viernes, 22 de mayo de 2020

Capítulo 17: De Frente a la Tormenta


Mi suegra no quería volver a Punta del Este ni a La Pedrera. Las playas uruguayas le traerían el recuerdo amargo de mi suegro, fracturado por la tristeza y resentido con la vida, con su mente enajenada por el dolor y el Alzheimer. Tampoco queríamos ir a Pinamar, donde los políticos iban a posar como modelos en celo para justificar el salario de los periodistas. De todos modos no queríamos permanecer en Argentina, y tampoco queríamos sumergirnos en esa ficción empobrecida en que se habían transformado las playas brasileñas. Roxy encontró una oferta para ir a la isla Margarita, y allí fuimos con los chicos y mi suegra. Corcho se sumaría más tarde, porque estaba haciendo negocios no muy lejos de allí.
Nos quedamos en Argentina hasta el 3 de enero: en esos días se anunciaría la salida de la convertibilidad y yo no tenía ningún interés en estar presente en ese momento. Algunos lo celebrarían, otros harían sus cálculos, para la mayor parte de la gente significaba un miedo espantoso: asomarse a otra espiral de inflación.
Me llamó la atención encontrarme en el aeropuerto a Alicia Castro, una mujer que había llegado a ser diputada después de su paso como líder del gremio de las azafatas. Ella no me reconoció, estaba conversando con un grupo de venezolanos.
Subimos al avión casi juntos, y la intuición me dictó que debía prestar atención a ese grupo. A los pocos minutos ella hablaba del presidente Hugo Chávez con una familiaridad extraña para una diputada extranjera, y los hombres que la rodeaban la trataban con deferencia, como si fuera un personaje importante también para ellos. No pude seguir prestando atención porque Esperanza comenzó a llorar y Robbie estaba inquieto también. La mujer se quedó en Caracas, nosotros seguimos nuestras vacaciones.
Al tercer día de nuestra estadía llegó Corcho, que se alojó en una cabaña pegada a la nuestra. Por delicadeza no había traído ninguna amiguita, pero no tardaría en dedicar las noches a perseguir a jovencitas ávidas de diversión y cocaína. Durante el día se reunía con tipos que llegaban al hotel con guardaespaldas de traje negro, y cuando se desocupaba jugaba al fútbol con mi hijo en la playa. No me gustaba que mezclara sus negocios con mi familia.
- Estos ñatos son los que fabrican la pasta base. Están buscando por dónde entrar a la Argentina. ¿Vos no estabas buscando algo así?
- No sé qué es eso de la pasta base, pero con más razón, no los mezcles con mi hijo...
- Son los residuos de la merca, que se cortan y se mezclan con otras cosas. El saque es muy barato, lo podés vender a uno o dos pesos. Si agarramos, en dos meses nos quedamos con el mercado en el conurbano y capital, y en cuatro lo manejamos en todo el país.
- No quiero quilombos con nadie, Corcho.
- No vas a tener quilombos, porque no te metés en el mercado de nadie. El que toma merca o pastillas no comprará esto, y el que fuma, menos. Esto va a un mercado en el que no había nada, o merca muy cortada. Y esto es mucho mejor, más potente y más barato. Y como no se usan los precursores de la merca, es más fácil fabricarlo. Los precursores ahora están carísimos porque los quiere controlar la DEA.
- Ahá...
- Si vos querés, ahora nos traemos un par de kilos y vemos qué onda. Con eso tiramos para fabricar un montón de “paco”. De la venta me encargo yo.
- Estás loco, Corcho, ¿vos creés que voy a meter dos kilos de merca con mi familia?
- No Roger, no entendés. Garantizame que nadie me va a mirar cuando entre a Ezeiza y listo, yo me encargo. Si podés arreglar eso, con una llamada ya tengo todo listo. Pero después vamos a necesitar otras cosas...
- ¿Qué cosas?
- ¿Vos me podés conseguir pasaporte diplomático? ¿O valija diplomática, al menos? No necesitamos más que uno o dos viajes por mes para venir a comprar la base. Con una valija alcanza.
- Estás loco. Pero te puedo conseguir una valija.
Volvimos a Buenos Aires hacia fines de enero. Discretamente me encargué de que Corcho tuviera pasaporte y valija consular con un nombre supuesto. Un mes más tarde me anunciaba que tenía ya dos “cocinas” en la Villa 31 y otra en Lugano. Por cada dólar invertido ganaba ocho, descontando los costos de pasajes, los sueldos de los tipos que trabajaban para Corcho y el porcentaje para la policía federal. No hacía falta siquiera contratar matones privados para sacar la base de Ezeiza y llevarla a las villas: de la distribución se hacían cargo los patrulleros, como siempre.
En esos meses reservé una parte de mis ingresos para seguir comprando inmuebles a precio de saldo: la crisis había terminado de fracturar a miles de endeudados que eran ejecutados por los bancos, que a su vez intentaban salvar del naufragio lo que quedara. Compraba tres o cuatro departamentos o negocios por semana; muchos de ellos seguían deshabitados, pero los gastos eran cubiertos por los que sí tenían inquilinos. Con el remanente engrosaba el fondo con el que compraba más departamentos. El negocio de ropa para bebés que había iniciado Claudia seguía sobreviviendo, pero más que nada por la cantidad de fondos que yo le inyectaba, igual que la cadena de heladerías de Roxi: no eran más que un lavadero cada vez más chico para todo lo que teníamos que lavar en Argentina.
