica de mis captores se convertía, de manera surrealista, en mi propio reaseguro, en mi pasaporte a una vida después de ‘la pecera’.
Dos días después el Tigre dejó en mi escritorio una carpeta de cartulina y con un gesto me ordenó que la abriera. Adentro había unas diez o doce hojas fotocopiadas, con el membrete y partes del texto tachadas. Eran informes de algún aparato de inteligencia sobre las personas de máxima confianza del General mendocino. Había unos quince nombres, casi todos vinculados por lazos de sangre o por haber compartido los años del Liceo. La mitad de ellos eran civiles, y todos asistían a las misas que oficiaba uno de ellos, que progresaba en la jerarquía eclesiástica de Mendoza. Ocupaban los puestos más altos en la justicia, en la comisión que trataba el uso del río, en la bodega estatizada, en la municipalidad de Mendoza, y en el diario que mencionaba al General con insistencia proselitista. Yo sabía que el interventor de la provincia no era un hombre del Almirante, pero que se aprontaban para ubicar allí a uno de los suyos. Este General en ascenso, a juzgar por las reacciones biliares del Tigre, no pertenecía a este armado.
El caso de Mendoza fue contrarrestado con los informes que venían del sur, donde los amigos del Almirante tenían un éxito similar al de sus rivales cuyanos. En algún caso un prominente empresario pesquero apareció muerto en la entrada a Río Gallegos: la nota apareció en la página de policiales del diario local confirmando la decisión del gobierno de adscribir esa muerte a un asalto inverosímil. Al poco tiempo los allegados del Almirante asumieron la dirección de las empresas del occiso y transfirieron sus capitales a sociedades con sede en las Bahamas o Uruguay. La familia del muerto se exilió rápidamente en Grecia y no intentaron averiguar sobre la suerte del patrimonio familiar. Todo esto lo supe por comentarios del Tigre, cuando le pregunté si al empresario lo habría matado la subversión o alguna fuerza rival. Sólo me dijo que ellos se estaban haciendo cargo de ese tema. Del movimiento de capitales y la suerte de la familia supe tiempo después, en París.
El caso de Mendoza se resolvió: al cabo de algún tiempo tuve que elaborar un informe sobre alguna acusación menor que apartó a este General de su cargo en la universidad, y semanas después sus allegados también fueron removidos por infracciones menores. En casi todos los casos los espacios vacantes fueron cubiertos por marinos u hombres de la fuerza aérea, que a veces trabajaban juntos.
Un tiempo después comenzaron a dejar en mi escritorio los diarios de ciudades más importantes, como Rosario y Córdoba. Ambas estaban en manos del ejército y requerían un análisis detallado para reconocer la construcción de poder de los interventores en las provincias, sus ciudades importantes y las principales instituciones, porque podían servir como plataforma de liderazgos nacionales. Yo ya sabía que allí la Marina casi no tenía incidencia, y mi función era detectar fricciones entre las otras fuerzas para canalizar el apoyo del Almirante hacia algún grupo afín. Las negociaciones entre ellos me eran inaccesibles, pero más de una vez el Tigre se jactó ante mí de haberle salvado el cuero a algún aliado de la fuerza aérea y de cómo habían logrado facturar esos favores.
A esta altura el Tigre comenzaba a detenerse por más tiempo en mi escritorio. El hecho de no haber pertenecido a las “orgas” peronistas me facilitaba un poco las cosas, porque él sentía por ellas un rechazo visceral. De a poco comenzó a hacerlo visible en el trato: casi había dejado de tratarme en forma denigrante, como aún lo hacía con mis compañeros de ‘la pecera’. Sólo el cura se salvaba de su maltrato, y lo trataba con incierta condescendencia.
Por supuesto que mis compañeros comenzaron a desconfiar de mí: al principio sutilmente y después ya sin ambages expresaron su desconfianza y resentimiento. Me apodaron “la Tigresa”, combinando desprecio y humor en partes iguales. Las consideraciones sobre la homofobia y la igualdad de género no formaban parte de su discurso revolucionario, ni lo harían hasta muchos años después. Aunque tampoco era común expresarse con tacto y sensibilidad: el infierno nunca fue un lugar políticamente correcto.
La simpatía que el Tigre me profesaba profundizó el ostracismo de mis compañeros de ‘pecera’. De todos modos no compartía con ellos casi ninguno de los ritos y liturgias que malamente los unía, y la sospecha no tardó en ser mutua. Comenzaron a faltarme recortes o diarios enteros, lo que me generó algunos problemas con el Tigre. Acaso la menor de mis infamias haya sido pedirle ser el primero en llegar a ‘la pecera’ y el último en irme, y que los guardias vigilen mi escritorio cuando me llevaban al baño.
