viernes, 22 de mayo de 2020

Capítulo 8: Juntos Unidos Triunfaremos


Abrí el buzón y saqué las boletas de SEGBA y de gas. Y un sobre. El sobre tenía mi nombre y dirección anotados con la caligrafía meticulosa de Escudero. Volví a mi departamento y me senté en la cocina. Abrí el sobre, que contenía una invitación de Escudero a la celebración por su ascenso a capitán de fragata. ¿Me estaba tomando el pelo? ¿Realmente me estaba invitando a una fiesta?, ¿o sólo me estaba enrostrando su éxito conseguido gracias a mi trabajo, y en el peor de los casos, a pesar de mis errores en el copamiento de Aeroparque?
Habían pasado unas tres semanas en las que decidimos replegarnos tácticamente después de la rendición de los “carapintadas”, de modo que mi ostracismo había pasado desapercibido, si es que vale la redundancia. En esos días no me había llamado Escudero ni yo mismo había llamado ni me había encontrado con nadie. Llegué a temer por mi vida si el ascenso de Escudero se frustraba, pero aparentemente nadie había revisado la camioneta de OCA que yo había utilizado.
El dueño de la empresa, un entrerriano siniestro, solamente denunció el robo de las tres camionetas que usaron el Comodoro Estrella y su grupo en el mismo momento en que conoció el fracaso del copamiento de Aeroparque. El hombre era amigo del Almirante y formaba parte de la red logística civil de la Marina. La cuarta camioneta, la que usaba yo, fue incendiada la misma tarde que se la llevó la grúa, a los diez minutos de que la depositaron en el corralón donde llevaban los autos mal estacionados.
El primer día de trabajo después de la cuarentena me encontré con Escudero, justo la última persona que quería ver. Salí del ascensor y caminaba hacia la salida del edificio cuando se cruzó conmigo.
- Hola Frana, recibió mi invitación, ¿no?
- Sí, la recibí.
- Bueno, ¿no me va a felicitar por el ascenso?
- Felicidades por el ascenso.
Me miró con sorna, después adoptó un aire displicente.
- Mire, Frana, hemos andado todos bastante nerviosos las últimas semanas, pero nos merecemos un brindis porque al final las cosas nos han salido bien. Es mérito suyo también. Lo espero esta noche, véngase cómodo que habrá baile. Que tenga buenas tardes.
- ...
El marino tomó el ascensor y yo me quedé unos segundos inmóvil, tratando de entender lo que acababa de ocurrir. ¿Escudero me estaba pidiendo disculpas? Prefería entenderlo así. Después de conocer lo que conocía sobre Escudero decidí que recibir un par de insultos era una cuestión menor, un reproche leve en su escala de maltratos.
Estrené un traje que me había elegido Roxi y una camisa nueva. Escudero estuvo tan encantador como siempre que se proponía serlo: me presentó ante las personas que yo no conocía como “mi mano derecha”, “un asesor brillante” y, ante el diputado Manzano, como “uno de nuestros mejores hombres”. Después de unas copas un diputado salteño que acompañaba a Menem dijo que el ascenso de Escudero había sido una maniobra de pinzas contra el presidente.
- Vino el Coti, che, a pedirnos que firmemos una declaración conjunta. Ahí nomás le pedí a cambio la renuncia de Sourrouille. No sabés cómo se puso... Me la debía, porque después de las elecciones en la provincia le pedí una cuota de los coroneles que ascendían a general, y me mandó a la mierda. Y encima a varios de los coroneles nuestros los mandó a retiro o los hizo procesar.
En ese momento entró el senador Menem y lo calló con la mirada. Marcelo después me terminó de completar la anécdota. Varios de los coroneles que estaban con Rico y se veían en problemas después de Semana Santa fueron a ver a los Menem, a prometerles apoyo si los ayudaban en la estaqueada. Eran unos quince o dieciséis. Para fin de año doce de ellos ya estaban procesados por la lucha contra la subversión y todos ellos por los levantamientos de Semana Santa y Monte Caseros.
Comenzaron a despegarse de Rico, que había sido abandonado por Cañón y su gente, y a cerrar filas en torno a otro militar con los que los Menem se sentían particularmente cercanos, el coronel Seineldín. Cuando la charla se puso circular decidí relajarme y dar una vuelta por el balcón.
- Siempre trabajando usted- me dijo en voz baja Escudero cuando salí. Me ofreció sonriendo una copa de champagne y me introdujo en un grupo donde había varias chicas que recién habían llegado. Otra vez abundó en presentaciones zalameras, y después me dejó solo con ellas. Ya achispado por el champagne me olvidé de mi timidez que nunca había desterrado, me olvidé de Roxi, en quien no podía dejar de pensar, me olvidé de Marcelo que zumbaba alrededor como un moscardón atormentado. Las cuatro chicas sonreían, me sonreían a mí, y me escuchaban. A mí.
Me desperté a la mañana siguiente con un dolor de cabeza que me atenazaba los ojos. A mi lado estaba una de las chicas, todavía dormida. De a poco fui reconstruyendo la noche. Creo que se llamaba Claudia, era una morocha amiga de otra chica que Escudero había conocido en alguna salida. New York City o Hippopotamus. A juzgar por la cantidad de preservativos tirados al lado de mi cama, mi performance había sido más que aceptable. Recordé, en la nebulosa de una resaca áspera, que Claudia (si así se llamaba) me había dicho algo justo antes de que yo cayera dormido.
- ¿Siempre sos así, o hace mucho que no estás con nadie?
Ella me sonreía, y eso era todo lo que me importaba. Entré al baño y me di una ducha larga. Cuando salí, en puntas de pie, Claudia ya estaba en la cocina vestida solamente con la camisa que yo había estrenado la noche anterior. La situación era un cliché, pero era un cliché encantador. El olor del café terminó de despertarme.
- ¿Siempre te das duchas de media hora? Sos un privilegiado, Roger. En Floresta tenemos tan poco gas que no alcanza a calentar el agua de la ducha.
Registré: Claudia, de Floresta. Me sirvió un café cargado y se fue a bañar.
- ¿Dónde te llevo, Claudia?
- A ningún lado, ¿tenés cosas que hacer? Si querés te cocino algo. ¿Te gusta el risotto? Otra cosa: no me llamo Claudia, esa es mi amiga. Yo soy Marina. ¿Te gustó tanto Claudia, que te acordás del nombre?
- No, qué se yo, me confundí.
- A ella también le gustaste, me miró medio con odio porque te fuiste conmigo.
Estaba comenzando a desabrocharle la camisa cuando llamó Escudero.