Por lo demás, no podía imaginar de dónde sacarían nuestros clientes el dinero para las drogas baratas que les vendíamos, pero tuvimos éxito casi desde que comenzamos a filtrarlas en las villas. Lo sabríamos poco tiempo después, cuando comprobamos que la masa de pobres había iniciado una revolución silenciosa y a mano armada. La explosión de robos violentos aún en barrios que habían sido tranquilos empezaba a ser preocupante. Me acordé de los chicos que había visto en la comisaría de Liniers cuando entraron a robar a mis suegros. Esos chicos estarían ahora revolviendo basura para encontrar algo para comer, o estarían aprendiendo el oficio de “salir de fierro” para sobrevivir.
En esos días el gobierno enfrentaba la presión de los norteamericanos, que querían ejecutar las deudas de varios grupos económicos pero las leyes dejadas por Cavallo se lo impedían. Nos pedían que derogáramos esa protección, porque de otro modo no ingresaría un centavo más a la Argentina. Sabíamos que esa amenaza estaba acompañada de otra, apenas sugerida, que involucraba a la DEA y el tráfico en la frontera con Paraguay y Brasil. Para nosotros era un disparo en la sien. Pero tampoco resultaba fácil aprobar lo que querían.
Logramos persuadir a los radicales, pero gran parte del Frepaso (o de lo que quedaba de ellos) se oponía con virulencia a favorecer a los bancos americanos. Finalmente llegamos a una mayoría abrumadora, pero lo que debió ser una victoria discreta y silenciosa se convirtió en un espectáculo grotesco. Alicia Castro, la diputada a la que había visto meses antes en un avión a Venezuela, se levantó de su banca para depositar una bandera norteamericana en el escritorio del presidente de la Cámara de Diputados, ante los ojos atónitos de sus colegas. Dijo que ya que el Congreso era una mera escribanía de la embajada norteamericana, el Presidente de la Cámara haría bien en reemplazar la bandera argentina por la otra.
El escándalo dejó debilitada nuestra posición, porque hasta ese momento el gobierno intentaba un discurso nacionalista. Esta mujer me había metido en un brete, y tendría que ubicarla en algún momento.
El otoño terminó con estos incidentes, el dólar ya estaba a cuatro pesos, parecía no haber salida a la crisis y todos los días la televisión nos mostraba a los hambreados del país. De a poco la Argentina me estaba dando asco. Habíamos llegado al poder, de donde en realidad nunca nos habíamos ido, pero ni siquiera quedaban buenos negocios por hacer. Sólo quedaba esquivar esos homúnculos que erraban ente la basura buscando algo para comer: Buenos Aires se había llenado de perros callejeros con rostro humano.
Tuve que ayudar a la mujer del presidente a poner un poco de orden entre sus “manzaneras” porque la pelea por los planes asistenciales comenzaba a tener ribetes de ferocidad. Se disputaban a balazos la entrega de los planes, y en el mejor de los casos los punteros del conurbano los intercambiaban por cocaína o autos robados. En el peor de los casos las tensiones terminaban con algún muerto, pero nos estábamos habituando a la muerte. Los diarios chorreaban sangre, y el Conurbano también.
La miseria, pensándolo bien, había resultado ser un negocio estupendo. En esos meses que preludiaban el invierno hubo una insólita reactivación económica: los caciques de Morón o Ramos Mejía transaban planes “Jefes y Jefas de Hogar” por cocaína y “paco”; los remiseros y maestras transaban mermeladas por cortes de pelo; la gente bien y los estudiantes de la UBA intercambiaban ropa usada por trabajos de plomería o asistencia psicológica.
No había un peso en la calle, pero el trueque se había convertido en una festividad pagana y masiva. Porque era eso o la nada: la mermelada o los bonos. Lecor, Lecop, Patacones. Estábamos llenos de papelitos que no significaban nada, más que la mera pretensión del gobierno de recrear una normalidad ficticia en la que la gente usaba esos billetes dudosos para comprar comida.
No nos iría tan mal fingiendo esa normalidad, a pesar de todo el gobierno parecía encaminar algunas cosas, y de a poco la heterodoxia del ministro de Economía comenzaba a surtir efecto. En realidad, el fenómeno que vivíamos no era muy difícil de comprender: una vez que se destruye una casa hasta sus cimientos, cualquier ladrillo que se coloque estará por encima del que se puso el día anterior, y todos ellos estarán por encima de los cimientos. De todos modos el discurso épico de la reconstrucción siempre resultaba efectivo, aun cuando los bomberos tenían todavía las manos llenas de kerosén.
En ese clima algunos empresarios comenzaron a fabricar cosas que se habían vuelto carísimas desde la devaluación. La calidad de la industria argentina no solía ser buena, y ahora era directamente horrible, pero los industriales tenían un país cautivo. De Mendiguren integraba el gabinete y comandaba feliz a los nuevos y viejos empresarios, que en realidad eran siempre los mismos.