El Tigre parecía acostumbrado a este tipo de incidentes de oficina, tal vez porque al final de cuentas los cuarteles no eran tan diferentes, y accedió a mi pedido. Yo había sido el último en llegar y algunos de mis compañeros habían establecido algún tipo de relación amistosa con los guardias, que a veces les convidaban cigarrillos o les contaban novedades de afuera. Esto pudo haberme puesto en peligro, pero la autoridad del Tigre me mantuvo a salvo de alguna picardía consentida por los guardias. No supe qué les dijo, pero los guardias no solamente cumplieron con llevarme antes y retirarme después que todos, sino que además sus módicos intercambios se hicieron aún más clandestinos.
En “capucha” la única diferencia era que ya casi nadie hablaba con nadie, porque se suponía que mi presencia allí era la de un espía o un alcahuete. Sólo después de unos días mis colegas volvieron a su rutina de conversaciones en torno a su infancia o sus planes. No digo que esto sea necesariamente banal, no quiero menospreciar tan cruelmente las pocas expresiones de humanidad relativamente sincera de las personas que pasaron por ese averno, pero tampoco eran datos que pudieran interesarle a nadie más que a quien los emitía.
Yo también he hablado de esas cosas, de cómo conocí a Adriana, aunque nunca dije su verdadero nombre. Por prurito, por culpa o por vergüenza nunca la llamé por su nombre en las pocas charlas que tuve en las celdas. Les conté que después de algunas salidas no la vi más, y que la premonición o la evidencia me obligaron a pedir a un conocido que me prestara un lugar donde esconderme cuando supe que la habían secuestrado: ella conocía mi departamento, y a pesar de que juraba que se perdía cada vez que iba a mi casa, yo sabía que quedarme allí era simplemente suicida.
A esa altura en el diario donde trabajaba ya manejábamos información sobre los secuestros y las citas envenenadas, y sabíamos cómo los sistemas de seguridad de las “orgas” fallaban una y otra vez, inexplicablemente. Matemáticamente. Lo que no supe es que quien me prestó el departamento descascarado donde me encontraron también había caído, acaso esa misma tarde. Lo sabría después, cuando el Tigre me dijo que él sabía hasta qué punto yo era un ‘perejil’, que no solamente no estaba en nada grave sino que fui solo a meterme en las fauces del lobo al aceptar el alojamiento de alguien cuyos compromisos yo desconocía.
Como dije, no me habían molestado mucho ni el silencio ni la hostilidad de mis compañeros, me bastaba con que el cura no hubiese modificado su laconismo habitual y con que el Tigre siguiera convencido de que yo podía seguir siéndoles de alguna utilidad.
Tal vez por eso una tarde se sentó en mi escritorio y me preguntó si hablaba francés. Lo miré con sorpresa, porque la pregunta me parecía irrelevante en mi situación, y porque creía que ellos ya sabían absolutamente todo de mí, incluso cosas que yo mismo no sabía. Pensé que me darían diarios franceses para analizar, lo que yo asumía como la cosa más parecida a un ascenso laboral. Le respondí que sí.
- Bueno che, lo felicito, porque capaz que va a ir a París a trabajar en una cosa que estamos armando.
Con un gesto me indicó que no abriera la boca, y miró brevemente hacia un costado como indicando de quiénes tenía que proteger nuestro secreto. Asentí, sabiendo que todas las personas que estaban en la sala nos miraban de reojo. Después él se levantó y salió. Me costó una buena media hora volver a mi trabajo.
Dos semanas más tarde los guardias que me llevaban a mi celda se detuvieron en algún punto del trayecto, abrieron una puerta a mi izquierda y me introdujeron en una escalera que no había detectado antes. Bajamos hasta la misma oficina del primer piso donde me habían llevado cuando me avisaron que iría a la “pecera”, me sentaron en una silla y me sacaron la capucha: ante mí estaba el Tigre, detrás de un escritorio, y pude ver a los costados a dos o tres hombres más, que no tuvieron la deferencia de presentarse.
- Mire Roberto, yo le comenté que se está armando un grupo para ir a trabajar a Europa. Usted ha visto que hay una campaña muy agresiva de los subversivos en el exterior y que quieren embarrar la imagen de la Argentina. Hace ya un tiempo, desde antes incluso de que tomáramos el control operativo de la nación, que el embajador en París y otros patriotas vienen armando un equipo para que haga operaciones de rebote, es decir que generen informaciones positivas ante la opinión pública. Algunos artistas y otras personalidades ya han salido a defender al gobierno en la lucha contra la subversión y han dado fe de que la gente de bien no tiene nada que temer, pero los subversivos nos siguen acosando con denuncias. Los grupos marxistas en Francia, Italia y España les dan bolilla, y los medios recogen esa basura y la difunden. En España no tanto, porque todavía tienen un gobierno con pelotas, pero en Francia hasta el presidente nos viene con cuestiones. Lo que tenemos que hacer es difundir la versión opuesta. Mejor dicho, lo que usted tiene que hacer es identificar esas denuncias y generar contradenuncias o buscar la forma de desacreditarlas. Ya le darán las instrucciones del caso. No le vamos a pedir que siga a nadie ni que se meta en nada, porque usted no conoce a ninguno y es demasiado chambón. Ahora vaya, y no le diga a nadie sobre esta conversación. Pero a nadie, ¿eh?, mire que siempre hay un traslado esperando. Acá o en París o en la China. Si se hace el loco, esto se corta, ¿entendió?