- Buenos días, espero no estar interrumpiendo. Tengo buenas noticias, escuche bien. Isabelita va a jugar con Menem en la interna. Con eso terminamos de sacar a Cafiero del tablero.
- Oiga, ¿está seguro? Mire que esa mujer no tiene buena imagen. ¿Y cómo es que va a apoyar a... al candidato?
- Veo que está acompañado, muy bien che. Punto uno: Isabelita todavía tiene influencia entre los peronistas. No se confunda por la imagen de los diarios, los que van a votar en la interna no son los socialdemócratas suecos, van a votar los peronistas. A ellos Cafiero les parece un extraterrestre: ganó la provincia por la crisis de semana santa y la inflación, no por su acento de San Isidro. Punto dos: hay cosas que sólo el Almirante puede pedirle a Isabelita. No me pregunte más. En dos horas nos reunimos en la oficina con los riojanos para contarles la buena nueva.
- ¿Cómo? ¿ellos no lo saben todavía?
- No, Frana, nosotros les vamos a informar esta tarde. A cambio les vamos a sacar lo que queramos. Usted vaya pensando qué quiere pedirles a los reyes magos. No lo interrumpo más, siga con lo que estaba haciendo.
Marina debe haber interpretado algo en mi semblante, porque se paró frente a mí, sonriendo, y terminó la tarea que yo había comenzado con los botones de la camisa.
Dos horas y otra ducha más tarde, estaba de nuevo en la oficina de Olleros.
- Mire senador, la situación es la siguiente. Estamos en condiciones de garantizar el apoyo de Isabelita para esta interna.
- ¿Pero cómo? Si a nosotros no nos levantaba el teléfono...
- No importa cómo. Ustedes ya tienen el apoyo de Lorenzo Miguel y algunos dirigentes del interior, pero sabe bien que eso no es suficiente. Una sola declaración de Isabelita puede terminar de dar vuelta todas las voluntades que sean necesarias. Nosotros podemos garantizar eso.
- Ahá, y dígame...
- Capitán de Fragata.
- Dígame, Capitán, ¿y qué es lo que nosotros podemos hacer por usted llegado el caso?
- En primer lugar, darle una solución final a la cuestión de los juicios. Para todos. El compromiso tiene que estar firmado antes de la interna.
- Cuente con eso Capitán, usted sabe que nosotros queremos pacificar y que los juicios...
- En segundo lugar -interrumpió Escudero-, necesitamos que nuestro equipo ingrese a trabajar en la SIDE. Acceso completo a toda la información que precisemos. En tercer lugar, vamos a pedir acceso y control sobre todos los ascensos en las tres armas.
- Mire Capitán, eso es difícil, los del Ejército nos pidieron...
- No me importa lo que les pidió el Ejército, no van a ganarle a Cafiero con el Ejército. Llegado el caso, a los cascotes les tirarán cualquier hueso y ellos se van a conformar. Prosigo. Los jueces. Queremos también tener control sobre los nombramientos. No queremos sorpresas. Y naturalmente, vamos a tener algunos gastos operativos. Necesitamos quinientos mil dólares.
- Pero, ¿de dónde vamos a sacar esa plata?
El senador estalló, pero su hermano, que había permanecido callado y asintiendo, lo tomó del brazo.
- ¿Dónde firmamos, Capitán?
Tres días después el diputado salteño nos entregó una valija con los dólares. Quedaba un tema que no habíamos conversado antes con sus jefes.
- ¿Estamos en confianza, Capitán?
- Por supuesto, hable.
- Mire, unos amigos nuestros necesitan ingresar algunos bienes al país. Mercadería, usted me entiende... A veces entra por Bolivia pero están Gendarmería y el Ejército, y a veces hacen problemas. Y hay que repartir mucho, usted me entiende... Necesitamos que estos amigos puedan traer sus cosas por lancha, pero ahí tenemos a la Prefectura. Queremos, quieren saber estos amigos, qué posibilidades tenemos de que puedan operar tranquilos. Yo sé que usted tiene amigos en Prefectura, por eso quiero conversar con usted.
- Eso depende de cuánto están dispuestos a aportar y cuándo piensan comenzar sus operaciones.
- Lo antes posible, para financiar la campaña de la interna y después la general, usted me entiende... Pueden aportar un diez, doce.
- Veinte -dijo Escudero. El salteño abrió los ojos bien redondos.
- Mire, es medio mucho, capaz que pueden llegar a quince nomás.
- Veinticinco -replicó Escudero. El salteño palideció.
- Está bien, dejemé consultar.
Escudero me había pedido a mí que me encargara de la operación con la Prefectura. El Prefecto a cargo tenía una larga enemistad con él por algunas cuestiones de Malvinas, pero uno de sus subordinados, que se hacía llamar Estevanez, había sido compañero de Escudero en la Escuela Naval y habían compartido operaciones de sus respectivos grupos de tareas. Además, tenían negocios juntos en Mar del Plata.
- Van a entrar la merca por el puerto de Mar del Plata -dijo Estevanez-, que lo tenemos cubierto. Descargamos en la base de aviación naval que está en el mismo espigón donde van a atracar las lanchas, y desde ahí llevan los bultos a la escuelita de la torre.
- Disculpe, no entiendo, no conozco los lugares.
- No importa, Alfredo sabe. La escuelita es donde teníamos a los subversivos, él fue un par de veces a operar allá, conoce bien. Ahora está desocupada y vacía. Nosotros controlamos el área.
- Estupendo, le informo cuando comiencen a operar.
- ¿No se olvida de algo?
- Ah, sí, Escudero manda este sobre para usted, un agradecimiento por su colaboración.
- Muchas gracias, mándele un abrazo a mi camarada.
- Será dado, Estevanez, buenas tardes.
Habíamos asegurado un respaldo político sustancial al gobernador riojano, pero decidimos mantenerlo en reserva hasta muy cerca de la fecha de las elecciones. Una semana antes de la interna nos reunimos en Mar del Plata para controlar el primer envío de cocaína de los amigos del diputado salteño, y aprovechamos la ocasión para filtrar a la prensa que María Estela Martínez de Perón, Isabelita, apoyaba a Carlos Menem como precandidato a presidente.
- Es una gauchada de una riojana a un riojano -festejaba Menem. Ni le interesaba conocer los detalles.
Comprobamos que el peronismo reaccionaba de una manera casi orgánica, aluvional, a la mera invocación de la tercera esposa del general. Acompañé a Menem por pedido de Escudero en sus recorridas barriales y sus reuniones sociales en Mar del Plata. Este hombre cuando hablaba lograba generar una tensión en el aire que solamente era interrumpida por los aplausos y los vítores, la muchedumbre y él entraban en una especie de trance colectivo, una misa orgiástica que culminaba en una explosión mística. La misma capacidad que tenía para conquistar la plebe bonaerense, peronista y oscura, le permitía seducir a las mujeres más elegantes y aristocráticas, como un encantador de serpientes o un Rasputín sudamericano.