Por otra parte, el precio de la soja subía sin detenerse, y se volvía cada vez más rentable. Facilitamos la exportación de granos tal como quería la Sociedad Rural, y siguiendo sus pedidos eliminamos los límites legales para el monocultivo. Se sabía que la siembra extensiva de soja a mediano plazo degradaba la tierra, pero eso sería preocupación de otros, dentro de quince o veinte años. Para mediados de año comenzaba a ingresar mucho dinero legal, y mantendríamos eso a como diera lugar.
Los piqueteros lo sabían, hacía rato que veníamos usándolos subterráneamente, y los flujos de información que manejaban algunos de ellos nos habían ayudado a aliviar a tiempo algunas tensiones. Algunos cientos de bolsones de comida para ciertos dirigentes, chapas o colchones para otros, efectivo para algunas organizaciones.
Los Duhalde habían hecho un gran trabajo, porque además estos grupos nos permitían saber exactamente qué pasaba en cada barrio y en cada villa de emergencia, y más de una vez nos sirvió para detener a tiempo el liderazgo de algún vecino más avispado. Pero se estaban volviendo demandantes, y tendríamos que buscar la forma de que entendieran quién mandaba en las calles. Sobre todo, porque cierta clase media tendía a mirarlos con simpatía. El desprecio del resto de la clase media nos era útil, porque aislaba a los piqueteros. Pero por todos los medios teníamos que evitar que se les ocurriera inventar la pólvora.
- Hacélos cagar, Fanchiotti. Estos zurdos quieren cortar los ingresos a Capital. Cagálos bien a palos, que entiendan de una vez quién manda.
El comisario miró al Ministro de Justicia, como queriendo entender hasta dónde quería llegar. Habían revistado juntos en los grupos de inteligencia, Álvarez como personal civil y Fanchiotti como cabo de la Policía Federal, pero esta era la primera vez que operaban juntos.
- Señor Ministro, ¿usamos gases y balas de goma, no?
- Usá lo que quieras, tenés carta blanca. Pero no uses fierros registrados. Vamos a decir que se cagaron a tiros entre ellos. Me llama el Presidente, que le vaya bien, Fanchiotti...
El comisario habló con dos de sus allegados, y marcharon hacia el puente Pueyrredón en autos separados. No tenían tiempo de ir a buscar armas “sucias”, así que les entregué dos escopetas que había comprado en un juzgado. Era más barato comprárselas a los jueces que las tenían secuestradas que a la policía, porque los comisarios las alquilaban por día a los delincuentes para hacer la “caja” chica de las comisarías.
- Usá estas, Alfredo. Pero después me las devuelven. Y no le des mucha pelota a Juanjo, necesita hacerse el duro ante los medios.
No tenía ganas de quedarme a ver cómo defendían el puente de esa masa de desocupados que se acercaban por las avenidas Mitre y Maipú con palos y el rostro cubierto. Además, siempre detesté Avellaneda. Le entregué al asistente del comisario el bolso con las armas y volví a Buenos Aires.
Tres horas más tarde me llamaron para que fuera urgentemente al despacho del Ministro de Justicia. El ministro estaba desencajado y alternaba gritos con golpes en su escritorio, el comisario al que le había dado las armas lo miraba sin decir palabra, Berni desde un rincón lo miraba con abierto desprecio. Ninguno de ellos me vio entrar, sólo Álvarez reparó en mí segundos más tarde. Había un incierto olor a pólvora, o azufre, en el aire.
- ¡¿Pero vos sos pelotudo?! ¿Cómo que había un periodista y no sabés quién es?
- Bueno señor ministro, en ese momento estábamos en pleno operativo, no podíamos andar preguntando de dónde era cada uno...
- ¿Cómo cada uno, había más de uno?
- No, bueno, no. Había uno sólo. Yo lo vi de pasada nomás, cuando salimos al andén. Pero no sé si alcanzó a sacar fotos.
- ¡La puta madre que te remil parió, Fanchiotti! ¿Te das cuenta de lo que me estás diciendo? ¿Vos sabés el quilombo que se nos puede armar si esa foto se publica?
- ...
- Carré, urgente filtráme todos los medios para saber quién mierda era el que sacaba fotos. Si eso sale en un diario se nos incendia todo. Pero todo. Y vos Fanchiotti, andá preparándote porque te voy a quemar vivo, hijo de puta. ¡Rajá de acá antes de que te cague a trompadas!
Álvarez estaba enfurecido y fuera de sí, el comisario Fanchiotti estaba pálido y temblaba como un lavarropas viejo, y yo tendría mucho trabajo por delante. Llamé a la redacción de Página 12, que solían cubrir a los piqueteros. No habían ido a Avellaneda, habían cubierto otros cortes. Tampoco la gente de La Nación sabía nada. En cada diario mediano, grande o chico me encontraba con negativas. No sirvieron ni las ofertas de comprar las fotos ni la advertencia de consecuencias difíciles para el fotógrafo que nos ocultara esas imágenes. Llamé a Clarín al caer la tarde, sin esperanzas.
- Sí Julio, son nuestras.
- Bueno, quemálas.
- No, no. Tenemos otros planes. Las fotos se publican, pero si querés podemos discutir el titular y el contenido.
- Héctor, con todo respeto: no me jodas. Las fotos las borrás.