Asentí primero con la cabeza, y después, justo cuando decía “entendí” me colocaron la capucha y me izaron de la silla. Cuando me llevaban por el pasillo hacia la celda me sentía como cuando uno acaba de aprobar un examen sorpresa. Transpiraba a pesar del frío otoñal que se obstinaba en ese edificio sin calefacción. Por un segundo temí que el olor acre de mi transpiración me delatara más que los dos o tres minutos que habría durado la entrevista con el Tigre y los otros desconocidos. Y, por la razón que sea, cuando me encerraron en mi celda el silencio fue más pesado que nunca. El clima de sospecha era tan agobiante que hasta el silencio del cura me parecía un reproche callado, una forma de enfatizar un sentido de traición que sin embargo no había buscado ni consentido, ni que lograba explicarme del todo.
¿Por qué yo? ¿Por qué fui yo el elegido para sacarme del tabique primero y llevarme a la “pecera”, y por qué a mí me ofrecían esta especie de promoción, esta suerte de estrellato en las tinieblas? ¿En qué momento yo les había demostrado ser algo más que un periodista mediocre cuyo único mérito evidente consistía en la buena memoria para los nombres? Una parte de mí sostenía que no haber sido peronista me favorecía: los marinos son, en primer lugar, gorilas acérrimos. No tener compromisos ni contactos me absolvía de la sospecha de lealtades ocultas hacia quienes yo debía investigar o reportar, aunque bien sabía ya lo que valen las lealtades acá abajo. La prolijidad de mis informes podía ser un punto a favor, aunque no puedo saber si eran mejores o peores que los de mis colegas de ‘redacción’ porque no podíamos consultarnos ni cruzar nuestro material.
Supongo que si alguna lealtad me quedaba era hacia el escritor que había querido ser: me esforzaba por ser claro y legible, y por mantener alguna pretensión de elegancia en mi estilo, como si estuviese escribiendo un artículo para el diario. En todo caso, lo que más teme un periodista es aburrir a su audiencia, aunque ésta se componga de una indeterminable jauría de asesinos.
Descubrí, a pesar de mi circunstancia miserable, que me quedaba algún rastro de vanidad. Y quizás también de ilusión adolescente: si todo iba bien conocería París. Pensé que si me permitía ilusionarme con ese viaje es que no había perdido del todo algún sentido de humanidad, más allá de la codicia o el ansia de libertad que excitaba la sola mención de mi destino posible. Pensé también que no había traicionado ni entregado a nadie para llegar a la ‘pecera’, ni mucho menos para recibir la oferta que me había hecho el Tigre hacía un rato.
Con cierta sorpresa descubrí que no sentía culpa, que es parte de los sentimientos omnipresentes de los que sobreviven a los campos de concentración. Me encantaría poder decir que esa noche la comida tuvo un sabor especial, pero fue el mismo rancho asqueroso de todos los días y todas las noches. Incluso el cordobés del carrito estaba más serio y casi no bromeaba:
- Pero que calladito que está el cabarute...
La alusión prostibularia podía significar dos cosas obvias: sus propias ganas de internarse en uno por tiempo indeterminado; y el clima de tensión y hostilidad que podía percibir entre nosotros ya que nadie se molestaba en ocultarlo. Lo que llamamos un puterío. Cuando el cordobés abrió la puerta de mi celda lo recibí con mi perfecta cara de estúpido, que no alcanzó a engañarlo si debo juzgarlo por esa sonrisa ladeada y esa mirada ladina y penetrante. Decía en silencio que sabía que yo era el meollo de esta inaudita tensión entre los seis pescados de su pecera.
Tal como había acordado, procuré que nada en mis costumbres o mi trabajo delatara mi expectativa. Más bien, procuré cometer algún par de errores sin importancia para que mi mecenas inopinado tuviera alguna excusa para humillarme un poco: él también entendía el juego que yo tenía que jugar, y se prestó feliz a insultarme un poco. No tardé en bajar mi perfil en ‘la pecera’ y el Tigre solamente se detenía en mi escritorio cuando había algo que le interesaba particularmente, como hacía con el resto del equipo. La desconfianza no se diluyó pero el clima se volvió un poco menos irrespirable.
Tenía que esperar al menos un par de meses para que resolvieran las cuestiones burocráticas, aunque sabía también que viajaría con un documento elaborado por el cura o Estela, que eran los especialistas. Con buen tino le encargaron la elaboración de mi pasaporte al cura, y en pocos días me convertí en un abogado uruguayo llamado Federico Montes Ramírez. Viajaría a Francia con un supuesto socio o colega de cátedra, para asistir a un congreso sobre derecho sucesorio o alguna fantochada parecida. El supuesto socio era, claro, un hombre del Tigre.

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