- Este hombre es imbatible, Escudero. Cafiero no tiene idea de lo que le espera.
- Yo le dije, Frana, éste es nuestro hombre.
Dos semanas después Menem sorprendía al mundillo político argentino derrotando al gobernador de la provincia de Buenos Aires. La pretensión modernizante y demócrata-cristiana de los renovadores fue arrasada por el peronismo de tierra adentro, ortodoxo y visceral. Era 9 de Julio, y la fantasía de la democracia a la europea se había terminado en la Argentina.
A los tres días Marina fue secuestrada por tres o cuatro tipos. La levantaron en la entrada de mi casa, la encapucharon, la golpearon, y un par de horas más tarde (ella nunca pudo precisarlo), la tiraron del auto cerca de Villa Tessei. Caminó hasta una estación de servicios y me llamó desde allí. Llegué con el chofer de Escudero, a quien él mismo le ordenó que me acompañe. Llevamos a Marina a una clínica donde constatamos que solamente habían querido asustarla, porque sólo tenía algunas escoriaciones. Antes de empujarla del auto le dijeron “más vale que cumplan”. Por supuesto, ella no tenía idea a qué se referían. Nosotros tampoco.
El episodio no trascendió, y afortunadamente para Marina ella salió de mi vida a tiempo. Habíamos estado juntos algunas semanas y la chica disfrutaba estar con un tipo más grande y en evidente ascenso político, pero este tipo de cosas eran mucho más de lo que estaba dispuesta a soportar. Nos despedimos en buenos términos, en la misma puerta de la clínica. Su padre, que fue a buscarla, nunca dejó de creer que yo la había golpeado. Mejor así.
Acepté finalmente la Beretta que Escudero me ofrecía. Para él era una reliquia con un alto valor simbólico: había pertenecido a un militante del ERP que no alcanzó a usarla contra él, pero fue quien más cerca estuvo de acertarle un tiro.
- Era de un tipo con huevos, Frana. Lo maté como a un perro, pero yo respeto a un enemigo digno.
Aprendí a tirar, y descubrí sorprendido que tenía buena puntería. Escudero me felicitó, y casi le dije que me sentía como un personaje de Osvaldo Soriano, pero me contuve a tiempo. Soriano no era un escritor respetado en el ámbito en el que me movía, y estaba seguro de que Escudero no había oído hablar de su última novela. Por otra parte, aún faltaban un par de años para que Soriano la escribiese.
- Escudero -le dije cuando tomábamos un vermouth en el bar del Tiro Federal-, para mi próxima misión quiero llamarle Julio Carré.
- ¿Y eso?
- Es un nombre que quiero usar, ya ni me acuerdo cuál era el mío. El de mi primer documento, digo.
- ¿Pero para qué quiere tener un nombre, para que se lo ensucien? Considere el que tiene como un guardapolvo descartable. Cuando se mancha mucho, se lo tira a la basura y se pone uno nuevo.
- Está bien, pero en el caso de que tenga que ocupar algún puesto que me haga visible...
- Dígame, ¿usted quiere volver a usar su nombre anterior? Lo van a volver loco preguntándole dónde estuvo desde el ´76 hasta ahora. Comenzando por su familia, que los tiene bastante olvidados. ¿Quiere usar alguno de los otros que ha usado? Le va a aparecer algún Monto que se nos haya escapado para deschavarlo. Con el nombre que tiene ahora lo conoce muy poca gente, y eso lo protege. Usted no tiene pasado, Frana, ni prontuario. Podemos inventarle una vida si quiere hacerse famoso. Pero no se lo recomiendo: alguna prima pelotuda lo va a reconocer en la tele y armará un despelote de novela. Se tendrá que ir de agregado militar a Namibia o Bucarest. Aproveche que no tiene cara propia: usted parecía un zurdo y ahora parece un marino. Agradezca al que le torció la nariz de una trompada porque le cambió todos los rasgos. Y si me apura, quedó más hombre, menos pendejo.
- Insisto -insistí.
- ¿Insiste? No hay problemas, pero conserve el perfil bajo.
Pinchó una aceituna con un espadín de plástico y me la apoyó en un hombro.
- En este humilde acto lo bautizo como Julio Carré. Se pronuncia así, ¿no? Julio Carré, ingeniero en telecomunicaciones. Para el lunes pase por mi oficina a buscar sus documentos nuevos.
Celebramos mi bautismo con un Martini Rosso cada uno. No recuerdo quién se comió la aceituna de mi bautismo.
- El ingeniero Carré estará a cargo de coordinar el flujo de información durante la campaña, y también estará a cargo de algunas operaciones especiales.
La presentación de Escudero tenía un sentido surrealista. En la mesa los dos hermanos Menem y el diputado salteño me miraban atónitos, tratando de dilucidar si habían oído bien mi nombre, o si meramente lo habían oído alguna vez. Marcelo, de pie cerca de la puerta y con la bandeja de café en las manos, primero hizo un gesto de extrañeza, pero después me dedicó un largo gesto de asentimiento. Había entendido.
- Vamos a generar una serie de acciones que desestabilizarán al gobierno y perjudicarán al candidato oficialista.
- Pero mire que el “Pocho” se está despegando del Alfonso.
- No importa, tiene una diferencia grande en las encuestas y no podemos plancharnos.
En ese punto Escudero me hizo un gesto y se sentó. Me paré frente a la mesa. Estaban todos los del grupo Olleros más un diputado del grupo de Alsogaray y los empresarios Franco Macri, de Sevel, y Gilberto Montagna Terrabussi, “capitán galletitas”, como Escudero había bautizado a mi jefe público.
- Vamos a profundizar la cuestión militar, no solamente para consolidar la idea de que hay que cerrar este tema, sino también para debilitar la posición del gobierno. Para hacerlo hociquear, como diría mi abuelo -el exabrupto surgió efecto y hubo varias sonrisas cómplices alrededor de la mesa-. Rico fue un jugador muy importante en la estrategia de debilitamiento de Alfonsín, pero quedó desacreditado después de su rendición de Monte Caseros. Difícilmente pueda encabezar la tercera etapa de esta operación. Habrá otro liderazgo que conoceremos oportunamente, pero el plan continuará. Será una formación especial, quienes tengan conocimientos castrenses comprenderán lo que quiero decir. Una formación que luego se integrará a nuestro gobierno disolviéndose como tal para no interferir con el liderazgo del Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas: el presidente de la república.