- Me parece que no me entendés, Julio. No están en condiciones de exigirme nada, porque hasta ahora no me han dado nada. Y no van a querer tener problemas. Te repito la oferta: veníte y charlamos sobre el contenido. Algún acuerdo vamos a encontrar. Y te perdono el exabrupto.
Hay un momento en el que uno tiene que aceptar que el poder que tiene es limitado, o al menos relativo. Si lograba una buena negociación podría minimizar los daños.
Eso fue lo que ocurrió. El titular de Clarín sólo mostró una foto borrosa en la que no se veía a nadie disparándole a los piqueteros, y tanto el titular como los copetes generaban un manto de duda y ambivalencia: “La crisis causó 2 nuevas muertes. No se sabe aún quiénes dispararon contra los piqueteros”. Pero la imagen, con toda su ambigüedad, mostraba a un policía con una escopeta en la mano. No era de las mías, tuve buen cuidado de que el arma que mostraran fuera de las que usan balas de goma.
Con lo que no contaba era con la ferocidad de otros medios, y del resto de la dirigencia política, que quisieron arrojarse sobre el cadáver de Duhalde cuando aún estaba latiendo. Durante días no dejaron de insistir en la responsabilidad del gobernador bonaerense y del presidente. No servía de nada argumentar que la policía bonaerense dependía de Felipe Solá, porque todo el mundo sabía que no era más que un testaferro bien parecido de un poder que se alojaba en otro lado. Otra vez los piqueteros querían copar la Plaza de Mayo, y hasta los radicales salieron de abajo de la alfombra para repudiar la muerte de esos dos chicos.
- Tengo que descomprimir, Julio, no me queda otra. Llamar a elecciones para el año que viene, pero seis meses antes de octubre. Y entregar el poder antes de tiempo. Si no, vamos a tener dos muertos por semana. Y así no llego a septiembre... Encima con el mal humor que hay después del Mundial el horno no está para bollos.
Me parecía mala idea que anunciara su renuncia porque en ese caso Duhalde quedaba como el único responsable político de esas muertes, pero no pude convencerlo de otra cosa. Por otra parte era cierto que si algo faltaba para la depresión colectiva, fue el resultado espantoso de la Selección Argentina en el Mundial de fútbol de Japón y Corea: un rejunte de sombras humanas que llegaba destilando soberbia pero fue incapaz de pasar a la segunda ronda. Toda una metáfora de nuestra realidad, que yo había pasado por alto porque seguía sin interesarme el fútbol. Duhalde demostraba tener un oído agudo para esas cuestiones que a mí me resultaban invisibles, y el tiempo le daría la razón.
Cuando anunció el cronograma de elecciones, y fundamentalmente que no sería candidato, se abrieron las anchas alamedas del peronismo y los gobernadores dejaron de conspirar para liquidarnos. Fue a partir de ese momento que la corrosión permanente se detuvo, y tanto los piqueteros como los gobernadores nos dejaron respirar un poco.
La presencia de Lavagna operó como otro bálsamo que aquietó las aguas de la especulación y el vaciamiento, y algunos de los barones de la industria decidieron ponerse a trabajar. El pobre Remes Lenicov se había inmolado tratando de abuenarse con el Fondo Monetario, pero le pidieron cosas imposibles de cumplir en el estado en el que estábamos. Lavagna fue más inteligente: optó por ignorarlos.
No dejaba de ser curioso que tuviéramos que irnos cuando habíamos pacificado a la fiera, pensé cuando salí de la reunión. La quinta de San Vicente lucía mustia, lejana al triunfalismo que había ostentado sólo un par de meses atrás. También ese caserón que compendiaba las manías de nuevos ricos se identificaba con la estética derrotada de la selección nacional de fútbol.
Subí al Mercedes con la sensación de que Argentina era un armatoste inmanejable, que ni siquiera un prestidigitador de la talla de Duhalde podría encaminarla. Por momentos pensé si no habría sido un error pasar a Menem a cuarteles de invierno, porque parecía el único que había podido domesticar el país. ¿Pero qué estoy diciendo? -pensé- Al tipo le mataron un hijo y no pudo hacer nada... y siguió manteniendo a los asesinos en sus ministerios.
- ¡Bajáte o te quemo!
- ¿Eh?
- ¡Bajáte o te quemo, gato!
Levanté las manos lentamente y comencé a abrir la puerta con cuidado. El chico no tendría más de dieciocho años, los ojos enrojecidos, la nariz también. El revólver calibre 38 que empuñaba con manos temblorosas estaba despintado y parecía oxidado, pero yo no tenía ningún interés en comprobar si funcionaba.
- Es automático, flaco, acelerás y listo.
El chico se subió, intentó acelerar pero el auto no se movió. Finalmente acertó a poner el cambio en D y se alejó quemando caucho. Esperé que doblara la esquina y accioné el control remoto que paralizaba el motor. El auto me importaba mucho, pero más me importaban los documentos que estaban en mi portafolios, a disposición de este sub-humano del conurbano. Cualquier policía avispado podría notar lo que tenía entre manos, y las consecuencias podrían ser desastrosas.
Me acerqué agazapado y con la Beretta en la mano. El chico se debatía desesperado para darle arranque de nuevo, pero el Mercedes no se movería. Lo podría haber dejado encerrado adentro, pero lo último que necesitaba era que llegara la Federal a meter la nariz. El chico se bajó del auto, miró sin ver, en mi dirección, y salió corriendo hacia la otra esquina. Tenía mi portafolios en la mano.
El disparo fue certero y le abrió la cabeza como un melón. El impacto de la bala lo arrojó hacia adelante. Cuando llegué hasta él, aún temblaba. Le saqué el portafolios, subí al Mercedes y desaparecí de allí. Tendría que olvidarme de volver a Lugano por un tiempo, y guardar el auto que me había regalado Yabrán para que vientos propicios lo cubrieran de olvido. El sur desahuciado de la ciudad se había habituado a escenas de este tipo: todos los días chicos como éste, endurecidos por el hambre y el “paco”, salían a robar autos para los desarmaderos que regenteaba la Federal. A veces algún dueño se resistía a que le roben el auto, y lo mataban como a un perro. A veces los mataban porque sí. A veces los que morían eran estos chicos. Así es la vida.
Llegué a casa con pocas ganas de seguir trabajando, pero aproveché que estaba Roxi para plantearle comprar un auto más económico, que no llamara tanto la atención en estos tiempos de hambre como un Mercedes de cinco metros de largo y dos toneladas de ostentación. Comenzó a burlarse de mi ataque de civismo, preguntándome desde cuándo me importaban esas cosas.
- Roxi, no entendés. Con ese auto soy un blanco móvil. Todos nosotros somos un blanco móvil. Acá me dicen que están robando autos importados para desarmarlos por los repuestos, porque el precio se cuadruplicó. Y ya no mandan a ladrones profesionales, mandan a estos pibes drogados que sólo saben agarrar un arma...
- ¿Pero entonces el mío tampoco lo puedo usar?
- Diría que no, o que trates de no exponerte. No andes por lugares jodidos.
- Si es por eso no se puede andar por ningún lado, acá vi en la tele que mataron a un tipo para robarle el auto en pleno Palermo. No en una villa, en Palermo.
- Bueno, los podemos guardar y mientras tanto usar otros que no llamen tanto la atención. Sobre todo, que no sean importados. Hasta que el tema se tranquilice.
- ¿Y por qué no hacés algo, vos que estás en el gobierno?
- Estamos en eso, mi amor, pero no es fácil.
- No es fácil, no es fácil. O están en el tongo de los autos robados o son unos incapaces...
Así fue como compré un Fiat Palio para Roxy y un Renault Megane para mí, ambos rigurosamente controlados para evitar cualquier tipo de falla mecánica. Antes de retirar cada auto de la agencia les hice polarizar los cristales. Anónimos, anodinos y oscurecidos. Así aprendimos a vivir ese año, casi bajo tierra, como disculpándonos.
Con Duhalde autoexcluido de las elecciones del año siguiente se reactivó la interna entre los gobernadores para disputar la presidencia. Si bien esa medida había permitido descomprimir la oposición de los gobernadores, abría las puertas para que el poder comenzara a escurrirse hacia otras manos, hacia quien surgiera como previsible candidato. Los nombres en danza eran los mismos: De la Sota, Reutemann, Rodríguez Saá que venía por su revancha. Ninguno era confiable para nosotros, cada uno de ellos tenía una agenda distinta y no estábamos en ninguno de sus planes. Lo crucial era que todos ellos creían poder llegar sin nosotros, y obviar el enclave del conurbano bonaerense.
En septiembre casi detienen a Corcho en Ezeiza, en uno de sus viajes trayendo pasta base. A pesar de todos nuestros cuidados una empleada de la Aduana quiso revisar su valija, y ante la negativa de Corcho, llamó a sus jefes y al personal de seguridad para revisarlo. Los documentos que le había armado estaban en regla (o eso parecía), y por una vez Corcho tuvo sangre fría para actuar como un agente diplomático y no como un matón. También él había madurado. Sin embargo nos quedó claro que no siempre tendríamos la misma suerte, y mucho menos si llegaban al poder los mismos hombres a los que una y otra vez habíamos postergado.
De la Sota tenía todas las razones para odiarme, aunque no sabía exactamente quién era yo. Rodríguez Saá podía identificarme en cualquier momento, y eso sería desastroso. Reutemann tenía demasiados negocios con Menem como para ser confiable.
- Berni, ¿quién maneja los puertos en Santa Cruz?
- ¿Qué necesitás?
- Entrar unas cajas, una vez por mes.
- ¿Qué tienen?
- Preguntás demasiado, Sergio.
- Usá Puerto Deseado. Pero quiero que hablemos de las elecciones. Nosotros estamos listos para gobernar.
- ¿Ustedes? ¿Ustedes quiénes?
- Gobernamos hace doce años, Carré, y nos conocés desde siempre. Manejamos todo, ¿querés venir a ver?
- Sergio, a ver si entendés. Una cosa es gobernar una provincia chica con buena caja, y otra, gobernar este quilombo que tenemos en las manos. Acá te explota una bomba cada diez minutos...