Dije esto mirando fijamente al gobernador riojano. Lo había conocido como un encantador de serpientes, y ahora me daba cuenta hasta qué punto lo seducía la idea de ejercer el poder. Había encontrado su punto débil.
- La segunda parte del plan consiste en profundizar la crisis económica. En esto el gobierno nos está ayudando porque han sido incapaces de enderezar la nave, pero tenemos que generar una cadena de hechos que termine de destrozar la posibilidad de que el gobierno controle algo.
- Oiga -interrumpió Montagna-, pero eso puede sernos peligroso, ¡mire si se nos cae el mercado interno!
- Será temporal, tenemos que eliminar la posibilidad de que el gobierno tenga algún control de la economía. Igual no se preocupe, porque podrán hacer un colchón que les permita estar a cubierto cuando haya tormentas. Y de todos modos la idea que tenemos es que la tormenta sea gradual, una marea que podamos ir controlando y regulando.
- ¿Y quién va a hacerse cargo de organizar eso? -interrumpió ahora Macri-. No me diga que va a ser usted...
- No, no voy a ser yo. El diputado Cavallo, que hoy no pudo venir, tiene la capacidad, los contactos y la decisión de conducir ese proceso.
- ¿Va a ir a Economía?
- No de inmediato. No lo vamos a exponer. Se hará cargo de vender nuestro proyecto en los mercados, irá a Cancillería o Relaciones Exteriores. Después sí, asumirá él mismo. Pero no nos adelantemos.
La reunión duró unas cuatro horas, pero habíamos previsto material para dos o tres horas nada más. Había aprendido a improvisar para salvar mi vida, ahora improvisaba para construir poder. Sabía que después bastaría con presentar alguna documentación adicional para corroborar lo que sostenía, y nadie haría muchas más preguntas.
- Impresionante Frana. Perdón, ingeniero Carré...
Escudero me felicitaba, pero también se daba cuenta de que yo podía avanzar demasiado rápido y sacar los pies del plato. Siempre supo que al informe que comprometía al Almirante y terminó con la muerte de Menéndez lo había elaborado yo, y que entregárselo me salvó la vida e impulsó su carrera, sobre todo ante los ojos del Almirante. Pero también sabía que la idea original no había sido necesariamente esa. Tengo que cuidarme, pensé. A la salida decliné su invitación de llevarme a casa, y tomé un taxi.
Me arrojé del taxi por un impulso más fuerte que yo, cuando aún no había terminado de detenerse frente al semáforo. Apenas alcancé a sacar el cuerpo de allí cuando un Falcon rojo lo embistió de lleno. El taxi salió catapultado hacia adelante y dio un trompo sobre el medio de la avenida. Antes de detenerse lo atropelló un colectivo, que afortunadamente venía muy despacio. El Falcon esquivó el taxi destrozado y el colectivo, y se escapó por Libertador. Me puse de pie y me acerqué al taxi. El conductor estaba malherido pero vivo. El asiento trasero, donde yo había estado unos segundos antes, era una masa informe de hierros y vidrios. Si hubiera estado allí me hubiera desnucado el impacto del Falcon y después el colectivo me hubiera aplastado. Atendí al chofer hasta que vino una ambulancia; nadie me había visto arrojarme del taxi, así que apenas pude me esfumé de la escena.
- Era un Falcon rojo, calculo que modelo ´80 por las luces traseras. Nunca frenó, no había ninguna marca en el pavimento ni escuché nada.
- ¿No le parece que exagera, Carré? ¿Por qué está tan seguro de que no fue un accidente nomás, un tipo que choca y se fuga?
Escudero me miraba con desconfianza, como tratando de determinar si yo por mi parte desconfiaba de él.
- Mire, primero lo de esta chica, Marina, ahora esto. No le pregunté a ella en qué auto la levantaron, y creo que ni ella lo sabe. Pero no creo que sea una casualidad.
En ese momento entró Marcelo, parecía pálido.
- ¿Qué pasó, macho, te hiciste algo?
- No, no. Estoy bien.
- Pero, ¿qué pasó, te chocaron? ¿viste quién fue? ¿el chofer del micro vio algo?
- No, no le pregunté, me quería borrar lo antes posible de ahí.
- ¿Y viste quién manejaba el Falcon?
Marcelo no tenía forma de saber qué auto había chocado al taxi: yo sólo se lo había comentado a Escudero, y unos segundos antes de que él entrara en la oficina.
- No Marcelo, ni idea.
- Pero pensá, tratá de hacer memoria...
- ¡Pero carajo! ¿me podés dejar de romper las pelotas?
- Bueno che, yo trato de ayudar...
- Bueno, hacéme un favor, rajá de acá, ¿querés? Si no entendés castellano te lo digo en cordobés: ¡alzáte al ocote, pelotudo!
- ¡Bueno, bueno! -terció Escudero-. No voy a admitir esos modos acá. Marcelo, por favor retiráte. Y usted, cuide sus modales.
Marcelo se fue pero yo estaba seguro de que escuchaba detrás de la puerta. Había un detalle que no le conté ni siquiera a Escudero: el Falcon que me chocó tenía pintados los zócalos de un color gris oscuro; y alcancé a ver una de las llantas, que tenía partes cromadas y partes de un gris más oscuro. Había visto esos colores y esas ruedas en algunos Falcon, pero era un modelo poco común.
El episodio me sirvió para convencer a Escudero de que yo necesitaba un auto propio, y le avisé que me tomaba la tarde para salir a recorrer un par de agencias y calmarme un poco. Recorrí dos agencias en Libertador, pero casi todas vendían autos de alta gama. Y no era eso lo que estaba buscando. Me fui a la avenida Warnes, y en la primera casa de repuestos que encontré pregunté por las llantas como las que yo había visto.
- Ah, sí, ésas son las del Falcon Sprint, el más caro de todos, que tenían cromadito en los bordes y gris oscuro, casi negro, en el resto de la llanta. Preciosas, esas llantas. Ya no las hacen más, vienen de aluminio ahora. Ésas eran del ´78 al ´81, después vinieron estas de aluminio que te digo yo. Ahora de las que vos buscás no me quedan, pero si querés para el lunes te consigo.
- No está bien, no tengo apuro. Es para el auxilio del auto de mi suegro, que se lo robaron.
- Y, ¿qué querés? Está lleno de chorros ahora, entran por una puerta y salen por la otra. Antes, con los milicos, esto no pasaba...
- No, claro... Bueno jefe, me doy una vuelta la semana que viene.
No pude reprimir una sonrisa cuando salí del negocio: era ostensible que toda la mercadería que este tipo vendía provenía de autos robados. Claro, los delincuentes suelen ser los primeros en pedir mano dura. De todos modos ya tenía alguna información.