- ¿Cómo te creés que mantenemos el orden en Santa Cruz? Para que entiendas, allá está lleno de mineros y portuarios. Al más cagón lo dejás en la Villa 31 y la descula a cadenazos. No sabés lo que es controlar a esos nenes. Los infiltré todos, manejamos todo, desde las radios hasta los micros. No entra ni sale nadie sin que nosotros sepamos. Eso es lo que hace falta acá. El “Cabezón” es muy bueno manejando el aparato, y nosotros tenemos la misma línea.
Comprobé que lo que decía Berni era cierto. Estos tipos estaban acostumbrados a jugar duro y trabajaban las veinticuatro horas. No tenían prontuarios, en primer lugar porque conducían la Justicia, pero además hacían bien las cosas. Y me daban una excelente plataforma para seguir trayendo pasta base sin tener que pasar por Ezeiza.
- Tiene que ser Néstor.
- Julio, la última vez que me viniste con un candidato se armó un despelote de novela...
- Sí, pero tenés que reconocer que resolví el tema. Lo sacamos de pista en una semana. Y en el sillón de Rivadavia te sentaste vos, Eduardo. Pero no vine a hablar de eso. Me parece que estos tipos nos garantizan varias cosas, en primer lugar, que sigamos conduciendo. Ellos no tienen estructura. Van a seguir con todos tus ministros. ¿Vos creés que De la Sota o el “Lole” te los van a respetar?
- Pensaba en Salta...
- Olvidate, Romero sigue siendo socio de Menem. Puede cerrar con vos, pero a corto plazo te va a cagar.
- En eso tenés razón. Dejemos el tema de las candidaturas para más adelante, y vemos.
Era claro que Duhalde quería reservarse la decisión de su sucesor, y también era claro que quería marginarme de ella. No podría arriesgarme a que invistiera a tipos que me podrían hacer la vida imposible por la razón que fuera, pero tampoco podía imponerle un candidato. No abiertamente.
Por otra parte él sabía que mis negocios personales necesitaban de una alianza con Kirchner y su gente, y eso también condicionaba mi posibilidad de influir abiertamente para favorecerlos. Lo urgente era sacar del mapa a Reutemann, porque era quien más cerca estaba de cerrar con Duhalde.
Hombre pragmático, el “Lole” había sabido desembarazarse de sus amigos y familiares cuando eran descubiertos robando para él, y su alianza con Magnetto lo había instalado como la esperanza blanca de las clases medias. Yo no podía atacarlo directamente, ni en este momento. Pero comencé a seguirlo.
El verano fue pródigo con mi familia: había terminado la casa en Nordelta y estábamos comenzando a equiparla con la esperanza de pasar allí las fiestas y las vacaciones, ya que yo no podría salir del país a tan poco de las elecciones. Las esperanzas se diluyeron el 28 de diciembre, cuando Duhalde me encargó que organizara una reunión reservada con los gobernadores. Que me lo pidiera a mí solamente significaba que en esa reunión estaba previsto que pasara cualquier cosa, y que se negociaran las cosas más inverosímiles. Lamenté que no fuera una broma por el día del inocente.
- No puede ser en Pinamar. Y te diría que tampoco puede ser en Argentina. Van a estar todos los servicios de Menem revoloteando.
- ¿Y dónde, si no?
- Tengo la casa de un amigo en Uruguay, a quince kilómetros de Punta. No la conoce nadie.
- Ahá, ¿y es segura?
- Totalmente. Si me das tres días armo el operativo de seguridad. Y el traslado. Desde luego, yo no me voy a dejar ver en esos días.
- ¿Tenés cuentas pendientes con alguno?
- No. Pero no quiero que me asocien con esa casa. Cuestión de negocios nomás.
- Perfecto, armá todo para estar dos o tres días. Saldríamos el dos de enero desde acá.
- Por separado. Saldrán por separado, y si es posible, tabicados. ¿Vos podés convencer a los muchachos?
- Estás exagerando, Julio, ¿para qué los querés tabicar?
- Para que sepan que están en tus manos. Y para que no sepan que yo estoy en esto.
- Como quieras, pero me parece que es mucho.
Dos horas más tarde dejé en su escritorio el plan de tareas. Saldríamos desde el aeródromo de Morón, y durante el vuelo encapucharíamos a los doce pasajeros: los gobernadores y una sola persona de confianza de cada uno, a su elección. Usaríamos dos Lear Jet de empresarios amigos. Aterrizaríamos en un aeródromo cercano a La Barra, y de allí los llevaríamos, todavía encapuchados, hasta mi casa. Yo llevaría provisiones argentinas para que ninguno sospeche que estábamos en Uruguay.
Fui y volví en un día, para asegurarme de que el operativo era viable. “El Entrevero” estaba espléndido. Hacía al menos dos años que no volvía a esta casa, y nuevamente Corcho me había hecho un gran favor sin pedir nada a cambio. Se cercioró de que las cámaras y micrófonos funcionaran, y que la sala de controles estuviera operativa. También llevó yerba Rosamonte para reemplazar la Sarita que todavía quedaba en la despensa.
Decidimos que Corcho funcionaría como mayordomo, porque era desconocido para todos ellos, incluso para Duhalde. Compartiríamos la habitación de la guardia interna, contigua a la sala de controles. Compartíamos además el entusiasmo adolescente de nuestra misión, la austeridad de nuestra habitación y el juego de espejos que habíamos aprendido a dominar.