Otro dato que no le dije a Escudero es que el auto dejó una marca de pintura roja en la carrocería del taxi, pero también otra de gris claro metalizado. Era evidente que el auto había sido gris y después lo habían pintado de rojo. Nadie haría eso con un auto relativamente caro y de menos de diez años, salvo que el auto fuera robado. Casi todos los Falcon robados, en cualquier época, habían sido robados por la policía o las fuerzas armadas: además de los autos oficiales usaban estos otros para tareas clandestinas. Había una sola persona que podía ayudarme.
El galpón era enorme y estaba lleno de autos, casi todos ellos de la misma marca. En una oficina diminuta al lado del portón de ingreso había un gordo sudoroso tomando notas en un block grasiento.
- ¡Roger, querido! ¿qué hacés por acá? ¡tanto tiempo!
- Hola gordo, ¿cómo te va?
El gordo Antúnez estaba a cargo de la flota de autos ilegales de la Marina, y tenía un prolijo inventario de los autos que guardaba, quién los usaba, cuándo, y en qué momento debía devolverlos. Regenteaba una insólita biblioteca de autos robados, invisibles. Me debía un par de favores porque yo había logrado que el peronismo de Capital le alquilara regularmente parte de la flota para acarrear votantes en cada elección. Había hecho una pequeña fortuna alquilando esos autos. Por lo demás, eran casi como su familia.
- Gordo, mirá: ¿tenés idea de un Falcon Sprint modelo ´80, ´81, que fue gris clarito y ahora es rojo? No me preguntes nada. Decime solamente si lo tenés.
El gordo Antúnez se puso pálido y comenzó a transpirar más que lo habitual.
- Me lo pidieron anoche, ¿qué pasó?
- Nada, contáme detalles.
- Ese auto lo compró cero kilómetro un dentista cordobés, en el ´81, pero se lo robaron de la casa antes de que pudiera patentarlo. Fue la policía de Córdoba. Después en el ´84 la aseguradora lo llamó por si quería recuperarlo, pero no lo quiso más, ya estaba pintado de rojo y con una paliza impresionante. Ese coche vino para acá cuando ya estaba muy quemado en Córdoba, lo canjeamos por otro. Acá lo usó un tiempo un senador o un diputado, no sé. Lo venía a buscar un pibe que labura para el capitán Astiz. Cordobés el pibe, como el auto. Se lo llevó anoche. ¿Pasó algo?
- No gordo, quedáte tranquilo. Che, ¿el garaje tiene alguna otra salida?
- Puta que estás misterioso Roger, ¿eh? Al fondo hay una puertita que comunica con una playa de estacionamiento, ese negocio es mío también. Podés salir por ahí a la calle del costado.
- Listo, salgo por ahí. Mil gracias gordo, y por favor no le digas a nadie que anduve por acá. Te debo un asado.
Soldado de mil batallas, Antúnez me dio un abrazo y volvió a sentarse en su escritorio. Yo di la vuelta por donde me había indicado y salí a la calle. En ese momento me acordé de que había dejado el auto que estaba usando, que era de la Marina, a media cuadra de la entrada del depósito. Ya estaba oscuro, las sombras comenzaban a atenuar los contornos de Villa Crespo. Caminé con cautela sin abandonar la sombra de los árboles. Una comprobación rápida indicó que nadie había abierto mi auto. Entré, lo puse en marcha y me alejé con las luces apagadas.
Antes de doblar en la esquina miré por el espejo retrovisor: una grúa estacionaba frente al galpón del gordo con un Falcon destruido. Un Falcon pintado de rojo.
- Vi un Renault 18 nuevito, casi cero.
- Buena elección Carré, es un auto discreto y elegante. Sirve para pasar desapercibido pero también para sacar alguna señorita a pasear. El Dodge que estaba usando hasta ahora era un quemo.
Lo que no le conté a Escudero es que había elegido ese auto porque entre el asiento y la consola del medio tenía el espacio justo para colocar la Beretta, que ahora me acompañaba siempre. Pagué el auto y salí de la agencia feliz, casi tanto como cuando tuve el primer departamento a mi nombre. Aunque es un decir, porque ese departamento quedó registrado a nombre de otra persona cuyos documentos tenían mi rostro. Salí a distenderme un poco y conocer el auto. Manejé por Palermo hasta que necesité cargar combustible, y me fui al Automóvil Club Argentino. Recordé una libretita que me había quedado de mi padre, su carnet de socio. Una de las pocas cosas que supe de él es que había sido socio del ACA. Pagué el combustible, y estacioné el auto frente al ingreso de las oficinas.
Quince minutos más tarde yo, Julio Carré, estaba asociado al ACA. Seguí manejando hasta el Tigre y comencé a volver. Cené en un restaurant de San Isidro y encontré allí a la amiga de Marina, la que se llamaba Claudia: estaba con otro tipo, pero parecía aburrida. Me vio cuando yo estaba terminando de cenar, pretextó que tenía que ir al baño y pasó junto a mi mesa para asegurarse de que yo la había visto. Cinco minutos después al regresar dejó discretamente un papelito sobre mi mesa: “En 10 en la Av.”
Subí al auto y manejé una cuadra y media. La vi despedir a su galán en la puerta del restaurant y subir a un taxi, sólo para bajarse una cuadra y media más allá, justo adelante mío. Encendí la luz de adentro para que me viera, y subió.
- Tanto tiempo Roger, qué lindo verte. ¿Cómo estás?
Los tipos que estaban espiando la puerta de mi edificio esperaban verme llegar en taxi o a pie; Escudero todavía no les había contado que me acababa de comprar un auto. Cuando ingresé en el estacionamiento del edificio ni siquiera me prestaron atención. No tuve que bajarme para abrir el portón, sino solamente insertar una llave y apretar un botón. Los tipos que vigilaban mi casa eran incapaces de identificar mi ropa y mi reloj cuando saqué la mano a través de la ventanilla. Tampoco vieron a Claudia entrando a mi casa. Cinco minutos más tarde entrábamos en mi cuarto.
- Con razón Marina me hablaba maravillas de vos. Lástima que lo de ustedes duró tan poquito.
El semblante lúdico de Claudia se ensombreció de golpe.
- ¿Qué le pasó?, ¿quiénes fueron los que le pegaron?
- No sé Claudia, pero ya ves que no es fácil andar cerca mío. Te voy a recomendar que no le cuentes a nadie, y por las dudas no nos vamos a ver en público.
- Con verte en privado me alcanza -sonrió-. ¿En qué andás Roger?
- Trabajo para la política, es todo lo que puedo decirte. Lo que pasó con tu amiga fue un mensaje para la gente que trabaja conmigo, no para mí, ni menos para ella.