La salida de los aviones fue un poco desordenada, porque a último momento preferimos reemplazar a los pilotos por los hijos de un brigadier amigo de Duhalde. Debían volar a escasa distancia entre ellos, y dar un rodeo para esquivar los radares uruguayos. Diez minutos antes de cruzar el Río Uruguay les pusimos a nuestros pasajeros una capucha. En mi avión volaban cuatro gobernadores y un senador nacional, cada uno con su asesor, cada uno de ellos encapuchado.
Caminé despacio por el pasillo escueto del avión, sintiendo sus respiraciones nerviosas, las sutiles inclinaciones de cabeza para tratar de detectar algún ruido que los oriente. Recordé mis meses en “capucha”, en el moridero infame de la ESMA. Recordé cuando los militares caminaban entre nosotros, que estábamos encapuchados y atados. Recordé ese miedo. Nunca me sentí tan poderoso.
El aterrizaje fue perfecto, y también el ingreso a la casa. Corcho les fue sacando las capuchas uno a uno cuando estuvieron todos en el hall de ingreso. Les repartió las habitaciones y les mostró someramente la casa, y después vino a la sala de controles a disfrutar de la función.
- ¡Mirá boludo, mirá!
Corcho me atrajo del brazo hacia uno de los monitores. La cámara estaba ubicada en la ducha de una de las habitaciones.
- ¿Ese no es el “Lole”?, ¿me podés conseguir un autógrafo de él? Yo lo seguía mucho cuando estaba en la Fórmula Uno...
- ¿Qué hace ese otro tipo?
- Es el asesor. Se querrá bañar también. Pero... ¿qué están haciendo ahí los dos?
- ¡Grabá, boludo, grabá todo!
- No te puedo creer... ¿el “Lole”?
- Vos grabá. Ya tengo lo que necesitaba.
El rostro de Corcho viraba de la incredulidad a la repulsión.
Decidieron suspender las internas del peronismo, y autorizar a que cada uno de los candidatos fueran por su lado, con permiso para usar los símbolos partidarios. El PJ estaba intervenido y no habría forma de destrabarlo porque la jueza que lo había congelado pertenecía a la servilleta de Corach. De este modo podíamos presentar nuestros candidatos sin tener que desangrarnos en una interna que además alimentaría el desprecio de la gente. El resto de los partidos estaba fragmentado y también los radicales irían divididos. De ese modo cualquiera de nosotros que ganara, no tendría necesidad de enfrentarse a nadie más. Por las dudas me aseguraría de que los radicales tuvieran un candidato imposible.
- Marciano, tenés que ser vos.
- ¿Y desde cuándo tanto amor?
- Necesitamos una oposición previsible y con la que podamos dialogar. Vos decinos cuánto vas a necesitar.
Moreau se fijó una cifra demasiado alta considerando su realidad política. Logró que parte de los radicales se fueran del partido por derecha, acompañando a López Murphy, el ministro del incendio que avivó Cavallo. Otra parte se fue por izquierda, con Elisa Carrió, la pitonisa de las denuncias y profecías. Moreau se sentía dueño de la UCR y se imaginaba construyendo un frente que en pocos años lo hiciera presidente. Se cotizaba demasiado alto, pero ya habría tiempo para mostrarle su verdadero valor.
Duhalde se había decidido por De la Sota. Cuando lo midió en las encuestas encontró que estaba peor de lo que imaginaba, y que tenía un par de escándalos en puerta que podían tomar dimensión nacional. Había filmaciones que mostraban a una de sus legisladoras exigiéndole a sus empleados una parte de su sueldo y que trabajaran como domésticos en su casa. También, había filtrado fotos de la casa de su vocero, que tenía conexiones de electricidad clandestinas.
El gobernador cordobés había creado una fiscalía para investigar casos de corrupción, pero el tipo que había puesto allí malinterpretó su rol y se lo tomó en serio. Contribuyó a eso que le entregamos al fiscal una suma consistente y varios nombramientos en Buenos Aires. El funcionario, un hombre locuaz y deslenguado, denunció hasta a la esposa de De la Sota poco después de que éstos disolvieran su matrimonio de apariencias.
Tomé nota de dos cosas: este hombre, Luis Juez, podía sernos útil más adelante; pero también, que no tenía límites ni medía sus palabras. Resultó ser una excelente adquisición, porque ante la amenaza de nuevas investigaciones el gobernador lo echó de la función. Juez se encargaría de exhibir la miseria moral de su anterior jefe, y con eso le amputó su desangelada proyección nacional.
Apenas comenzó a circular el nombre de Reutemann en los pasillos de la quinta de San Vicente, le hice llegar a Duhalde uno de los videos que habíamos obtenido en el baño de mi casa en Uruguay. Lo hice a través de Gustavo Beliz, que también tenía expectativas presidenciales. Realista o no, Beliz contaba con el apoyo del Opus Dei y de gran parte de la derecha argentina, y aparecía como un hombre relativamente impoluto. Beliz también tenía contactos con los servicios de inteligencia, a través de los cuales accedió al video.
- ¿Quién carajo te dio esto, Gustavo?