- Yo ya descontaba que no fue una esposa celosa la que la agarró. Pero quiero saber si estoy en peligro estando con vos.
- Si nadie lo sabe, no. Ahora vas a salir por la salida de servicio. Lamento que no pueda llevarte a tu casa.
- Mirá, mejor guardate la escena de caballero compungido. ¿Pero no te parece que llamará la atención de cualquiera que una mujer como yo salga por la puerta de las sirvientas? Por mi ropa cualquiera creería que soy una puta cara, o la amante de algún señor elegante cuya esposa volvió antes de lo esperado. Me niego a eso. Voy a salir por la puerta principal. No creo que sea la única mujer hermosa que viva en este edificio.
- Tenés razón, pero tené cuidado.
Apagué la luz. Parecía que los momentos de plenitud llegaban en mi vida como oleadas de gratificación que después se destruían en la escollera miserable de mi trabajo. De todos modos no podía bajarme de esa vida. Sabía demasiado y demasiadas cosas dependían de mí. Lo único que podía hacer es exactamente lo que estaba haciendo: correr hacia adelante.
La primavera fue corta, porque el invierno persistió hasta bien entrado septiembre. Parte de la percepción de frialdad derivaba del último intento del gobierno de enderezar la economía.
Habían preparado un plan económico que lanzarían a fines de septiembre y que pretendía usufructuar el despertar de la vida y de los sentidos: con un optimismo estúpido lo habían bautizado Plan Primavera. Cavallo y Lorenzo Miguel lograron generar tanta tensión en el equipo económico de Alfonsín que el gobierno terminó anticipando el lanzamiento del plan para tratar de sorprender a la opinión pública. No tuvieron mejor idea que lanzar el Plan Primavera en pleno invierno. El 3 de Agosto se lo vio a Alfonsín desencajado, presentando un plan para el que pedía la confianza de todos los argentinos, pero el rostro de angustia mal disimulada de su ministro Sourrouille hacía más bien poco para generar alguna sombra de confianza.
El contador Menéndez, que coordinaba el grupo de Olleros, estaba exultante con los cables que enviaba Cavallo desde Estados Unidos: el diputado había logrado crear entre sus contactos norteamericanos un clima de escepticismo que se anticipaba a la desvaída presentación presidencial. Menéndez era primo de Helena pero jamás se había referido a ella, aun intuyendo que yo había tenido algo que ver con esa mujer, con su decisión súbita de volver a Buenos Aires, y con el misterio de su muerte. Se cuidaba de hacer cualquier referencia a su prima, y evitaba quedarse a solas conmigo.
Marcelo también estaba casi desaparecido, pero eso lejos de tranquilizarme me multiplicaba la desconfianza. Seguramente sabía, o sospechaba, que yo estaba hilando los cabos sueltos después del atentado fallido. Tampoco Escudero me volvió a preguntar por el tema, y eso era aún más raro.
El verano llegó con cierto retraso, pero nos encontró coordinando al grupo de Seineldín, quien había encontrado en nuestro candidato a un alma gemela. Con una orientación nacionalista y de un integrismo católico que rozaba el fanatismo, Seineldín no se había terminado de sacudir la matriz musulmana que augura la venida de nuevos profetas. Había caído bajo el encantamiento de Menem, con quien hablaba durante horas sobre el destino y la patria. Yo sabía que Menem se aburría mortalmente con aquellas charlas, casi tanto como en nuestras reuniones de organización, pero toleraba al coronel porque se había hecho amigo de su volcánica esposa, a quien entretenía con sus hilaciones religiosas. Pero había llegado el momento de actuar.
Seineldín estaba convencido de que Menem ganaría pero el gobierno radical le impediría asumir el mando, y estaba pergeñando un golpe de estado preventivo para asegurar la asunción del riojano. Estaba enfurecido porque había pedido el ascenso pero la Junta de Calificaciones del ejército se lo había negado, y en ese caso solamente le quedaba pedir el retiro. Puesto a jugarse las únicas fichas que tenía, apostaba a que la defensa militar de Menem lo ayudaría a mantenerse dentro del ejército, y, tal vez, incluso hasta lograr el ascenso que anhelaba.
El 30 de noviembre Seineldín volvió de Panamá, donde revistaba, pero en lugar de aterrizar en Buenos Aires lo hizo en Montevideo. Vino en el avión privado del general Noriega, el dueño absoluto del país centroamericano y a quien Seineldín veneraba por su anticomunismo furioso. Enviamos a Enrique Grassi Susini, un dirigente nacionalista vinculado a los servicios de inteligencia, a que lo buscara en Colonia del Sacramento. En ese momento pasaron a la clandestinidad e ingresaron a Argentina en una lancha de los amigos de Mera, el salteño. Esta vez las lanchas contenían otro tipo de pasajeros, y otro tipo de carga. El santafesino Vernet había liberado el puerto de Villa Constitución para que desembarcaran allí, y desde el puerto se dirigieron a Campo de Mayo.
El 2 de diciembre aprovechamos que Alfonsín estaba en Nueva York por la asamblea de la ONU, y que parte de su equipo de confianza estaba con él. Ese día anunciamos que Seineldín, nuestro hombre, había tomado la Escuela de Infantería. Sublevamos también a unidades de La Plata y La Tablada, y se plegó también el grupo Albatros, a último momento y gracias a las gestiones de Estevanez. Salvador Lentini y su suegro, el incombustible Guillermo Fernández Gil, quisieron entrar en la unidad donde estaba acuartelado Seineldín para tratar de convencerlo de que estaba siendo utilizado del mismo modo que fue utilizado Aldo Rico. Por suerte para nosotros fueron detenidos en el umbral mismo; la policía federal nos hizo un favor enorme, que jamás hubieran imaginado ni menos buscado.
Con el gobierno nacional debilitado estábamos seguros de que lograríamos arrancarles las concesiones que quisiéramos. Pero nuevamente Alfonsín nos sorprendió con sus reflejos de moribundo. Ordenó a su vicepresidente que reprimiera sin siquiera intentar ninguna negociación con nuestros hombres. Habíamos logrado una reunión secreta con Caridi, que nos manifestó su intención de avanzar en una amnistía, pero al día siguiente Alfonsín regresó a Argentina y le ordenó que no demorara la represión.
Cuando le informaron que el Seineldín había desaparecido de Campo de Mayo y se había atrincherado en Villa Martelli, Alfonsín se enfureció. Comprendió que Caridi también estaba haciendo un doble juego, que se encontraba en secreto con los “carapintadas” y que no parecía muy dispuesto a la represión de sus camaradas. Pero la movilización popular volvió a ser contundente, y además las sospechas de que Menem estaba detrás de Seineldín comenzaban a expandirse. A última hora de ese día Alfonsín estaba por denunciar por la cadena nacional la complicidad del riojano con los sediciosos. Fue momento de ceder.