- No importa. Ahí lo tenés a tu candidato. ¿Vos creés que esto no se va a conocer? En Santa Fe se hablaba de estas cosas, pero nunca lo creí. Te juro que ahora que vi ese video tampoco lo puedo creer. No te puedo decir el asco que me dan estas inmoralidades. ¿Quién creés que lo va a votar a este degenerado, ahora? ¿Fernando Peña?
Duhalde estaba furioso pero sabía que Beliz tenía razón. Me llamó a los gritos, y le juré en mil idiomas que yo no tenía nada que ver, que si al video lo llevó Beliz bien podía venir de los servicios que aún le reportaban al menemismo. Y que el mismo Beliz, tan atildado, era un quintacolumnista que a la primera de cambio podía traicionarlo. Le detallé la larga lista de lealtades que para este hombre eran más importantes que un presidente que nadie había votado y que se iría del gobierno sin pena ni gloria.
- Si querés tengo videos del suegro de Beliz recibiendo coimas. El coronel Miatello era el cajero de Matilde Menéndez, ¿te acordás? En el Ministerio de Salud...
- Andáte a la puta que te parió. Nadie me va a sacar de la cabeza que esto es cosa tuya.
Supuse que no me creyó, pero a sus íntimos les hizo saber que la extorsión era obra de Menem. Cuando le mostró el video a Reutemann. el santafecino se quedó demudado. La imagen duró sólo unos segundos, y el protagonista del video (uno de ellos, en realidad) salió del microcine de la quinta de Olivos descompuesto.
- El turco sigue siendo el mismo psicópata.
Asentí, sumiso como un monaguillo.
A pocos días del comienzo formal de la campaña finalmente Duhalde acogió a Kirchner. Le hizo prometer fidelidad absoluta, y la continuidad de la mayoría de sus funcionarios. El hombre del sur asintió a todo, en parte porque no podía rechazar la oferta y en parte porque tampoco tenía un equipo propio. Yo hacía rato que utilizaba los puertos patagónicos, y habíamos comenzado a invertir juntos en hoteles en el sur. Eran una magnífica plataforma para blanquear los dólares que tenía escondidos en mil lugares distintos, sobre todo porque el turismo internacional comenzaba a inundar la Patagonia de euros y dólares. Berni en persona me llevó a la residencia del gobernador en El Calafate. Estaban exultantes.
La campaña duró poco y fue deslucida. Nadie tomaba demasiado en serio lo que decía cada candidato, parecía que elegir un presidente era una molestia que había que tomarse cada tanto, como ir a comprar papel higiénico. Y del mismo modo, tanto uno como otro daban casi exactamente lo mismo.
Menem prometía volver a los noventa, Kirchner prometía un estado presente que no existía ni siquiera en Santa Cruz, Rodríguez Saá volvía como la reencarnación de un Mesías incomprendido y providencial. Por el radicalismo, Moreau logró espantar hasta a sus propios militantes, y cuando se dio cuenta de la trampa en la que había entrado quiso renunciar a la candidatura, pero era tarde. López Murphy prometía orden y progreso pero sin la alegría brasileña, y Carrió pretendía ser el Ganges que purificaría la nación. Todas las encuestas decían cosas distintas, y verdaderamente no se sabía qué podía pasar. El resultado estaba abierto, y uno podía tranquilamente apostar por cualquiera de ellos.
- Un asado a que gana la gorda.
- Vos vivís entre Punta del Este y Recoleta, Corcho. En el conurbano no la conoce nadie, y los votos están ahí.
- Sí, pero ahí los perucas van partidos en tres. La gorda en Capital se los morfa a todos.
Ambos perdimos, porque para nuestra sorpresa Menem ganó las elecciones con 24 puntos. Era evidente que los argentinos seguían creyendo en los salvadores de la patria, y votando por la nostalgia o las cuotas. Kirchner sacó 22 puntos, casi todos ellos en el conurbano y Santa Cruz. López Murphy y Carrió sacaron más de treinta puntos entre los dos, y sorprendieron a todo el mundo. Incluso el economista ganó en Córdoba, donde Menem parecía imbatible. Moreau rompió un récord infame: sacó apenas dos puntos, y firmó el certificado de defunción del radicalismo.
La segunda vuelta sería dentro de pocas semanas, el 18 de Mayo. Todos los pronósticos indicaban que los votos opositores a Menem se concentrarían en Kirchner. En un movimiento desesperado el riojano intentó pactar con Rodríguez Saá, pero el puntano creía, por alguna razón, que aquél tuvo algo que ver con el breve secuestro de su hijo que culminó en su renuncia a la presidencia un año antes. Las desconfianzas crecieron, y no hubo acuerdo. Cuatro días antes del ballotage, y después de versiones, rumores y desmentidas, Menem confirmó que renunciaba a la segunda vuelta. De este modo pretendería condicionar a Kirchner, que asumía con apenas el veintidós por ciento de los votos.
El traspaso del mando ocurrió el 25 de Mayo. Duhalde tenía que disimular su retirada vergonzante, y Kirchner necesitaba mostrar alguna imagen de alegría y esperanza, en un momento en que nadie creía en nadie. Me asomé a una de las ventanas del Congreso, desde donde se veían las oficinas de Moreau: estaban cerradas y a oscuras, como de luto. Me asomé a otra, que daba a la Plaza de los Dos Congresos: había banderitas por todos lados.

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