- Coti, paralo al presidente, mañana a primera hora el coronel se va a rendir sin condiciones. No hagan locuras.
- ¿Se puede saber quién habla?
- Arias, Coti, soy César Arias. Tengo línea directa con este hombre, por afuera del candidato. Puedo resolver esto, pero necesito que tranquilicen a Alfonsín.
- Mirá Arias, si esto no se termina mañana, van a terminar todos ustedes presos. Y el que se haga el loco termina descosido a balazos. ¿Está claro?
- Te lo garantizo. Mañana a primera hora tendrás noticias nuestras.
Arias colgó el auricular temblando. Era cierto que si Alfonsín denunciaba a Menem estaban perdidos. Es más, a esa altura la única forma de que los radicales retuvieran el poder era denunciando al riojano de complicidad con Seineldín. Lo único que les impidió destruirnos por cadena nacional fue que estaban convencidos de que el levantamiento era mucho más vasto y extendido. En realidad, solamente los paracaidistas de Córdoba habían adherido, y algunas tropas en Mercedes.
Pero fundamentalmente los radicales no habían sido capaces de leer correctamente la movilización que tenían en sus narices, frente al Congreso. Después de todos los paros y huelgas con lo que los habíamos combatido, parecían convencidos de que cualquier movilización masiva significaba una protesta contra el gobierno. En realidad, en ese momento yo también creí que estaban inermes: igual que ellos, estaba convencido de que el pueblo no los apoyaba. La gente hubiera sido capaz de volver a votarlos con tal de sacarse de encima el problema de los militares de una vez por todas, pero de eso me daría cuenta tiempo más tarde.
El 4 de diciembre a mediodía logramos convencer a Seineldín de que debía rendirse. Me encontré con él a la madrugada y tuve que explicarle de mil formas distintas que las unidades que nos apoyaban se habían rendido, y que teníamos un principio de acuerdo muy provechoso. Pero su desconfianza hacia todo lo que tuviera que ver con la negociación política, más su fanatismo irreductible, lo mantuvieron convencido de mantener en pie la “Operación Virgen del Valle”, como la había bautizado. Cuando me hartó con su perorata religiosa saqué la Beretta que tenía en la sobaquera y se la apoyé en la sien.
- Basta de pelotudeces. Usted va a firmar este documento que está acá, y si alguna vez menciona este pequeño incidente, el mundo entero, comenzando por su esposa, se va a enterar del episodio aquél del muchacho que usted violó en Panamá. Tengo fotos, ¿quiere verlas?
Los tres custodios que estaban en la oficina se quedaron congelados, primero porque jamás imaginaron que yo podía estar armado, y mucho menos cometer la locura de ponerle mi arma en la sien a Seineldín. Y después, por lo que acababan de escuchar. Hubo un silencio que disfruté enormemente. Lo de la violación era mentira, se me acababa de ocurrir, pero el efecto en los militares que estaban en esa sala fue arrasador. Miraron al coronel como preguntándole si efectivamente había violado un muchacho, y Seineldín entendió que esos hombres eran capaces de creerme. Supo que estaba completamente solo. Y firmó.
- Ustedes -dije guardándome el arma-, se van a olvidar de lo que acaban de ver y de escuchar, porque también tengo fotos y testimonios sobre sus momentos poco felices. Ahora, saldremos en paz por esa puerta. Ustedes tres delante nuestro, usted coronel, a mi diestra. ¿Fui lo suficientemente claro?
En la sala de situaciones nos esperaban Caridi y el general Cáceres, junto a Jorge Tocallino, el segundo de Seineldín.
- Estamos listos para firmar un acuerdo -anuncié-. Es más, acá lo tienen firmado.
Se lo entregué a Caridi, que no entendía nada. Tocallino lo miró a Seineldín, que estaba en shock, apaleado por la certidumbre de que su honor estaba en mis manos, y acaso agobiado por alguna culpa inconfesable. Los otros tres gorilas estaban pálidos.
Cuando los hombres se retiraron yo volví al centro, a la oficina donde Escudero y Soria me esperaban al borde del ataque de nervios.
- Asunto terminado. Seineldín se rindió y seguimos en carrera.
Nunca supieron qué hice para convencer a un fundamentalista irreductible, pero volvieron a respirar. Esta victoria rotunda me trajo, sin embargo, dos problemas. El primero es que Escudero se dio cuenta de que lo había desplazado como operador de los militares, no porque yo tuviera algún poder, sino porque los menemistas se habían persuadido de eso y en adelante tenderían a hablar conmigo. El segundo problema es que sería Arias quien capitalizaría mi gestión ante Nosiglia, y al apropiarse de mi rol terminaría asumiendo responsabilidades y tareas para las que no estaba ni remotamente preparado. Sería un problema serio en nuestras futuras relaciones con los militares.
Dos noches después salimos a cenar con Escudero y un par de chicas que él había conocido en algún lado. Alguien lo reconoció en el restaurant y comenzó a insultarlo. Otro comensal se levantó y lo increpó. Escudero permanecía impertérrito, pero lentamente comenzó a llevar su mano derecha a la axila. Cuando un tercero y un cuarto se levantaron de sus sillas, y las mujeres comenzaron a gritarle groserías, le dije que mejor nos fuéramos. Los invité a mi casa, pero Escudero estaba enfurecido. Las chicas se perdieron en la primera esquina, por su bien. Su noche estaba arruinada, y por el silencio que mantuvo hasta que llegamos a su casa, él sabía que su vida tal como la había vivido, en cierto modo, también estaba terminada. Ya no sería un dandy más de la noche porteña, un hombre temido y deseado, un símbolo de un poder permanente. Ahora Alberto Escudero era simplemente Alfredo Astiz, un tipo al que cualquiera podía insultar en un restaurant. Supo, también, que ya no tendría paz.
- Lástima que no saliste en la foto -me dijo Claudia-. O mejor dicho, mejor que no saliste en la foto. ¿Se puede saber quiénes eran las dos turritas con las que estaban?
- Amigas de él, cuando invita a cenar uno nunca sabe quién estará en la mesa.
- Es tu vida -concluyó Claudia tirándome el diario en la mesa.
- Creí que era tu amigo también, después de todo te conocí en su casa. En su fiesta.
- No era mi amigo. Se acostaba con mi prima, pero yo no tenía idea quién era ese tipo. Y creo que mi prima tampoco tiene idea. Aunque no creo que le importe mucho, mientras haya billetera ella está feliz.
- ...
- Bajo a comprar medialunas.
Exactamente un minuto después un impulso parecido al que me hizo saltar de un taxi en movimiento, me hizo asomar a la ventana del living. Dos tipos se acercaron a Claudia y la tomaron de los brazos, en el mismo momento en que un Falcon se detenía en la calle y se abrían sus puertas. Claudia luchó, gritó, pataleó, hasta que un grupo de muchachos se acercó corriendo. Los tipos la soltaron, se subieron al auto y desaparecieron. No alcancé a ver la patente, pero estaba seguro que era otro de los autos que solía tener el gordo Antúnez en su galpón de Villa Crespo.
- Vi lo que pasó -le dije a Claudia ni bien salió del ascensor. La abracé y la llevé a la cocina-. ¿Te dijeron algo?
- No. Me insultaron nada más, y mirá, me hicieron estos moretones. Me rompí la uña...
Volví a abrazar a Claudia. No estaba dispuesto a que volviera a pasarme recurrentemente lo mismo.
- ¿Podés identificar a alguno?
- No, pero me pareció ver en el café del frente al tipo ése, medio pelirrojo, que estaba con ustedes en lo de tu amigo.
- ¿En lo de Escudero? Pelirrojo, decís, ¿será Marcelo, el cordobés?
- Sí, creo que ése. No le di mucha bola ese día, pero me pareció verlo justo antes de que aparecieran esos monos. Creo que tenía una camisa celestita. ¿Tengo que hacer la denuncia?
- No, mi amor. No te van a dar bolilla. Voy a encargarme yo desde adentro, vos no te preocupes.
Fui hasta la ventana, pero sabía que si Marcelo estuvo en el café del frente de mi casa, se habría ido apenas Claudia volvió a entrar en el edificio, o antes, cuando aparecieron esos muchachos que sacaron corriendo a los tipos del auto. Nunca supe quiénes eran esos muchachos que salvaron a Claudia, pero ellos no sabían con quiénes se habían metido.
Pretexté una gripe para no ir a trabajar al día siguiente. Le dije a mi vecino del sexto piso que mi auto se había quedado sin batería, si me hacía la gauchada de alcanzarme hasta la Avenida Córdoba, que le quedaba de paso.
Mi vecino tenía un Fiat 128 con los vidrios oscuros, así que si había alguien vigilando no me vieron salir. Claudia se quedó en casa y le prohibí moverse por un par de días. Dejé que pasaran un par de cuadras después de la 9 de Julio, y le pedí a mi vecino que se detuviera.
Me bajé del auto y caminé hacia Retiro. Tomé el tren hacia Belgrano, el mismo que Marcelo tomaría en una media hora. Bajé en la estación Lisandro de la Torre y caminé pegado al paredón del Lawn Club hasta que pude esconderme detrás del último árbol. No tenía mucho tiempo, en un rato había una reunión y estaba a menos de cuatro cuadras de la oficina. Marcelo se bajó del tren siguiente. Tenía una camisa celeste y un portafolios en la mano, además, estaba rodeado de gente.
No pude dispararle desde donde estaba, así que esperé a que cruzara Libertador y lo seguí. Lo esperé en el café de la esquina, no pude acercarme más porque me reconocerían los guardaespaldas y los choferes de mis habituales contertulios. Tres horas y cuatro cafés más tarde lo vi salir de la oficina a las carcajadas con Escudero. Se separaron y Marcelo bajó por Olleros para almorzar unos panchos en la plaza frente a la estación. De nuevo había demasiada gente como para intentar algo.
Un rato más tarde Marcelo volvió a la oficina; mi única posibilidad era esperar a que tomara el tren de regreso, pero no había ninguna certeza de que lo haría, ni mucho menos a la hora en que lo tomaría. Lo que quería hacer era ridículo, pero a la vez urgente.
Esperé hasta el anochecer. Eran casi las nueve cuando vi a Marcelo cruzar Libertador nuevamente, acercándose a la estación. Había algo de gente cuando cruzó la placita, pero hubo un apagón de tres o cuatro segundos justo cuando se aproximaba el tren. Fue el tiempo que necesité para pararme detrás suyo, apoyar la Beretta en su espalda y disparar. Nadie vio el fogonazo, y el cuerpo de Marcelo cayó sobre las vías un segundo antes de que llegue el tren. Con el disparo abrió la mano en la que tenía el portafolio, que yo discretamente tomé antes de que cayera al suelo. El apagón duró exactamente hasta que el tren se detuvo por completo y se abrieron las puertas.
Una chica me miraba como extrañada, hubiera jurado que el tipo que estaba con el portafolios al lado de ella era un poco más alto, pelirrojo, y tenía una camisa celeste. Le sonreí galante; tal como esperaba, me miró con asco y se dio media vuelta. Salí del tren en Retiro y tomé un taxi a casa.
Encontré a Claudia cocinando con muy poca ropa. Esto ya lo viví, pensé. Le di un beso y fui a darme una ducha. Antes de cenar alcancé a revisar el maletín. Aparte de una agenda que me sería sumamente útil encontré algunos documentos que comprometían al arzobispo de Córdoba, los números de cuentas bancarias del senador con el que trabajaba Marcelo y dos juegos de llaves. Uno de ellos correspondía a un departamento donde un par de senadores llevaban a sus amantes. El otro, al departamento donde había vivido el hombre que yo acababa de matar. Un cuadernito de anotaciones se refería a mí con mi nombre verdadero, y establecía que debían eliminarme pronto.
- A comer che, se te enfría.
- Ahí voy Clau.
Cerré el maletín y fui a cenar.
Debía ir al departamento de Marcelo antes de que su ausencia llamara la atención, así que apenas terminé de comer saqué el auto y volé al centro. El departamento estaba en la calle Reconquista, casi llegando a Corrientes. Al cabo de veinte minutos terminé de recoger algunos documentos que me interesaron, unos veintiocho mil dólares y fotos mías, de mi casa, de Marina, Claudia y Escudero. También había fotos de Roxi. Este hijo de puta me había estado controlando desde hacía años.
A la mañana siguiente Escudero me miró extrañado.
- ¿No estaba engripado?
- Sí, pero me curé. -respondí con mi sonrisa más vil.
Tres días más tarde Astiz volvió a ser increpado pero esta vez en la calle, frente a su casa. Los peronistas se enteraron de los planes para manipularlos a través de Seineldín, a quien Escudero había comenzado a convencer de que fueron los hermanos Menem quienes lo traicionaron. De a poco lo fueron eliminando de la mesa de decisiones. Para fin de año Escudero estaba afuera del juego, preguntándose qué habría pasado con Marcelo y cómo es que nadie lo llamaba, excepto yo, para desearle felices fiestas.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario